John Locke dijo que el pueblo tiene el derecho y el deber de oponerse a un gobierno injusto, pero tales facultades o atribuciones no pasan solamente por una revolución, una asonada o alguna otra de las expresiones de una guerra civil. El MOMA (Museo de Arte Moderno de Nueva York) acaba de hacerlo, de una manera tan original y contundente como explícita. La prensa que se hizo eco de esa noticia dice que no es esta la medida más llamativa contra Trump. Yo creo que es, sin lugar a dudas, una de las más sabias y a la vez más elementales; porque bien mirado, el arte es el arte y la política es la política, aunque todo eso parezca una tautología.
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El beneficio más inmediato de las elecciones en Estados Unidos, a pesar de los pesares, es que se va revelando en toda su crudeza la cara oculta del liberalismo que acecha –no nos engañemos– detrás de la figura del señor presidente. Es casi seguro que a esa clase liberal no ha de interesarle mucho el arte, salvo para convertirlo, como lo ha hecho, en un objeto de comercio de los más cotizados y absurdos. Trump, que también se rodea de obras de arte “valiosísimas” (entiéndase que su valor reside solamente en los millones de dólares que cada una significa en el mercado) usa sus mismas herramientas, sólo que lo hace mediante exabruptos, gritos y muecas más dignas de una película de Los Tres Chiflados que de un discurso presidencial.
Lo que otros presidentes estadounidenses hicieron por lo bajo, adoptando expresiones de seriedad mayúscula, de mandíbula firme o de mirada de muchacho bueno –como Barack Obama, sin ir más lejos–, este lo hace mediante gesticulaciones estentóreas. Pero esos excesos que ahora parecen escandalizar a todo el mundo y hacen que la gente progresista de Estados Unidos se rasgue las vestiduras no los inventó Trump ni los trajo por primera vez a una Casa Blanca que nada tiene de inocente. Es cierto que ya colocó quince mil guardias nuevos en la frontera mexicana, pero no olvidemos que desde hace por lo menos ciento sesenta años, desde que Estados Unidos puso su pie de oso en México, esas amenazas, vigilancias y crímenes desembozados comenzaron a sucederse con la fría impunidad del poder. Ni hablo de los últimos treinta años, en los que se tomaron las medidas más atroces, guerras directas e indirectas mediante, contra la vasta población musulmana.
Me molesté por eso en traer una noticia sobre la resistencia civil, la tiranía disfrazada de democracia y los ejemplos más connotados del arte musulmán contemporáneo. El MOMA eligió siete obras provenientes de siete países afectados, señalados, condenados o incluso maldecidos por Trump: figuran allí cinco iraníes, que son Tala Madani, videoartista; Parviz Tanavoli, escultor; Charles Hossein, dibujante; Shirana Shahbazi, fotógrafa, y Marcos Gregorian, pintor. Pero están además el sudanés Ibrahim el-Salahi y la iraquí Zaha Hadid, entre otros.
Nadie en su sano juicio, aunque sea poco menos que un ignorante de solemnidad, deja de saber que el arte musulmán es y ha sido, en todo el mundo, de una importancia y una expresividad tan grandes como para que la propia reina Isabel la Católica, en su lucha contra los moros y sabiendo que la ciudad de Granada iba a caer en sus manos de un momento a otro, ordenara a sus súbditos que prepararan su instalación a lo grande en la Alhambra, no solamente porque la Alhambra era el símbolo del poder –el del enemigo y el de ella misma–, sino además porque constituía una de las mayores y más sublimes expresiones artísticas de todos los tiempos. Es que precisamente el arte transcurre a despecho de consignas, maniobras e intereses políticos, económicos, sociales y guerreros.
