Fausto, el clásico personaje de Goethe, le vendió el alma al diablo a cambio de sabiduría y de placeres mundanos. Alguien podría afirmar que el alma, el saber y el placer no tienen precio establecido. Sin embargo, el ser humano, sobre todo respecto al placer, ha hallado la manera de negociar tales cosas desde mucho antes del siglo XIX. Hace muy pocos días, el arquitecto Mariano Arana se preguntó en un programa radial: “¿Dónde se ha visto vender un terreno costero?”. Se le podría responder, no sin un dejo de ironía: en Uruguay. Antecedentes, al menos, tenemos en abundancia. Y no sólo aquí, los hay en toda América Latina. En el siglo XIX, cuando éramos una recién estrenada república, el gobierno brasileño -en el marco de un préstamo leonino- llegó a embargar la plaza Matriz, el Cabildo y otros edificios públicos. Ahora, iniciado el siglo XXI, se proyecta la construcción de una terminal fluviomarítima, en el dique Mauá de nuestra rambla, por parte de la empresa Buquebus, para lo cual se vendería un terreno costero. El proyecto ya logró su media sanción en la Cámara de Senadores. Es irónico, por cierto, que el dique se llame Mauá, y que el barón del mismo nombre fuera uno de los principales capitalistas que en el siglo XIX hizo negociados a lo largo y a lo ancho de nuestro territorio, con mayor o menor impunidad, que lo enriquecieron de manera fabulosa. Quién sabe; acaso alguna maldición se encierra en ese lugar. Sea como fuere, parece llegada la hora de reflexionar en conceptos tan cruciales como la soberanía nacional, la protección de la naturaleza y de nuestro patrimonio ambiental y paisajístico. Hay bienes y bienes, y aquí vuelvo a Fausto y al diablo: la mayor parte de los bienes de este mundo tienen un precio fijado por el mercado, pero también existen bienes invaluables. Son los que no tienen precio. Nadie es capaz de ponérselo, entre otros motivos porque su propiedad es indeterminada. ¿A quién pertenecen la seguridad nacional, el patrimonio, la justicia y la soberanía? ¿Quién es el dueño de las playas, los ríos, el aire? Cualquiera respondería que eso es de todos. Sin embargo, en Bolivia se llegó a privatizar el agua de modo tan absoluto que se le prohibió a la gente juntar agua de lluvia (sí, como lo está leyendo) para que comprara la que unos cuantos crápulas le vendían embotellada. En cualquier caso, no se trata de cualquier clase de bienes. Si se contamina un acuífero, el daño puede llegar a ser terrible. Tal vez se recupere, tal vez no; pero es seguro que generaciones enteras se verían afectadas. Si se extermina alguna especie animal, nadie podrá volverla a la vida. Quedará su recuerdo en algún dibujo, fotografía o filmación, y punto. Es por esto que no podemos tomarnos tan a la ligera la idea, impulsada por un excesivo y demencial afán capitalista (recuerde el agua de Bolivia) de que todo puede ser objeto de transacción en el mercado. Dentro del término “todo”, no entra todo. La historia ya ha demostrado, en incontables oportunidades, que el ser humano cree poder apropiarse de manera exclusiva de cualquier cosa que se le ocurra a cambio de poner sobre la mesa un montón de billetes, al estilo de Rico Mac Pato. Y allí radica la falacia de creer que todo tiene un precio en moneda contante y sonante. Entonces, yo puedo vender un pedazo de costa tan tranquilamente, mediante la creación normativa correspondiente. ¿O no? He ahí el dilema. Otra falacia es confundir los bienes del mercado con el bien común. El bien común es esa entidad intangible que pertenece a todos y que asegura -siempre que se lo respete y se lo promueva- a cada uno de los miembros de la sociedad lo necesario para su bienestar y felicidad, y aunque su concepto supremo descansa en lo inmaterial, y aun en lo abstracto, se compone también de todas aquellas cosas materiales que pueden contribuir a esa felicidad; por ejemplo, el agua, el aire, la flora y la fauna. Por último, está la cuestión del patrimonio natural que, aun siendo de todos, es tan utilizado últimamente como soporte de actividades sociales y económicas: fiestas de luces y sonidos, conciertos, exposiciones, emprendimientos comerciales de variada índole. Dos reservas cabe hacer al respecto: su uso no supone ni su venta ni su destrucción. Si al Estado se le ocurre la peregrina idea de vender un pedazo de costa, el precio que le asigne a ese terreno está reflejando en el fondo algo mucho más profundo: está diciendo que para el Estado el bien común vale muy poco. Parece que, después de todo, nos tendríamos que tomar mucho más a pecho aquella cuestión del subdesarrollo de la que tanto se hablaba en la vieja Guía del Tercer Mundo. Yo odiaba fervorosamente el término, me rebelaba contra lo que entendía una absurda y tendenciosa clasificación, y procuraba inculcar a mis alumnos esa idea. No hablemos de tercer mundo, les decía. No nos coloquemos por propia voluntad ese rótulo vergonzoso, esa expresión del imperialismo que establece, como si se tratara de un mandato divino, la existencia de mundos de primera, segunda y tercera categoría. Debo admitir, sin embargo, que algo -o tal vez mucho- hay de cierto en el mote que se nos ha endilgado a los países surgidos de la estructura colonial que azotó con particular fuerza al globo en la encrucijada de los siglos XV y XVI y luego a fines del siglo XIX. No lo digo porque considere que los países “desarrollados” o del “primer mundo” constituyan modelos o arquetipos a seguir, ya que durante los mil y pico de años de historia que llevan a sus espaldas, se han dedicado mucho más a matar a otros y a matarse entre ellos que a construir, y si han podido alcanzar excelentes niveles en lo referente al índice de desarrollo humano, después de la Segunda Guerra Mundial, es en buena medida gracias a las divisas obtenidas en sus actividades imperialistas. Lo digo porque entre nosotros no se ha tomado conciencia de cuestiones tales como el cuidado y la preservación del medioambiente y del patrimonio natural, o sea, de ese maravilloso don que nos rodea, y del cual no nos damos cuenta cabal: nuestras praderas, cerros, ríos, acuíferos, costas marinas, flora y fauna irrepetibles. Se planea vender un pedazo de costa montevideana a la empresa Buquebus. Dicho sea de paso, en ese lugar iba a levantarse el Museo del Tiempo. Lindo nombre para una idea relacionada con nuestra identidad que se llevó el viento. Se proyecta también una nueva terminal de camiones en Cabo Polonio y se esgrimen razones muy prácticas para ello. El lugar atrae a miles de turistas en la temporada de verano por la magia y la majestuosidad de su naturaleza, que es bravía, pura y bella como pocas. Pero la piedra esconde un cangrejo. Precisamente aquello que atrae a la gente al Cabo es lo que la nueva terminal puede arruinar. Para gozar de algo tan valioso y frágil a la vez, se concibe una idea que sólo contribuirá a la destrucción del sitio. Creo que los uruguayos deberíamos reflexionar mucho más a la hora de tomar decisiones como estas. La visión cortoplacista suele ser tramposa. Si pudiéramos elevarnos por encima del tiempo y del espacio, con la ayuda de la imaginación y de la razón, acaso veríamos un panorama mucho más vasto e intangible que nos demostraría la fervorosa locura de algunos de nuestros objetivos. Como dice Charles Dickens en el comienzo de su novela Historia de dos ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo, nos extraviábamos por el camino opuesto”. Ojalá esas frases no nos sean aplicables. Ojalá, para cuando nos demos cuenta de lo que estamos haciendo con nuestro patrimonio natural, no sea demasiado tarde.
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