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Un botiquín emocional

Por Celsa Puente.

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Caras y Caretas Diario

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Dejando la memoria del suicida.

¿Quién sabe qué oleajes, qué tormentas

Lo alejaron de la playa de la vida?…”

 

Con un recitado de voz cristalina comienza así “Ni siquiera las flores”, de Eduardo Darnauchans. Cuando alguien decide abandonar esta vida por propia voluntad -aquellos que poéticamente Dante ubicó en el segundo giro del séptimo círculo del infierno de su Divina Comedia-, los que permanecemos quedamos sumergidos en una mezcla de sentimientos de enojo y profundo dolor. ¿Qué no pudimos ver de su historia como para ayudarlos a superar esa desazón tan intensa que les provocó la necesidad de huir de este mundo?

El suicidio es un tema tremendamente difícil de abordar, pero es necesario hacerlo desde los centros educativos de educación media porque el desasosiego adolescente se traduce a veces en cuadros de depresión severa que pueden terminar de este modo. De hecho, nos encontramos con frecuencia espantados ante intentos y concreciones por parte de nuestros estudiantes. Por eso es clave erradicar discursos monológicos y generar actividades y estrategias que puedan restablecer el sentido de vivir, el vínculo con la vida.

Las instituciones educativas deben ser espacios para explorar la vida y generar un disfrute que sea el motor de la existencia. Sin embargo, muchas veces por cuestiones relacionadas con temáticas familiares, la frustración frente a resultados académicos, la identidad sexual o el fracaso en una relación afectiva de pareja pueden ser desencadenantes del deseo de alejarse de este mundo. Máxime en la adolescencia, en que el impulso característico de este tiempo de la vida puede llevar a actuar de un modo irreparable. Es un tiempo en el que, si como adultos hacemos un viaje hacia atrás y tratamos de recuperar el recuerdo, todos hemos tenido instantes de fragilidad. Aunque vale recordar que frágiles somos todos, en algún aspecto, en alguna medida y más allá del momento de la vida que estemos atravesando. Pero, volviendo a la adolescencia, es un tiempo que exige del mundo adulto constituirnos en figuras atentas, disponibles, “centinelas” que apoyen en momentos de desazón para prevenir y provocar que el deseo de reconectarse con la vida surja. Lo que muchas veces para nosotros, los adultos, son cuestiones menores, como, por ejemplo, la ruptura de un noviazgo, para los adolescentes se constituyen en decepciones difíciles de afrontar.

El liceo rural de Toscas de Caraguatá -una localidad pequeña ubicada a 120 kilómetros de la ciudad de Tacuarembó- ha desarrollado una serie de estrategias para trabajar con los adolescentes y mantenerlos ligados a la vida en un espacio geográfico en que escasean las ofertas de diversión, cultura y sociabilidad, lo que hace del liceo un espacio de referencia privilegiado.

El equipo de profesores de este liceo rural ha creado, entre otras estrategias, una que me conmovió especialmente: el botiquín emocional. Un botiquín es un recipiente que contiene materiales de primeros auxilios en caso de un accidente o un quebranto de salud. Su nombre deriva del vocablo botica y remite justamente a la dimensión de la atención en salud física y la necesidad de contar con medicamentos y otros enseres imprescindibles para superar una dolencia. ¿Qué contiene, entonces, un botiquín emocional? Tiene, por ejemplo, el nombre y el teléfono de al menos tres personas queridas y de confianza que pueden prestarnos un oído y darnos un abrazo cuando estamos muy tristes. “A veces es difícil que los adolescentes encuentren tres personas, que no tienen por qué ser adultos, que oficien como contención en momentos de desazón”, me dice la profesora Paola Farías cuando dialogamos sobre este tema, pero “pensando, pensando, al final lo logran”. Tiene, además, la lista de al menos diez canciones que les encanten y les levante el ánimo, que les hagan soñar, bailar mentalmente. Tiene también las fotos de buenos momentos, imágenes a las que recurrir para recuperar situaciones del pasado en las que han sido felices, “fotos de mascotas, de cumpleaños, muchas veces aparecen fotos de la entrega de las moñas en la fiesta del cierre escolar”. El botiquín tiene también un diario en el que escribir porque la escritura nos permite tramitar nuestro mundo interior, ya que poner en palabras nuestro sentir es muy sanador.

El botiquín puede tener cuantas cosas quieran que los conecten con la vida, una suerte de elementos de primeros auxilios para cuando les embarga la emoción dudosa de querer estar vivos y es un “paquetito” para llevar en la mochila o tener en el dormitorio.

“No hay soluciones mágicas -me dice Paola-, sólo se trata de hacer con ellos, de buscar motivos para que sientan que son parte de algo, de este mundo. Sólo se trata del amor”.

Pienso que quizás todos, más allá de la edad, deberíamos tener armado un botiquín emocional, un conjunto de objetos que nos remitan al amor a la vida para sobrenadar los oleajes y resistir las tormentas que, como bien dice el Darno con su voz cristalina, nos alejan a veces de las playas de la vida.

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