En el arte, todos somos iguales, todos nos rendimos a lo que significa; entre otras cosas porque su universalidad consiste precisamente en desnudar el reflejo esencial de humanidad que reside en el fondo de cualquier experiencia estética. Esta es una de las caras de lo universal en el arte; la otra es la que nos enlaza eternamente a la sensación, el deseo, el temor, la esperanza y la desesperanza de los seres humanos a través de la historia. Si no fuera así no tendría para nosotros la menor importancia cualquiera de las obras de arte de la Antigüedad; no podríamos estremecernos ante un pasaje de La Ilíada o de La Odisea, ni comprender en lo profundo de nuestra alma el odio de Clitemnestra hacia Agamenón, su marido, quien no dudó en sacrificar ante el altar de los dioses a su hija Ifigenia sólo para que las naves aqueas pudieran partir con viento favorable hacia la guerra de Troya.
Y para acercarse al arte no se necesita otra cosa que una naturaleza humana radical. No hablo de belleza –en lo personal me fastidia sobremanera el esnobismo de pararse frente a un cuadro de Pablo Picasso y exclamar que es fantástico, soberbio, brutal y cualquier otro epíteto por el estilo, mientras se adelanta el labio inferior y se pone cara de entendido–. No hablo tampoco de erudición ni de conocimiento técnico.
Cualquiera, sin importar su lengua, su cultura, su religión, su raza o su sexo, es capaz de conmoverse ante la contemplación de La piedad de Miguel Ángel, aunque no sepa, o aunque no le importe, que se trata de la representación de una madre virgen sosteniendo el cadáver de su hijo. El espectador va y mira La piedad, la recorre por todas sus partes con la vista, y concluye por emocionarse. Intuye una tragedia; ese hombre demasiado joven ha muerto por algún motivo oscuro, probablemente injusto. Esa madre niña, cuya notoria juventud no puede ser posible desde el punto de vista fisiológico, refleja no obstante todas aquellas cosas que sólo una juventud llevada a los umbrales de la filosofía puede reflejar en acto y en potencia: el equilibrio, la inocencia, la serenidad ante la magnitud de la crueldad humana, la trascendencia del dolor y, en suma, la piedad. Porque de eso se trata.
El observador no necesita ni siquiera saber el nombre del artista o de la obra; le alcanza con la constatación de esa expresión que ha venido hacia él por la vía de una radical esencia humana, por el canal de una empatía ancestral, la misma que ha evitado, después de todo, que los habitantes del planeta hayamos terminado aniquilados los unos por los otros.
No hay muros en el arte; al contrario, hay vectores, pasadizos, dimensiones abiertas. No hay odios en el arte, ni amenazas de exclusión, de desarraigo, de violencia y de muerte. Hay, por el contrario, sentimiento desnudo, heridas y dolores de variado calibre, explosiones de emoción y de vida que no están dirigidas a destruir a nadie, sino a articular algún discurso, algún vínculo posible con el alma elemental y anónima. Por eso dice Ernst Gombrich que el arte debe ser visto “con ojos limpios”, no solamente para dejarse penetrar por él, sino también para abandonar ante él todas y cada una de nuestras creencias, prejuicios y estereotipos mentales.
Es Gombrich también quien dice que “nunca se acaba de aprender en lo que al arte se refiere. Siempre existen cosas nuevas por descubrir. Las grandes obras de arte parecen distintas cada vez que se las contempla. Parecen tan inagotables e imprevisibles como los seres humanos”. Y aunque no creo que en arte pueda “aprenderse” cosa alguna, sino más bien sentirse, considero que es precisamente esa condición de lo imprevisible y de lo inagotable la que nos deja un mensaje mayor.
Será por eso que el MOMA se apresuró a exponer, ante los dichos de Trump, varias obras de artistas provenientes de esos territorios malditos, a los que muchos –y no sólo Trump– desearían poder borrar de la Tierra. Será por eso también que el museo decidió colocar junto a cada una de las obras un cartel con la leyenda: “Esta obra es de un artista de una nación a cuyos ciudadanos se les niega la entrada en Estados Unidos, de acuerdo con una orden ejecutiva presidencial dictada el 27 de enero de 2017. Esta es una de las muchas obras de arte de la colección del museo, instaladas a lo largo de las galerías de la quinta planta, para expresar los ideales de acogida y libertad tan vitales para este museo como lo son para Estados Unidos”.