El año pasado cometí una omisión imperdonable. Se me pasó hablar en esta columna de los 100 años de Frida Kahlo, que se cumplieron el 6 de julio de 2017. Frida se me olvidó, y eso que su imagen anda desde hace rato por el mundo, provocando mucho ruido y escamoteando, en el fondo, todas y cada una de las señas de humanidad de esa artista que nos sigue inquietando desde el caleidoscopio de sus obras. ¿De sus obras? ¿Será posible pretender, a estas alturas, que Frida nos esté hablando desde el arte? Yo creo que más bien no nos habla, o, si lo hace, es sólo para reafirmar por milésima vez que el sufrimiento padecido en vida no se limitó a su cuerpo, sino que, encima, como si fuera poco, se proyectó a lo único que podía hacerla trascender: sus creaciones artísticas. Es así; a Frida nos la han escamoteado, nos la han vendido y nos la siguen vendiendo a través de una cruel banalización de sus hechos y dichos, su tocado de flores y sus cejas. La han convertido en símbolo de cualquier cosa menos de lo que debe ser: una artista particular y fundante, una que está ahí, al alcance de la mano -o, mejor dicho, de los ojos- de cualquier sincero interesado en la expresión artística, quien de seguro se sentirá revolucionado y conmovido hasta los huesos si la contempla en serio. A Frida sólo la miramos, hoy por hoy, desde el foco voraz del consumismo y la mercadotecnia, y los culpables de semejante entuerto son, de manera principal, sus propios herederos. Hablo de la familia, y más concretamente de su sobrina directa, Isolda Kahlo, de su sobrina nieta, Marcela Romero Kahlo, y finalmente de Mara de Anda, nieta de la primera, quien autorizó el uso de su nombre a un montón de empresas comerciales, dedicadas a los más variados rubros, bajo el argumento de que, de ese modo, se lanzarían al mercado artículos de buena calidad y se combatiría la piratería ya creada en torno a su figura. Cabe preguntarse, sin embargo, de dónde surge la piratería. No del arte de Kahlo, o por lo menos no exclusivamente de su arte, sino de lo que yace del otro lado de las pinturas; una mujer de carne y hueso cuya biografía dio y dará qué hablar, y que terminó erigida en una marca comercial. Frida representa hoy un corsé relleno de dólares. Así fue creada en 2004 la empresa Frida Kahlo Corporation, con oficinas en ciudad de México, Estados Unidos y Miami. De todo, como en botica. Frida se multiplica ahora en muñecas, remeras, tazas de oficina, zapatillas deportivas, chales, pañuelos, gorros, productos naturistas y todo lo que pueda ser vendido y comprado en este mundo. Hasta un avión posee, sí señores; un Boeing 777 de la línea Aeroméxico lleva su nombre. Alguien podría sostener -y de hecho, muchos lo sostienen- que el asunto no es malo. Refuerza, después de todo, la identidad mexicana, tan ninguneada durante los últimos cinco siglos, y vuelta a enchastrar por el inefable Trump y sus secuaces. Refuerza también la propia identidad de la pintora, peculiar, poderosa y proclive a la exhibición. Algo muy similar ha acontecido con Joaquín Torres García, podría decirse; existe, no obstante, una marcadísima diferencia; siempre, en todos los casos, lo que se comercializa de Torres son las réplicas de sus obras pictóricas y sus juguetes, pero jamás su persona como tal. No andan por ahí sus lentes, su barba y su sombrero; no se cosificó, en suma. Será por eso que en el caso de Frida se alzan miles de voces indignadas. La escritora mexicana Elena Poniatowska alegó hace poco que “se pretende martirizar su memoria”, que la familia sólo busca “hacer un negocio”, que la han convertido nada más que en una mercancía; y que su propio arte, lo más preciado para cualquier creador, después de 50 años “se degrada con un logotipo para vender chales”. No podemos saber qué opinaría Frida de tan vertiginosa campaña capitalista en torno a su persona. Yo, en lo personal, me atrevo a asegurar de que no le