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Vox populi, vox dei

Por Rafael Bayce.

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Caras y Caretas Diario

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El viejo proverbio latino describe, gráficamente, el pasaje de la creencia en que la soberanía derivaba del derecho divino, definido a partir de textos, interpretaciones e intérpretes legítimos decisores de una supuesta voluntad divina, y del derecho monárquico, que establecía normas sucesorias básicamente dinásticas. Tanto el derecho divino como el monárquico, dieron lugar históricamente al dominio de unos pocos sobre muchos, con discrecionalidad, muy en desmedro de los intereses de esos muchos. Es claro que, muchas veces, estos órdenes sucesorios alternativos cedían ante el peso de revoluciones, autocracias y la entronización de héroes bélicos políticamente legitimados.

La desigualdad, la injusticia y la inequidad que durante siglos vivió la humanidad, dominada por reyes y sacerdotes, dio paso a pensadores que, políticamente, consiguieron sustituir a los derechos divino y monárquico de sucesión y legitimidad por una teoría de la soberanía popular y de la sucesión de los gobernantes por decisión mayoritaria, incluso con control popular de la gestión. La “revolución de la soberanía popular”, de las más fermentales e importantes vividas por la humanidad, fue una revolución básicamente política y básicamente pacífica, coincidente con las demandas crecientes de bienes, servicios, poder y estatus que manifestaron capas emergentes durante el ascenso del capitalismo de su fase comercial a las fases industrial y financiera globalizadas y transnacionales que vivimos hoy.

Soberanía popular y alienada

La teoría de la soberanía popular, como la de los derechos humanos, son invenciones. No son inherentes a la condición humana, son decisiones que la humanidad ha tomado, de la mano de pensadores que odiaron las consecuencias seculares de las teorías de los derechos divinos y monárquicos. Mistificaciones ambas; creaciones humanas coyunturales ambas. Que Artigas haya dicho que su autoridad emanaba de la de los representantes unidos en asamblea y que cesaría ante la presencia soberana del pueblo, o de sus representantes, no hace a la teoría de la soberanía popular inherente a la uruguayez ni tampoco humanamente indiscutible como teoría de la autonomía de la soberanía.

Así como la humanidad creyó muchos siglos en la soberanía divina o monárquica legítimas, así también sus élites y luego las masas pasan a creer en la teoría de la soberanía popular. Y no tiene por qué seguir siendo así. De hecho, en esta columna esbozaré someramente las circunstancias que hacen que las consecuencias de esa creencia en la soberanía popular puedan inducir a una nueva revolución política que matice el absolutismo de esa creencia, que mejoró tanto la igualdad, la justicia y la equidad en el mundo moderno frente al mundo antiguo pero que en el mundo contemporáneo puede devenir fuente progresiva de alienación, falsa conciencia, masificación acrítica conducente a que “los chanchos voten cada vez más a Cattivelli” (Mujica dixit).

Si bien la teoría de la soberanía popular fue políticamente instrumental a la mejora de la igualdad, la justicia y la equidad en el acceso a los bienes y servicios materiales y simbólicos del mercado, su plasmación en las teorías democráticas y republicanas liberales nos lleva, con los énfasis dominantes en las sociedades de masas, de consumo y de la comunicación espectacular, a una peligrosa reificación de la soberanía popular en fatuo e ignorante seguimiento gregario de las voluntades de las transnacionales que operan básicamente por el adoctrinamiento masivo popular, que se cree forjadora de lo que copia y reproduce.

En efecto, y haciéndole el honor al exquisito temor de Max Weber de que la democracia derivara en populismos carismáticos, el pueblo soberano, más que oponerse, como en el Renacimiento, a las dominaciones legitimadas desde los derechos divino y monárquico, se convierte en el mejor y más legitimado implementador de los peores planes contrarios a sus intereses y favorecedores de los planes de los dominadores del mundo en ingreso, poder y estatus.

La teoría de la soberanía popular y las teorías de la democracia republicana, liberal original o profundizada, contrariamente a lo que obtuvieron cuando fueron ascendiendo en las culturas política y popular del Renacimiento y la modernidad, no serán ya más “liberadoras e igualadoras” sino, al contrario, justificadoras de la neoagudización de la injusticia, desigualdad, inequidad y consumismo objetual, alienación y conciencia falsa paradigmáticas.

Dilemas de izquierda

La aceptación por las izquierdas, sea en oposición como en el gobierno, del mercado económico, de la democracia político partidaria y de las profundizaciones republicanas que legitiman y dan forma a una cultura política, llevan a una inversión dialéctica de los productos que se pudieran obtener desde las teorías y prácticas políticas sustentadas en las teorías de la soberanía popular.

Si el acceso al poder descansa en el voto popular, para obtenerlo debe construirse o bien convenciendo a los votantes de la deseabilidad de la propuesta, o bien construyendo esa propuesta en base a las creencias dominantes detectables, o bien mediante alguna mezcla de ambas. A este factor se suma el hecho de que las izquierdas y los reformistas se autoconsideran iluministas, constructores en la superación de las desigualdades e iniquidades edificadas por regímenes anteriores, siempre más injustos.

