Hoy me corresponde hablar de la panadera. No siento el tema como una elección, sino más bien como una obligación, un debe o una de esas formas de conciencia que surgen como descubrimiento y evidencia: no se discute, no se vacila ante ellas. Se descuelgan sobre nuestras cabezas con la fuerza rotunda de aquello que Hugo Grocio denominaba “la recta razón”. La panadera, una muchacha de 19 años, tuvo la mala suerte de cruzarse hace unos días en el camino de un auto policial, y a partir de allí los hechos se desencadenaron sin control o medida alguna. Ella increpó a los funcionarios policiales que venían en el patrullero porque, en lugar de atender al tránsito, se habrían distraído mirando a una muchacha que estaba en la vereda, y con ello la habrían puesto en peligro. Es claro que podría haberse callado ante la negligencia o imprudencia de los agentes del orden; podría haber hecho lo que suele hacerse: aguantar su molestia, bajar la cabeza y tolerar así, por milésima vez, un accionar a todas luces incorrecto. Eso es lo que suele hacer el ciudadano común, especialmente en Uruguay, donde el carácter nacional se expresa, por lo general, bajo un manto de prudencia extrema, paciencia y mansedumbre evasivas heredados acaso de nuestros sufridos ancestros canarios. Pero no. La panadera les dijo que se dejaran de mirar mujeres y que le permitieran cruzar. A eso pudo haberse reducido todo el incidente. No hubo lucha, forcejeo y ni siquiera injuria; la muchacha no sacó a relucir ningún arma ni profirió amenaza alguna, sino que se limitó a entrar en la panadería. Menos aun hubo delito, ya que la chica no violó por acción o por omisión ninguna ley penal. De modo que si las cosas hubieran quedado allí, no habría existido irregularidad alguna de ninguna de las partes: un incidente desafortunado, un proceder acaso irresponsable por parte de los policías y punto. Pero no. El agente que venía manejando frenó, paró el auto y entró en la panadería; preguntó por la muchacha, la buscó con la mirada y la vio limpiando una heladera. Aquí comenzó lo que suele denominarse abuso de funciones, extralimitación en el proceder, vulneración de las normas que estatuyen cometidos públicos y varias cosas más. No pretendo sostener alegato jurídico alguno en este artículo, pero cabe señalar que, según la normativa vigente, a la Policía (que es un cuerpo administrativo y no judicial, o sea, un cuerpo civil que además es o debería ser profesional) le corresponde el mantenimiento del orden público. ¿Y qué es el orden público? La figura tiene al menos dos grandes acepciones: según la Ley Orgánica Policial, su primera interpretación consiste en la prevención de los delitos, y la segunda en el estado de hecho en el que “se realizan los valores de tranquilidad y seguridad públicas; la normalidad de la vida corriente en lugares públicos, el libre ejercicio de los derechos individuales, así como las competencias de las autoridades públicas”. El policía, como auxiliar administrativo de la Justicia, tiene que actuar en ese marco; investigar delitos, reunir pruebas y, en su caso, entregar a los delincuentes a los jueces. Pero no termina ahí, ni de lejos, su obligación: también debe protección a los individuos; también debe otorgar a los ciudadanos las garantías necesarias “para el libre ejercicio de sus derechos y la guarda de sus intereses, en la forma que sea compatible con los derechos de los demás”. Pues bien; lo que hicieron estos dos policías fue exactamente lo contrario: tomaron por delito o por falta (en este caso desacato) lo que no lo era, puesto que desacatar es desobedecer, y a la panadera nadie le había dado directiva, orden o mandato alguno sobre ninguna cosa. Habrán considerado que la joven los injurió con sus palabras y, sin embargo, ella se limitó a reaccionar frente a un hecho anterior: la negligencia de ellos mismos. Vulneraron en suma las garantías, los derechos y los intereses de la panadera -que les insistía una y otra vez que le permitieran volver a trabajar- y vulneraron también, de paso, los derechos y garantías de quienes