agradaría mucho que digamos. Tal vez deseó, sí, que su imagen de mujer sufriente, apasionada y combativa inspirara a miles o a millones de personas en el mundo. Tal vez se sonreiría ante la posibilidad de que las jovencitas adoptaran sus célebres tiaras de flores o la llevaran en la tapa de sus cuadernos escolares, bien cerca de su pecho, como si fuera un medallón. Pero no creo que se sintiera muy feliz si descubriera la ferocidad del lucro que se esconde detrás de todo esto. Es que una cosa es celebrar o querer celebrar un culto a Frida, a su imagen, a sus símbolos ardientes y contradictorios, y otra cosa es enriquecerse a sus costillas. Es demasiado fácil, además, pasar de un pretendido culto a la más brutal de las deformaciones. Fíjense lo que viene pasando con Ernesto Che Guevara, otro de los nuevos “mediáticos” que han caído en el ruedo de la mercadotecnia. Se comenzó primero por ensalzar su memoria y su lucha revolucionaria. Hasta ahí, más o menos bien; existía una coherencia mínima, dado que si por algo se destacó en vida, fue por ser precisamente un revolucionario. Lanzado más tarde al mercado, terminó estampado en las conocidísimas remeras, pósters, posavasos, pañuelos, gorros y toda la parafernalia consabida. Pero últimamente se ha caído en la más franca locura, o tal vez en una obscenidad descarnada. Así como la imagen del David de Miguel Ángel, que -tal dijera mi abuela- ha sido utilizada para promocionar marcas de calzoncillos y de jeans, desvirtuado por completo de su símbolo de pureza y arrojo como el matador del gigante Goliat, apareció hace poco el mismísimo Che, con lentes de sol marca Ray Ban y un habano en la boca, para promocionar la venta de oficinas y apartamentos de lujo en la ciudad inglesa de Bristol. El atropello se completó con un anuncio gigantesco: “Un lugar revolucionario para vivir y trabajar”. ¿Qué nos deparará el destino respecto de la imagen de Frida? ¿Cuántos de sus admiradores conocen aunque más no sea una de sus pinturas? ¿Cuántos han dedicado unos pocos minutos de su tiempo a contemplar una de esas obras “con ojos limpios”, como pedía H. Gombrich, el famoso crítico de arte, también británico? Menos mal que ahora, en Uruguay, desde el pasado 22 de marzo hasta el 10 de junio, el Museo Nacional de Artes Visuales ofrece una exposición de obras de Frida, Diego Rivera y Fernando Botero, entre otros creadores. Me parece que el acto de concurrir al museo, de pararse frente a esas pinturas y de escudriñar el adentro y el afuera de la línea, del color y de las formas, de lo que está dicho y no está dicho, de lo que puede parecer evidente y de lo que brota únicamente mediante el vínculo entre obra y espectador, es la única manera legítima y honesta de conocer a Frida Kahlo. Asomarse no sólo a la faceta desafiante de su personalidad, sino también a su drama y a su tristeza existencial; no sólo al despliegue casi histriónico de trajes típicos y de joyas, sino a su dolor y sufrimiento; no sólo a su desenfado de mujer liberada, sino a su oscuro origen de mestiza, perteneciente a este tercer mundo plagado de violencia y de desigualdades. Asomarse, en suma, a todo eso que la inmediatez del mercado no puede sustituir, porque el mercado jamás fue ni será arte, sino apenas un derroche de ingenio dirigido a generar dinero y a degradar, de paso, todo lo que se cruza en su camino. La supervivencia de Frida como dolor, arte y libertad no nos puede ser dada por una marca comercial que la banaliza y en cierto modo la condena. Si usted desea, lector, encontrar cualquier rastro de memoria, huellas de vida y eco de las voces de Frida, no compre una remera con su imagen. Vaya al Museo Nacional de Artes Visuales, enfrente cada obra con la mente lanzada en caída libre y con los ojos limpios. Tal vez ese sea el único medio para llegar a ella, a usted, al corazón del arte.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARME