Mucho se ha escrito y especulado acerca del personaje Trump. Para sus detractores se trata de un populista, megalómano, racista, homófobo, autárquico y aislacionista, que, recordando los tiempos del bajo imperio romano, marcará el principio de la decadencia de Estados Unidos (EEUU) y su liderazgo planetario. Para sus acólitos, el multimillonario encarna lo mejor del “sueño americano” y es el restaurador de la grandeza económica, política y cultural, dilapidada por los inquilinos de la Casa Blanca que lo precedieron (incluidos los de su propio partido).
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Hay algo, en cambio, en lo que todos coinciden: (desgraciadamente) Trump es un hombre de palabra, (desgraciadamente) Trump cumple lo que promete. Trump no sorprende, Trump confirma, y esta semana que estamos terminando, como ninguna de las ocho anteriores desde que asumiera, es la mejor demostración (también desgraciadamente) que detrás de sus dichos como candidato, pone los hechos como presidente.
Durante su campaña electoral calificó el cambio climático como un invento, “un cuento chino”, y se comprometió a desmantelar las medidas de Obama para limitar las explotaciones de carbón, petróleo y otras energías contaminantes.
Dicho y hecho. El martes, el “presidente contaminador” firmó un decreto ejecutivo que abandona el objetivo de reducir las emisiones contaminantes, recupera la explotación de energías fósiles y reniega del compromiso de EEUU con el Acuerdo de París de reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero entre 26% y 28% para 2025 respecto a las de 2005.
En su lucha electoral contra Hillary Clinton, uno de los argumentos más convincentes, su caballo de batalla, fue su compromiso de reducir el déficit de 500.000 millones de dólares de la balanza comercial de EEUU con el resto del mundo y devolverles a sus compatriotas los millones de puestos de trabajo que China –devaluando artificialmente su propia moneda y en complicidad con los empresarios que instalan sus fábricas en el gigante asiático– les había robado impunemente.
El comercio bilateral entre ambas orillas del Pacífico alcanzó los 520.000 millones de dólares anuales: 207 veces más grande que el registrado en 1979 cuando EEUU y China restablecieron sus relaciones diplomáticas.
La República Popular exhibe un superávit de 350.000 millones en su balanza comercial con EEUU, y por cada dólar que Washington le vende a Beijing, son cuatro los dólares del “made in China” que compra.
Promesa también cumplida y el pasado viernes fue el turno del “presidente proteccionista”, el paladín del America first (EEUU primero).
En ocasión del encuentro con la National Association of Manufacturers (el equivalente a nuestra Cámara de Industrias), el presidente firmó dos decretos u órdenes ejecutivas “para combatir los abusos en el comercio exterior”. “Estamos en una guerra comercial y mi mensaje es claro: de ahora en adelante el que viola las reglas debe saber que pagará las consecuencias”, dijo el magnate en la ceremonia de las firmas.
La ofensiva proteccionista esta oficialmente lanzada, los potenciales enemigos advertidos y las banderas neomercantilistas enarboladas, exhumando las políticas económicas del absolutismo monárquico europeo de los siglos XVI y XVII.
La primera orden ejecutiva permitirá al Departamento de Comercio revisar todos los acuerdos comerciales en vigor e investigar “las causas del déficit comercial de EEUU y sus principales socios comerciales” para actuar en consecuencia si detectan abusos. En un plazo de 90 días deberá elaborar un informe que permitirá al presidente entender dónde y por qué se producen los desvíos en el déficit comercial para actuar en consecuencia si detectan abusos. Así se creará una lista (negra) de países que, según Washington, violan las prácticas comerciales.
China, Alemania, Japón, Corea del Sur y México son los cinco países con los más grandes activos comerciales (por tanto, los principales indagados) y con un desequilibrio neto a favor de sus exportaciones respecto a sus compras en EEUU.
Según lo anticipara el Wall Street Journal el día antes de la firma de los decretos, ya estaría pronta una disposición que aumenta 100% los aranceles sobre el valor declarado para productos como las motocicletas Vespa –ícono del “made in Italy” desde los tiempos de La dolce vita–, las suecas Husqvarna y las austríacas Ktml, el queso roquefort y el foie gras franceses, hasta la archifamosa agua mineral San Pellegrino. Primeras víctimas ilustres de la “guerra sucia”.
El segundo decreto está destinado a “una aplicación más rigurosa de las leyes anti-dumping para impedir que las empresas extranjeras compitan deslealmente con las estadounidenses”. El término anti-dumping incluye tanto las ventas a precios debajo del costo como los subsidios estatales que permiten mantener los precios artificialmente bajos.
China es responsable de un tercio de los casos de dumping. Pero no es el único. Hay 40 países que subsidian sus productos y que de alguna manera violan las reglas del comercio internacional.
Las medidas trumpianas se anunciaron una semana antes del primer encuentro con el presidente Xi Jinping y constituyen una clara advertencia al “heredero de Mao” que, como lo fuera recientemente el primer ministro de Japón, será huésped en el resort de propiedad del magnate en la Florida.
Para el Partido Comunista de China la cumbre presidencial debería ser el encuentro que “todo el mundo espera” y para el Ministerio de Relaciones Exteriores “es el mercado que nos obliga: los intereses entre nuestros países son tales que tú me tendrás siempre frente a ti y yo te tendré a ti”.
Para Trump, en cambio, será un encuentro “muy difícil porque no podemos mantener un déficit comercial de este tamaño y seguir perdiendo puestos de trabajo. Las empresas norteamericanas deben prepararse para buscar otras alternativas”.
Como augurio no es seguramente el mejor, sobre todo cuando lo dice alguien que cumple con lo que promete y amenaza.