Las manifestaciones del 8 de marzo fueron enormes. Millones de personas recorrieron las calles del mundo exigiendo la igualdad de género y terminar con la violencia hacia las mujeres. La demanda no podía ser más legítima: la desigualdad entre hombres y mujeres es ostensible –y medible– en el empleo, en el salario, en la política y en todos los ámbitos públicos y privados; y la violencia, que empieza en la palabra y llega hasta la saña, la violación o el asesinato, no se trata de hechos aislados, por el contrario, son la norma en la organización social dominante y su familia típica, tanto como la represión ha sido la norma del Estado para sostener el tipo de sociedad que tenemos.
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En las movilizaciones había multitudes de mujeres y de hombres. Es probable que los últimos asesinatos de mujeres y el caso de la joven a la que querían obligar a gestar un hijo desde el juzgado hayan estimulado la participación masiva. Pero no sólo en Uruguay el número de manifestantes desbordó las expectativas; en muchos de los países donde se convocó al Paro Internacional de Mujeres se observaron marchas increíbles.
Para alcanzar la igualdad entre hombres y mujeres son necesarios profundos cambios políticos, económicos y culturales. Quizá en eso estemos todos de acuerdo. Pero según la perspectiva filosófica de las personas que se alistan en esta lucha, y que puede divergir un instante después del objetivo enunciado, habrá quienes crean que se puede alcanzar la igualdad de género con reformas legislativas, educativas e institucionales en el marco de la sociedad que tenemos, y los que crean que sólo sea posible con un ruptura de carácter civilizatorio o una revolución social.
La movilización del miércoles rompió algo que era muy sólido en nuestro país. Invirtió el aislamiento. Pero eso no significa que este movimiento emancipatorio progrese efectivamente hacia una emancipación, porque la igualdad se dirime en el ámbito del poder, y el poder se disputa en el terreno de la economía. Ahí ha estado siempre el origen de las desigualdades y las discriminaciones, aunque se implanten y se sostengan en la cultura y en el lenguaje muchísimos años más que el modo económico que les dio cuerpo y origen.
Ya no existe la esclavitud, no funciona más un sistema que no sólo postulaba, sino que requería la deshumanización y el desprecio de los indios y de los negros para poder arrasarlos y venderlos como si fueran bestias o cosas. Sin embargo, el racismo sigue existiendo hasta el día de hoy, y continúa verificándose en el lenguaje y en todos los indicadores económicos y sociales. Es probablemente mayoritario en la parte caucásica de nuestra sociedad.
Hace décadas que las mujeres trabajan, que su destino no es la vida doméstica, que en términos medios alcanzan mayores calificaciones académicas que los hombres y constituyen la población mayoritaria en las instituciones educativas. Sin embargo, y por mecanismos que ni siquiera requieren de explicitación, llevan todas las de perder en salarios, posiciones de relevancia y cargos políticos.
Incluso en el ámbito universitario, donde son muchas más las estudiantes que los estudiantes, tanto en el grado como en el posgrado, los números se invierten cuando analizamos la proporción de profesores grado cinco, o decanos o rectores. Y eso que la Universidad es un ámbito muchas veces de avanzada en términos de agenda social. ¿Por qué se producen estas desigualdades? ¿Por qué, si son muchas más y estudian más, llegan en menor proporción a las posiciones más altas? ¿Será porque muchas veces asumen casi en exclusividad la crianza de los hijos, algo que conspira contra el desarrollo profesional? Pero también vale la otra pregunta, ¿por qué entran a la Universidad casi el doble de mujeres que de hombres? Cabe pensar en estas cosas, porque en un mundo sin explotación y sin desigualdad entre hombres y mujeres, ambos sexos se beneficiarían, y lo que se tambalearía sería un sistema que jode a las grandes mayorías.
Es improbable que la inflación penal o la sobretipificación vayan a impactar sobre la violencia machista. Nunca ha sucedido que leyes más duras o penas más graves resulten en una disminución del delito. Pero hay una lucha cultural en curso, como la que logró el reconocimiento de la diversidad y la legislación del matrimonio igualitario o el derecho a la adopción, que más allá de los progresos legislativos, tuvo efectos concretos sobre la vida de miles de personas que estaban obligadas a esconderse y que eran ferozmente discriminadas hasta en el seno de sus propias familias. La lucha por la igualdad y contra la violencia de género es cada vez más masiva. Es inocultable. Es obligatoria para el sistema político y para la sociedad toda. Cada vez son más las víctimas. Lejos de estar disminuyendo, están aumentando. Las estadísticas lo muestran. Y detrás de la violencia y de todas las mujeres asesinadas hay capitalismo, así estos hechos se produzcan en mansiones señoriales o en el último borde de la miseria, porque hay una cosificación de las personas, y la consiguiente apropiación de las personas cosificadas.
Habrá que avanzar contra todo eso. Construir una sociedad de iguales es romper todas las ataduras, todas las formas de explotación, todas las formas de dominación. En este sistema, la igualdad y la emancipación, tanto de la mujer como de la clase obrera, es una quimera.