Por P.J.H. Al igual que ciertas prácticas socioculturales como la religión, el fútbol impone diferencias muy marcadas en los modos de interpretación de sus narrativas. Y esas diferencias reconocen como frontera primera el grado de involucramiento. Esto es, la diferencia entre nativos y forasteros, entre propios y ajenos. Con la película Mi mundial, dirigida por Carlos Morelli con guion basado en una novela de Daniel Baldi, exjugador de fútbol devenido escritor, esa frontera se vuelve más poderosa. Para la feligresía futbolera, la realización está surtida de referencias, guiños, imágenes, relatos tributarios a un modo de vida apreciado y fundamental para ciertos funcionamientos simbólicos que se sostienen en poderosos arquetipos. Para el extranjero, en tanto, la propuesta se complica. Los juegos referenciales lo alejan del relato, especialmente por la activación de excesivos sobreentendidos. Y la situación se complica aun más por el esquematismo de la narración y el exceso de previsibilidad, resultado de apelar a formas y procedimientos que despojan de complejidad a personajes y situaciones. Dicho de otra forma, todo resulta funcional a lo más conservador (o reaccionario) del ambiente futbolero: esos símbolos que sólo tienen lógica en el misógino y absurdo escenario de la discusión bolichera o tribunera, en la que todos son directores técnicos. Mi mundial se articula con el esquema “chico-pobre-del-interior”, poco afecto al estudio, pero muy talentoso con el manejo de la pelota, que intenta, tras ser seducido por un maquiavélico cazador de talentos (feo, brasileño, con look de “mafioso tropical”), abrirse paso en la vidriera profesional. A esto se anuda la figura del padre obrero y preocupado por el bajo rendimiento académico del pibe; la figura de la madre que ve en la carrera de su hijo una oportunidad para salir de la crisis; la noviecita adolescente, que pese a desilusiones varias, sigue enamorada del pibe; el padre de la chica, inteligente en sus observaciones y figura tutelar de esa joven relación amorosa; y la estrella futbolística, en este caso Diego Lugano, que fuera de pantalla opera como la vía para difundir el mensaje moralizante. Con este paquete, la peripecia naufraga en lo cantado: al chico, Tito, no le va bien, porque cede a los males que acorralan al espíritu deportivo y, tras un muy fugaz contacto con la fama, tiene que empezar otra vez de cero. En ese proceso, algunos personajes como el del padre, interpretado por Néstor Guzzini, la madre, encarnada por Verónica Perrota, o el padre de la novia, interpretado por César Troncoso, no despegan ni logran aportarle profundidad a las anécdotas futboleras ni a la colección de interesantes tomas de jugadas, pese a los correctos desempeños actorales (y sí, sobre todo con Perrota y Troncoso, la calidad interpretativa se luce a pesar de una realización pobre). Del otro lado de esta interpretación; el futbolero de alma encontrará, como se dijo, todo el arsenal de imágenes para su tributo ante el altar de la pelota. Pero nada más.
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