Me acuerdo de mi llegada a Melo, aquella noche de julio, como a las cuatro de la mañana. Bajé en la terminal, muerta de sueño, tironeada entre el calor asfixiante del ómnibus y la helada que me esperaba afuera. Tomé un taxi. Enfilamos las calles dormidas del pueblo, y en algún punto me conmovió el olor profundo del pan recién horneado, al pasar frente a una panadería de puertas todavía cerradas. Hicimos unos cinco kilómetros de ruta y después nos adentramos en un camino de tierra, lleno de cuestas y de hondonadas, sin una sola luz, a no ser la de la luna llena, que nos alumbraba con su resplandor galvánico. No me pesa que ninguna de esas cosas, a pesar de lo bien que las recuerdo, haya sido fotografiada; ni siquiera la luna, porque corría demasiado rápido entre nubes y árboles. La mayor parte de las circunstancias de la vida, incluso hoy, en este mundo donde la tecnología está al alcance de la mano, escapa a su captura en una imagen, por desgracia y por suerte. Pero el momento en que llegué a la chacra de mi padre, cuando abrí la portera y salieron a ladrarme los perros, pervive en mi memoria con la nitidez de lo que debe permanecer intacto, y qué lástima, por tanto, no haber tenido la ocurrencia o el medio de fotografiarlo. Yo caminaba hacia la casa, la luz de la cocina estaba prendida y allá adentro pude ver a mi padre, de pie, cerca de la mesa. La lámpara le alumbraba el pelo blanco y el bigote; me esperaba, manso y plácido, con su camiseta de dormir y esa extraordinaria paz que siempre le conocí. Ahora, mientras escribo esto, elijo esa escena entre cientos y miles de recuerdos, y descubro que de haber tenido una cámara en la mano -o al menos un celular con cámara, que era imposible conseguir hace diez años-, yo habría fotografiado ese momento, el de la noche caída sobre Melo, la luna que miraba y se escondía, y mi padre aguardando bajo el foco dorado de la lámpara. Quiero añadir que este puntual recuerdo se agitó y cobró vida en algún lugar de mi ánimo al abrir cierto libro de fotografías, acompañado de poemas y de frases breves. Se trata de una pequeña obra titulada Imagen&palabras (2017, Tacuarembó, Uruguay), recién salida, como quien dice, del horno, cuyos autores, Ciro Ferreira y Pablo Benavides, han querido crear un contrapunto entre las fotografías del primero, por un lado, y los textos de Circe Maia y de Washington Benavides, por el otro. Lo mejor del libro, en mi modesta opinión, es que no habla solamente del fotógrafo y de los poetas. Es ante todo, para el ojo que mira, un asunto de honda y personalísima evocación, y tal vez en eso resida su mayor valor. Es una obra pequeña, con imágenes tomadas en escenarios muy variados -aclaro que no se trata solamente de lugares de nuestro país-, pero a partir de su ensamblaje entre lo visual y lo escrito, mueve y conmueve, hace vibrar alguna fibra íntima del espectador, asalta las fronteras del tiempo y del espacio. Como dije, no se refiere sólo a Tacuarembó, como podría creerse, habida cuenta de que sus autores son todos de ese departamento, o por lo menos han vivido o nacido en ese sitio. Incluye un espectro de fotografías tomadas por Ciro Ferreira a lo largo y a lo ancho del mundo, o poco menos. Esta misma peculiaridad hace que no posea un tema definido; más bien su hilo conductor reside en esa mixtura de las que nos habla el propio título. El atractivo del libro no se reduce a lo que las imágenes muestran y lo que las letras dicen (a veces, son unas simples frases que no pasan de un renglón), sino que abarca también lo que no se ve ni se dice, allí donde la cámara no ha podido o no ha querido dejar huella; allí donde la frase, concisa, se termina, pero deja rebotando una idea. Y entonces, de lo mostrado a lo oculto, el lector siente y, más que nada, recuerda -por aquello de la evocación- sus propias experiencias, etapas y momentos de vida. Bien dice Ludwig Wittgenstein, en el prólogo a su Tractatus: “Posiblemente sólo entienda