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“Yo nací para componer, el Estado debería sostenerme”

Por Marianella Morena.

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Caras y Caretas Diario

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Las palabras son de Schubert. En una correspondencia que mantiene con un amigo, el músico expone sus opiniones y el deseo de ser subsidiado por el Estado. Imágenes y situaciones que se repiten. Las palabras del músico austríaco del siglo XIX no difieren conceptualmente del pensamiento del siglo XXI sobre el rol del Estado respecto de los artistas. Ahora, ¿cómo y cuándo empieza la vara del talento: este sí, este no?

En cambios veloces de paradigmas sobre quiénes nacen con el milagro y lo desarrollan con disciplina, formación y prácticas y quienes desesperan por un poco de luz. El único medidor es el tiempo. No hay eternidad que resista la mediocridad. Tiene fecha de vencimiento. Pero claro, están las necesidades humanas, la vida y sus miserias, aquello del dinero para vivir, para pagar las cuentas o, mejor dicho, para olvidarse de que hay que pagarlas.

Entonces se abre el campo de acción, comienza a pensarse la cultura como algo más que la enciclopedia humana de los saberes, del conocimiento, empieza a pensarse la cultura como una posibilidad para todos. La cultura ingresa a los hogares, la cultura ingresa a los cuerpos. Ya no hay marcha atrás, no hay retorno. No importa quién gane mañana en el gobierno, qué fondos se establezcan o desaparezcan; ya está instalada en nuestra necesidad cotidiana. Ya somos y pensamos con y a través de ella. Ya está. Sin economía o con ella, pero es más que eso: no se trata, como en los viejos tiempos, de que con un escarbadientes hacíamos patria. Ahora cruzó la calle y todos la vivimos. No hay más franja divisoria entre los artistas y el público. Tenemos la misma sed, el hambre y el sueño. Fisiologías del ser actual y sus apetitos. El placer y sus formatos, la contemplación física; ya no nos conformamos con el amor erótico. Vamos por más placer, vamos por más cultura, vamos por más artistas, vamos por más público.

En medio de estos barullos, leo en Facebook información sobre la actuación de Lucas Sugo con la Orquesta Juvenil del Sodre. La noticia viene acompañada de comentarios incendiarios en contra de la gestión, sobre qué debe presentarse en el escenario del Sodre y qué no. El famoso reglamento: qué programar y qué no. Las leyes divinas sobre criterios en la elección de contenidos. No hay leyes, no hay reglas, no hay fórmulas, no hay verdades establecidas. Leí de todo. Desde insultos hasta cuestionamientos sobre cultura. Leí declaraciones en pos de la libertad que eran de un porte autoritario e imponían una sola mirada estética, un solo valor artístico, una sola lectura de los hechos. Eso es dictadura del mercado, eso es lo que nos sucede a diario con el mercado y sus composiciones musicales, literarias, cinematográficas, televisivas, escénicas. El mercado nos impone el gusto, el mercado nos define la inteligencia de los artistas que sí saben venderse, que sí saben complacer, que sí saben usar las tendencias. El mercado nos manipula la sensibilidad, nos hace escuchar, leer, pensar y actuar bajo ciertas pautas (que, por suerte, son móviles y se flexibilizan) y nos condiciona qué es bueno y qué es malo. El mercado nos dice que Marcelo Tinelli es brillante porque hizo mucha plata en la televisión. Eso es autoritarismo del bueno, del que se maquilla en el mundo del entretenimiento, del que opaca toda neurona viva y la destruye, al punto de hacernos creer que elegimos. Eso es autoritarismo ético.

Sin ánimo de ofender a nadie, se me cruzaron los dos. Uno, por una descoordinación divina, no logró en vida ser aplaudido y reconocido como debía; otro, por lograr (mediante ciertas pautas comerciales) ser aplaudido y avalado públicamente. En Uruguay se levanta polvareda la discusión sobre si merece compartir escenario con la orquesta. Me interesa entender o que podamos empezar a entender como sociedad que, cada vez más, vivimos en un mundo fragmentado, con un pensamiento y una vida fragmentada. Que ya casi es imposible definir con verdades absolutas: esto sí, esto no. Que ya casi no existe una forma única de evaluar o de comprender los hechos, y que eso hace a la riqueza cultural a la que tanto aspiramos y por la que tanto reclamamos y arengamos. Diversidad, inclusión, diferencia.

Entonces, cuando leo la frase de Schubert, no puedo dejar de asociarlo con las reivindicaciones que realiza el artista desde que asume su conciencia como tal: ser un pararrayos. Es cuando el artista se asume como un catalizador y editor de lo real, sobre lo que se imagina para que suceda. ¿Quiénes nos dan herramientas para hacerlo? Los artistas nos dan esos elementos que se conectan directamente con la felicidad. Crear como sinónimo de ser y estar.

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