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Uruguay: ¿país de vagos?

Por Leonardo Borges.

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“En Uruguay nadie se muere por exceso de trabajo, pero no es un país corrupto”, dijo el expresidente José Mujica en Madrid, en 2013, y fue suficiente para que ardiera Uruguay. Hay que admitir que los dichos de Mujica generan siempre una polémica aparte –debido a su persona, debido a sus formas–, pero también debido a su análisis liso y llano de la realidad, sin vuelos altisonantes en general. La generalización es una de sus armas retóricas más pulidas. La actual polémica con los duelos es también hija de una brillante bomba de humo del líder del MPP que la oposición y los medios fuman sin la menor duda de que es el tema del momento. Ante tales afirmaciones y tal investidura, los políticos de la oposición, y mucho más el uruguayo medio –políticamente correcto, trabajador hasta el tuétano y persona de bien–, defenestraron al –en aquellos tiempos– mandatario. “Somos medio atorrantes, no nos gusta tanto trabajar”, sentenció aquel día el presidente y las antorchas comenzaron a ser encendidas en el país, esperando que llegara Mujica y hasta hoy le recordamos aquella afrenta a la cultura del trabajo oriental. Sin embargo, todos aseguramos cada semana de turismo, repitiendo el mismo chiste amarillento y estúpido, que el año se inicia cuando llega el último de los ciclistas. Los uruguayos nos ponemos nuestros mejores ropajes de trabajadores cuando nos tocan ese mito, justamente, aunque lo abonamos día a día, quejándonos de los sindicatos, de los paros, de las demoras en las oficinas. Es como si sólo fuera trabajador aquel que habla en primera persona, mientras que el resto carece de esa cultura del trabajo. Algunos líderes de la oposición demostraron un cipayismo monumental criticándole a Mujica que “no es conveniente” decir esas cosas a los inversores, como si España fuera la cuna de las inversiones o los españoles fueran trabajadores natos. De hecho, allí radica una de las debilidades del sitio de donde llegaron los conquistadores. Es claro que no somos alemanes o japoneses a la hora de enfrentarnos al yugo diario, más allá de que las generalizaciones son tiranas por naturaleza. La matriz poblacional, el clima, la producción y, por ende, la historia podrían explicarnos un poco sobre por qué los uruguayos tendemos a la indolencia. La advertencia es que no se les está diciendo a todos, y a aquellos que están leyendo estas líneas, que no trabajan o que son vagos. Los análisis no deben ser tan lineales y absolutos, y si el lector no tiene la capacidad de remontar este escollo, que deje de leer inmediatamente.   Vida cotidiana en la edad del cuero   Escribió Alberto Zum Felde con maestría: “Los historiadores han denominado a las diversas edades de la civilización universal según la materia prima que servía de base a su industria y daba carácter a la civilización. Así, la edad de la piedra, la edad del bronce, la edad del hierro. Puede decirse, sin abuso de metáfora, que Uruguay tiene una breve edad del cuero. De 1700 a 1800, el cuero es, en efecto, la materia única de toda industria”. No sólo la campaña, sino también Montevideo vive con intensidad esa edad del cuero. Por ejemplo, la mayoría de las casas de la ciudad eran de cuero y unas pocas de material. El mismo Cabildo, ayuntamiento de la ciudad, santuario de la política, tenía techo de cuero. Podemos remitirnos a la carta fechada el 18 de mayo de 1729, en la que el jesuita Cayetano Cattaneo cuenta al hermano José en Módena: “Los padres que llegaron ocho días antes que nosotros con la nave San Francisco y tuvieron ocasión, en dicho tiempo de desembarcar varias veces, nos contaron que al presente no existen más que tres o cuatro casas de ladrillo de un solo piso y otras cincuenta o sesenta cabañas formadas de cuero de buey, donde habitan las familias venidas últimamente hasta que se fabriquen bastantes para alojarlos. Los fabricantes son los indios de nuestras misiones […] bajo el cuidado de dos de nuestros misioneros […] Habitan dichos dos padres en una de esas cabañas de cuero […]”. Es más, en los primeros tiempos de Montevideo, la misa se oficiaba en un galpón de madera forrado de cueros en el cual difícilmente entraba toda la gente. Hasta el capitán don Pedro Millán, “urbanista” y “agrónomo” de Montevideo, vivía en un rancho de cueros. Cuenta más adelante Zum Felde que durante las invasiones inglesas, en los primeros años del siglo XIX, una brecha en la muralla de Montevideo fue tapada con cueros. Escribe el brigadier general Sir Samuel Achmuty en el parte de la conquista de Montevideo: “[…] durante la noche y baxo [sic] nuestro fuego el enemigo la había barriqueado con cueros, de un modo que la hacía casi impracticable”. Concolocorvo por su parte plantea: “Todas las chozas se techan y guarecen de cueros, y lo mismo los grandes corrales para encerrar el ganado. La porción de petacas en que se extraen las mercaderías y se conducen los equipajes son de cuero labrado y bruto”. Es así como Montevideo nace, entre cueros, con los cuales se construían casas, se hacían ataduras, puertas, camas, cofres, canastos, sacos, los odres para el trasporte de líquidos, las petacas, los arreos del caballo, las riendas, el sombrero, la cubierta de las carretas, la bota de potro, la “pelota” para cruzar los ríos y el enchalecamiento para los presos que inventó el comandante español Pacheco. Lo que explica esta edad del cuero en la Banda Oriental del Río de la Plata, según Zum Felde, es la superabundancia del ganado y la facilidad con que se trabaja este producto. Todo el mundo con un cuchillo podía hacerse de este con facilidad y trabajarlo. Esta superabundancia y facilidad traen consigo, y es tema repetido a lo largo de todas las descripciones de época, la llamada por muchos “siesta colonial”. Montevideo crea un especial ritmo de vida. “Los españoles de Montevideo son muy ociosos; ellos no se ocupan casi más que en conversar en ruedas, tomar mate y fumar un cigarrillo”. Esta es la visión del abate Pernetty de los montevideanos en 1763. El abate hace un análisis de los montevideanos en la época colonial: plantea que sólo algunos comerciantes y artistas (pocos) se ocupan del trabajo, mientras que los hombres y mujeres se levantan muy tarde. Se quedan sentados cruzados de brazos esperando “hasta que se les ocurre la idea de ir a fumar un cigarro con alguno de sus vecinos […] Otros, en cambio, montan a caballo, pero no para hacer un paseo por los alrededores, sino simplemente para dar una vuelta por las calles”. Extraña pero esclarecedora es la crónica de José Espinosa de cómo en Montevideo se pedía limosna a caballo: “Los montevideanos se acostumbran tanto a su ejercicio, que ni pobres ni aun esclavos andan a pie. Se ve pedir limosna a caballo y picar los bueyes que arrastran una carreta”. Pernetty no se olvida de la típica siesta al mediodía. “Después del almuerzo, amos y esclavos, hacen lo que ellos llaman la siesta, es decir, se desvisten, se acuestan y duermen dos o tres horas”. El abate se sorprende porque hasta “los obreros, que no viven sino del trabajo de sus manos, no dejan pasar estas horas de reposo”. Pero más punzante es la descripción de la manera de bailar de las montevideanas. El cronista plantea que su forma de bailar delata también la indolencia montevideana: “Ellas llevan los brazos caídos, o cruzados bajo la mantilla […] Bailando el zapateo, uno de los bailes mas en uso, ellas levantan los brazos en alto, golpeando las manos […] El zapateo se baila sin cambiar mucho de lugar, golpeando alternativamente la punta del pie y el talón. Apenas parecen moverse: diríase más bien que ellas deslizan solamente el pie sin marchar con cadencia”. Esa siesta colonial, relacionada indefectiblemente con una matriz económica básica, se ve aumentada por los aspectos poblacionales. De donde venimos puede ser una pista certera para inferir a dónde vamos o, por lo menos, quiénes somos.

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