este libro quien ya haya pensado alguna vez por sí mismo los pensamientos que en él se expresan, o pensamientos parecidos”. Todos hemos visto alguna vez un arroyo y un puente, un monte de eucaliptus, una pradera ondulante, y con un poco de suerte habremos visto también a una viejita que sale de entre los árboles, con su pañuelo anudado bajo el mentón, sus pobres vestidos y su aspecto de bruja, cargada de ramas o de charamusca, como decía mi abuela (esa misma charamusca que me mandaba juntar, temprano en la tarde, para prender el fuego de la salamandra de hierro); y si además de haber visto esas cosas, las pensamos, y si alguna vez llegamos a ponerlas por escrito, entonces hemos dado nacimiento a una dimensión poderosa. De la imagen al verbo, o del verbo a la imagen, terminamos por construir un mundo, damos forma y color a un universo que tiene mucho de su creador puntual (el fotógrafo, en el caso de una instantánea, o el poeta si se trata de un verso), pero también de los otros, los que andan por ahí y un buen día se topan con esas creaciones, estampadas en las hojas de un libro que, en este caso, se llama Imagen&palabras. La mayor riqueza del arte reside, no tanto en la maestría del artista (que es fundamental, entiéndase bien, porque sin ella no puede sobrevenir todo lo otro), sino en las intransferibles y particulares sensaciones del espectador; el arte hace aflorar cosas que uno ni siquiera imaginaba llevar dentro, resquicios del pasado por donde van filtrándose olores, colores y sonidos, pasos y voces. La imagen de mi padre se me apareció, justamente, al llegar a una página de este libro (aclaro que no están numeradas, lo cual dificulta en parte su análisis) donde me salió al encuentro la foto de una chacra, extendida de una punta a la otra del papel, y es tan parecida a la paterna, que por un instante me regresé en el tiempo y hasta me pareció sentir, de nuevo, el olor acre de la ruda macho, el astringente de las margaritas y el más dulzón del jazmín del país, y todo ese conjunto atravesado por las rayas de sol, alargadas y oblicuas, que le advierten a uno que es llegada la hora de juntar la leña para prender la cocina económica y aprontar el mate. Debajo de la fotografía, una frase de Benavides expresa: “Vas llegando a la chacra, y el aire se te amplía, como el horizonte, y la arboleda que pone sombras benéficas, al hombre cansado y con la frente luminosa de sudor”. Agrego a estas reflexiones, que no constituyen una crítica literaria o estética, ni mucho menos, las impresiones que me suscitó la primera foto del libro, que viene acompañada de un poema de Washington Benavides, acaso el más largo de la obra. La imagen muestra dos grupos de hombres a caballo. “Los persiguió en una serie de tomas”, dice el poeta en su primera estrofa. Y en referencia al monte cercano, que también se ve en la foto, el poeta nos habla de “ese camino de rigurosa piedra, con eucaliptos a la izquierda (¿No oyes los loros, dime?)”. Y resulta que sí; uno no solamente oye los loros, sino que se acuerda de una multitud de escenas de arroyos y de montes con sus altas copas recortadas en sombra, de serranías, de mares y de cielos, y, como si fuera poco, a uno le saltan por el sitio menos sospechado escenas mucho más recientes: la última vez que presencié un furioso concierto de cotorras fue durante este verano, en La Paloma; en un terreno baldío florecido de campanillas azules gritaban como locas no menos de treinta o cuarenta de estas aves, paradas en el pasto. Quiero cerrar estas descripciones con otro elemento que me conmovió particularmente. Es la imagen de una adolescente, a la que se suma un poema de Circe Maia, titulado ‘Una foto de Nira’. “Una niña sentada y su reflejo, en el vidrio a su lado… falsa quietud la imagen, falsa calma. […] Sale con limpia fuerza, es un sonido que está, sin ser oído. Movimiento no visible, existente por detrás de la imagen”.
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