Los avatares del mundo contemporáneo transformarán a los partidos de ideas en partidos de masas y a la teoría de la soberanía popular en sutil esclavizadora futura. Teóricamente, en Uruguay y también en el mundo, los partidos “de ideas” deben convencer de novedades y los “de masas” deben seducir y conquistar voluntades. Si es tanto más fácil obtener votos por sintonía con el sentido común y con la opinión pública que convenciendo de cosas nuevas con raíz moral, entonces la manera de que se impongan valores, actitudes, deseos y emociones deseables o indeseables es con potentes socializadores masivos que construyan un sentido común interpretativo y evaluativo de la realidad y que edifiquen una opinión pública moldeada y heterónoma pero que se crea crítica y autónoma.

Populismo republicano

Los oligopólicos medios de comunicación de masas y las redes sociales informáticas son los mejores constructores de ovejas gregarias que se creen soberanas y que son acariciadas por políticos electoreros como soberanas y como vox Dei. La teoría política de la soberanía popular se suma a la práctica política que cada vez convence menos sobre lo mejor y más moral, que cada vez apela más al populismo y al carisma para seducir en lugar de convencer, y para aceptar lo que el soberano quiere en lugar de convencer y criticar lo establecido.

Cuando los intereses comerciales, industriales y financieros percibieron que el sentido común y la opinión pública se forjaban crecientemente desde los medios de comunicación de masas (y ahora también desde las redes sociales), cuando percibieron que la teoría de la soberanía popular vox Dei se imponía, se dieron cuenta de que dominando los medios de comunicación de masas podrían construir el sentido común y la opinión pública que luego los políticos electoreros aceptarían como vox Dei autónoma y no como la vox demonium heterónoma y gregaria que en realidad es, alienada y con falsa conciencia. Y vuelve, contemporáneo y más perverso que nunca, el proverbio “la voz del pueblo es la voz de Dios”.

La teoría de la soberanía popular se profundiza con el republicanismo y con las profundizaciones posteriores, que tienden a enfatizar instrumentos de perfeccionamiento de la manifestación de la vox Dei: desconcentraciones, descentralizaciones, mayores niveles de desagregación y proximidad al soberano pleno y plano (por ejemplo, entre nosotros: empoderamiento civil, presupuesto participativo, nivel de municipios). En realidad, quienes buscan este tipo de profundización de la democracia y del republicanismo siguen creyendo en la soberanía popular y en su autonomía sabia de vox Dei, cuando ya hay contundentes evidencias de que ni el sentido común ni la opinión pública son autónomos ni vox Dei, sino crecientemente conciencias falsas alienadas y heterónomas, apoyadas por un sentido común y una opinión pública construidas en línea con el oligopolio global de los medios de comunicación, que responde a los ricos y a los poderosos, y que usa al jet set del espectáculo, del deporte y de la política para fortalecer la sociedad de consumo y generar ídolos y superhéroes que lo hagan deseable por todos.

Construcciones mediáticas

El pueblo es una entidad vestida de soberana, inventada en su momento como instrumento político y cultural de superación de la doble alienación de los poderes monárquico y religioso. Con la superación del esclavismo y el feudalismo monárquico y religioso, mucho ganaron en el mundo la igualdad, la justicia y la equidad desde esa invención política.

Pero al día de hoy, convertidos los medios de comunicación de masas en oligopólicos y globalizados constructores privilegiados del sentido común y de la opinión pública, y convertidos los políticos en siervos de ellas, por comodidad y facilismo, la democracia y sus profundizaciones se transmutan dialécticamente en reconstructores y neoinstrumentadores del auge de las conciencias falsas y de las alienaciones, especialmente de las consumistas. Recurrir hoy al pueblo como fuente de sabiduría y de decisiones autónomas y morales es negar todo el conocimiento que las ciencias sociales y humanas han acumulado en dos siglos de vida. En realidad, de esa vox demonium, construida como conciencia falsa y alienada, no debemos esperar nada.

La izquierda se sigue comiendo la pastilla que legitima, desde una vetusta teoría política, la soberanía popular, que hoy sirve tanto a los detentores del poder mundial, que ya no le temen más al pueblo, como opositor antaño de elites económicas, políticas y sociales. Porque ya lo cooptaron para la re-producción de sus intereses y ya su sentido común y su opinión pública hacen, quieren y dicen lo que ellos quieren. Lo descubrió Jean Baudrillard hace 40 años en El espejo de la producción: “Las fuerzas productivas e ideológicas que superaron mundos anteriores se vuelven dialécticamente negativos para un nuevo salto cualitativo”.

El pueblo puede ser una esperanza si se lo educa y re-forma como crítico de los medios de comunicación de masas, del sentido común y de la opinión pública. Pero si gestiones y candidatos se evalúan y proponen en función de criterios de la sociedad consumista y de la abundancia, el jet set y el chusmerío de estatus, las izquierdas devendrán centro para implementar mejor ese sentido común y esa opinión pública alienadas y con falsa conciencia, o bien los auténticamente centroderecha, los originales y no sus copias también alienadas, serán reconocidos como los candidatos mejores para ese imaginario. ¿Fin de la historia, en clave Fukuyama hegeliano?

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