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Editorial

La LUC eliminó la obligación de mandar a los niños a la escuela

Por Leandro Grille.

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Caras y Caretas Diario

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En el medio de la peor ola de contagios desde que se detectaron los primeros casos el 13 de marzo del año pasado, el presidente Luis Lacalle Pou reunió excepcionalmente a su Consejo de Ministros por cuatro horas y ofreció una conferencia de prensa para anunciar medidas. Las medidas anunciadas se apartaron decididamente de las recomendaciones del GACH, que emitió un comunicado varias horas antes para alertar de la gravedad de la situación y reiterar el paquete de medidas propuestas en su documento del 7 de febrero para el caso de alcanzar una situación epidemiológica como la actual. El presidente lisa y llanamente ignoró el grueso de las propuestas y solamente dispuso unas pocas y muy acotadas medidas que, para los expertos, son tibias e insuficientes.

La única decisión llamativa que adoptó el presidente fue la suspensión de la obligatoriedad de la educación. Su frase exacta fue: “Se deja en suspenso la obligatoriedad en todo el sistema educativo y en todo el país”. Léase bien: suspendió la obligatoriedad, pero no las clases que se continuaron dictando de forma presencial.

La suspensión de la obligatoriedad en el sistema educativo se tradujo en los días subsiguientes en una caía significativa de la asistencia, por los menos a los centros de enseñanza del sistema público, pero la polémica quedó instalada porque la medida otorgó a los padres y madres discrecionalidad absoluta sobre la concurrencia de sus hijos a escuelas y liceos, contraviniendo un principio rector de la educación vareliana incorporado en el primer inciso del artículo 70 de la Constitución de la República, que reza: “Son obligatorias la enseñanza primaria y la enseñanza media, agraria o industrial”.

La suspensión de la presencialidad, como sucedió durante buena parte del año pasado y como dispuso el gobierno el mismo martes para la capital del departamento de Rivera, o incluso la suspensión temporal de las clases, no es lo mismo que la suspensión de la obligatoriedad, que es una medida filosóficamente muy distinta, porque a diferencia de una decisión política o sanitaria activa del Estado que corre para todos y todas por igual, es una retirada del Estado de su responsabilidad de salvaguardar el derecho a la educación de los niños y las niñas, y depositar completamente en las familias lo que pase con ellos. Por supuesto, una iniciativa de este tipo perjudica de forma directa a los niños social y económicamente más vulnerables, porque son estos los primeros que se desvinculan del sistema educativo si se retrocede en su obligatoriedad.

Así que, en términos prácticos, la estratega principal del gobierno para aplanar la curva de contagios no fue reducir la movilidad social de toda la población, sino reducir drásticamente la movilidad social de la población más débil, estimulando la inasistencia a los centros de enseñanza de los niños y niñas vulnerables, que, como dijimos, son los primeros que se desvinculan de los centros educativos si se retrocede en la obligatoriedad. Por cierto que el gobierno puede alegar que eso no fue lo que dispuso de forma directa, y que en realidad dejó todo en mano de los padres, pero la historia demuestra muchas veces los sesgos socioeconómicos de la voluntad. Así que cuando el presidente suspendió la obligación sabía lo que estaba haciendo y su impacto desigual sobre la niñez y su efecto previsible sobre la desigualdad.

Ahora bien, cabe la siguiente pregunta: ¿si la Constitución establece la obligatoriedad de la educación, puede el presidente suspenderla? Evidentemente no y menos en los términos en los que lo hizo el presidente Lacalle Pou (recordemos: “Se deja en suspenso la obligatoriedad en todo el sistema educativo y en todo el país”). Simplemente esa fórmula no está a su alcance, es írrita y nula, como popularizó la declaración de independencia: “Írritos, nulos, disueltos y de ningún valor para siempre”.

Pero resulta que las cabecitas del gobierno hicieron trascender una explicación. Para ellos, lo obligatorio es la educación, pero no la asistencia. Y lo que Lacalle Pou habría querido hacer (aunque no fue lo que dijo) fue suspender la obligatoriedad de la asistencia, como tituló al día siguiente el diario El País, vocero oficioso del presidente.

Esta distinción sutil entre obligatoriedad de la educación y obligatoriedad de la asistencia asombra a nuestra historia, toda vez que para los uruguayos, la obligatoriedad de la enseñanza primaria y básica siempre había significado que los niños, niñas y adolescentes concurrieran a los centros de enseñanza o, en caso de fuerza mayor, como ocurrió el año pasado por la pandemia, tuviesen algún tipo de educación por medios no presenciales. Y así mismo estaba regulado por el artículo 7 de la Ley de Educación de 2008, en el que se reglamentaba la obligatoriedad de la educación con una disposición inequívoca: “Los padres, madres o responsables legales de niños, niñas y adolescentes tienen la obligación de inscribirlos en un centro de enseñanza y observar su asistencia y aprendizaje”.

Pero -¡atenti!- resulta que la obligación de inscribir a los niños, niñas y adolescentes en los centros de enseñanza y asegurar su asistencia y aprendizaje fue derogada por el artículo 127 de la Ley de Urgente Consideración del año pasado, en un cambio filosóficamente repugnante y cuyos efectos a mediano y largo plazo pueden ser devastadores, que no ha gozado de la atención que merece. Es que el artículo 127 de la LUC sustituye el artículo 7 de la Ley de Educación y, justamente, suprime la obligación de las familias de inscribir a los chiquilines en escuelas y liceos, transformando la concurrencia a la educación formal en algo meramente optativo, una más de las formas de asegurar la educación de las personas, cuya obligatoriedad abstracta se mantiene.

En un artículo publicado en el diario El País se revela el trasfondo tremendo de esta modificación contenida en la LUC. Dice ahí: “Sin embargo, hay otro debate que queda abierto: ¿lo obligatorio es la escuela o la educación? La Ley de Educación de 2008 establecía que era la asistencia al centro educativo, pero la LUC lo modificó. En su último libro filosófico, el ministro Da Silveira da a entender, en base al artículo 68 de la Constitución, que lo obligatorio es la educación. Eso supondría que se puede educar a un hijo en la casa, algo que se admite en Estados Unidos (2,5 millones de niños lo hacen), Australia, Francia, pero no en la mayoría de Estados de Europa ni en América Latina.

Es curioso que ni la oposición ni la Academia hayan reparado en esta barbaridad, pero hay que decirlo con todas las letras: el gobierno suprimió la obligación de que los niños vayan a la escuela. Y no lo hizo por la emergencia sanitaria, lo hizo en la Ley de Urgente Consideración, en la misma ley que estableció el gatillo fácil y los chorizos caseros.

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