En Las cartas que no llegaron, dice Mauricio Rosencof que “uno no es solo lo que está de su piel hacia adentro, que uno es uno y todo lo demás, que uno es uno y sus padres, uno y sus hermanos, uno y sus amigos, uno y su perro, uno y sus compañeros. Que uno es uno y todo lo demás”. Yo agrego que uno también es en la medida en que puede contar su propia historia y aunque la carta, así como la conocimos los veteranos -aquellas que se enviaban por correo postal o se entregaban en forma presencial-, ya casi no existe, creo que es fundamental recurrir a ellas y recoger los testimonios de un tiempo vivido, de unas historias humanas que merecen ser tenidas en cuenta y de una modalidad de escritura que rescata no solo lo narrado, sino esa grafía que es tan única en cada uno de nosotros.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
Así es que en uno de los liceos nocturnos de Montevideo, tres profes, Susana, María Elena y María de los Ángeles, se propusieron tomar las cartas de los abuelos como pretexto de trabajo para generar a través de la interdisciplina los conocimientos curriculares de cada una de sus asignaturas -Educación Visual y Plástica, Inglés e Italiano- y dar un paso más allá en relación a los valores.
Yo no pude resistir la tentación de indagar acerca de esta experiencia. La idea, según me cuentan, fue partir de la tradición uruguaya del mes de agosto como mes de la nostalgia para abrir una mirada al pasado a través de la palabra escrita de sus protagonistas, lo que habilita la recreación de aquellos tiempos y la valoración del encuentro intergeneracional entre los que hoy son más veteranos y estos adultos, nuestros estudiantes que se encuentran terminando el bachillerato.
Las bondades del encuentro entre generaciones son múltiples en cuanto al acercamiento a los otros, a la sensibilidad que se juega en esas instancias de cruce de vidas, la necesidad de comprender lo que los veteranos narran. Así es que el proceso se inicia convocando a todas las personas nacidas antes de 1955 a contar sus historias en relación al rescate de la vida cotidiana en las primeras décadas de su existencia. Se les pidió que fueran textos breves, de no más de cien palabras en los que contaran cuáles eran sus actividades habituales, qué objetos se usaban con frecuencia para sostener la vida de la familia, qué hacían en su tiempo libre. Se agregó en la convocatoria que cada carta tuviera como destinatarios a los y las estudiantes del liceo y que estuviera escrita preferentemente en forma manuscrita. Así aparecieron cartas de abuelos y abuelas de los propios estudiantes, de madres, padres y abuelos de profesores, de vecinos y vecinas del barrio, vivencias verdaderamente emotivas de estudiantes que contaron con emoción ese acercamiento para recoger la palabra de sus mayores, incluso ayudándolos a escribir.
La canción “Carta de abuelo”, de la argentina Georgina Hassan, se ofreció como “disparadora”, una invitación a escribir para provocar el encuentro entre todos :
“Cuando la tarde se vuelve violeta,
la nieta se pone a pensar:
¿será que mañana reciba su carta?,
el sueño me lo dirá”.
Una carta es un retazo de papel que sirve de sostén para las palabras que como hilos cruzados y enlazados forman el tejido. Es un tejido victorioso, que vence al tiempo y sus futilidades porque dura y perdura y actualiza el pasado haciéndolo presente a través de la palabra escrita. Así que la clase de estos adultos -nuestros estudiantes- se convirtió en un remolino de historias de abuelos y abuelas, de niños y niñas de otras épocas, un mundo sin pantallas, en muchos casos rural, en la mayoría atravesado por las privaciones y la escasez de formación escolar. Un mundo en el que se concebía a los niños como adultos chiquitos -recordamos pocas veces que el concepto de niño y niña, y sobre todo el de sujeto de derechos, es muy actual- a los que se mandaba tempranamente a trabajar.
En ese mundo tan distinto, los calentadores funcionaban con alcohol azul, se lavaba en piletas de cemento con ranuras o sobre tablas y se cocinaba en Primus, aquellos contenedores circulares que servían de base para una rejilla que a modo de hornalla se utilizaba para apoyar las ollas. Se usaban unas planchas muy pesadas de hierro que contenían brasas para calentar el material y alejar las arrugas y se almidonaba la ropa, sobre todo las túnicas blancas para ir a la escuela. Las radios eran a batería y el agua un bien preciado que muchas veces, sobre todo en el medio rural, había que salir a conseguir.
María de los Ángeles, la profe de inglés me dice: “Nuestra nostalgia está impregnada de los recuerdos de los mayores, recuerdos que nos sirven para aprender, comprender y valorar nuestro presente”. Es una suerte de interacción intergeneracional, tan necesaria para el desarrollo de lo humano, en este mundo nuestro en el que el vértigo, el apuro, la urgencia, nos priva a veces de conversar con quienes son portadores de la historia.
El liceo 58 se llenó de los objetos de antaño, los estudiantes debieron buscar fotografías, indagar sobre los usos, dibujarlos, traducir a otras lenguas esas cartas entendiendo que no solo es difícil a veces encontrar la palabra exacta que pueda representar la misma idea, el mismo objeto, “incluso problematizar sobre si es posible decirlo de otra manera”, me dice la profe.
Educar, cualquiera sea la edad de nuestros estudiantes, es abrir procesos humanizantes, es trabajar con valores, es hacer memoria, rescatar la memoria de lo cotidiano valorando el pasado para comprender el presente, por eso siento que la carta es un instrumento poseedor de historias, despertador de afectos, generador de encuentros. “Carta de abuelo, sobre sepia,
letra infantil que se despereza”, dice Georgina Hassan, y yo creo que es una gran verdad, que hay que conectarse para desterrar la pereza de un encuentro intergeneracional que es tan necesario.