contemplaban, estupefactos e indignados, su proceder. Podría decirse que el móvil de los funcionarios fue exclusivamente personal; se molestaron ante un comentario de la joven, verdaderamente menor, banal e intrascendente (en especial si se la compara con los auténticos y tremendos delitos que sí se producen cada día en este país, a los que por cierto no acuden cinco patrulleros) y surgió en ellos ese abuso de poder que tan frecuentemente aparece en las sociedades en que no ha podido procesarse un verdadero pacto o acuerdo social sobre derechos, deberes y garantías, sobre justicia e injusticia, sobre los roles de los servidores públicos y su sentido de la responsabilidad. El artículo 5º de la Ley Orgánica Policial añade que “[…] los servicios policiales emplearán bajo su responsabilidad, los medios razonablemente adecuados y en igual forma elegirán la oportunidad conveniente para usarlos”. Si el policía se hubiera bajado a hacerle a la joven una advertencia o una admonición, también habría sido incorrecto su proceder, ya que habría sido él, en tanto conductor, quien estuvo en falta; pero al menos las cosas habrían quedado en ese punto. Nada de eso ocurrió. El policía llamó a otros cuatro patrulleros. Entiéndase bien: cuatro patrulleros para detener y conducir a una panadera que les dijo que no miraran mujeres. ¿Será que las palabras de la panadera constituyeron un delito? ¿Será que cometió una falta? Sólo ante una falta contra el orden público es posible que un policía use las armas, la fuerza física y cualquier otro material de coacción, y aun entonces, debe hacerlo “en forma racional, progresiva y proporcional, debiendo agotar antes los medios disuasivos adecuados que estén a su alcance según los casos”, cosa que obviamente no ocurrió. Existe un código de conducta policial, y este emana nada menos que de la Organización de Naciones Unidas. Existe también, por desgracia, un arraigado sentimiento de impunidad que parece haberse naturalizado. El despliegue de fuerzas y de patrulleros policiales -pagados por todos nosotros- que se verificó en torno a la panadera, a su gorro, a su túnica y a su delantal azul, a su universo de derechos y de garantías, constituye una gruesa ironía y configura una burla y un mensaje bochornoso para la población. Todo parece indicar que el delito o la falta fueron cometidos por los funcionarios que debían prevenirlos; y la violencia concomitante que desplegaron, a pesar de la notoria alarma pública que se verificó en torno al incidente, también. Podría sostenerse que hubo abuso y hubo impunidad. El abuso se verifica cuando quien detenta un poder se aprovecha de su cargo y de sus atribuciones, en beneficio propio y en función de sus intereses personales, para prevalecerse injustamente sobre otro que se halla en estado de dependencia, de sometimiento, de vulneración y de franca indefensión. En eso, me parece, consiste también la impunidad: en considerar que el solo hecho de portar un uniforme, un arma y unos medios de comunicación y de poder puede justificar actitudes reñidas con la ética, con la razón y con la norma. La impunidad de no respetar límites; la impunidad de no poder visualizar que los deberes y las obligaciones están antes que los sentimientos, la ofuscación y los intereses personales; la impunidad, en fin, de no haber querido comprender que un uniforme y un cargo solamente se legitiman si se actúa con respeto y no con violencia; con prudencia y no con desafuero; con inteligencia y no con alardes de prepotencia. El incidente ha sido infeliz por donde se lo mire; sembró alarma y violencia y configuró un uso desmedido e injustificado de funciones; causó seguramente más de un daño a los terceros, todos, que contemplaban atónitos la escena, y ni qué decir a la principal víctima, que fue la panadera; pero al menos habrá servido para que salgan a la luz, una vez más, esos monstruos de la sinrazón y de la memoria trunca que siguen acechando desde la oscuridad de lo que no se dice, no se mira, no se revisa y no se quiere revisar.
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