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Columnas de opinión | polémica | independencia | Uruguay

Identidad

Sobre el 4 de octubre y la polémica por nuestra independencia

Estamos inmersos en un mar de acontecimientos más o menos contrapuestos, en los que sobresalen los tironeos de poder entre sistemas, ideologías, caudillos e imperios; todo lo cual aviva el fuego de la polémica.

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Los pueblos, como los individuos y las familias, requieren narraciones acerca de sí mismos. De dónde venimos, quiénes fueron nuestros padres, abuelos y bisabuelos, qué peripecias les tocó padecer; en el caso de los pueblos, nos preguntamos cuándo y por qué se les ocurrió a nuestros fundadores la idea de una revolución, una separación, un proyecto, una promesa, un nacimiento. Si definir o establecer esto es un asunto problemático para muchas naciones, para los uruguayos supone un dilema mayor. Estamos inmersos en un mar de acontecimientos más o menos contrapuestos, en los que sobresalen los tironeos de poder entre sistemas, ideologías, caudillos e imperios; todo lo cual aviva el fuego de la polémica. Mientras tanto, la interrogante permanece, ¿cuándo nos independizamos los orientales? Se han manejado al menos dos fechas clave: el 25 de agosto de 1825 y el 18 de julio de 1830. Pero hay quienes agregan, para complicar aún más el panorama, el 4 de octubre de 1828, fecha en la que los gobiernos argentino y brasileño suscriben la Convención Preliminar de Paz, aquella que, con la garra del león británico de por medio, puso fin a las apetencias de nuestros voraces vecinos, al menos de momento y, en demostración de buenas intenciones, reconoció la independencia de la futura República Oriental del Uruguay. Pero, ¿puede un reconocimiento extranjero entenderse como la fecha de nacimiento de una nación, más allá de las pautas del derecho internacional? ¿No será éste un criterio demasiado frío, protocolar, casi administrativo, por no decir francamente aburrido? ¿Dónde quedan aquí cosas como la épica, los altos ideales, el sacrificio y la leyenda? ¿No habrá ningún acontecimiento anterior que justifique, avale, explique o aclare semejante (y sospechoso) pronunciamiento extranjero? Y de existir tal acontecimiento anterior, ¿no sería lógico, razonable y prudente remitirse a él? La polémica, como vemos, sigue en pie. Todavía faltaría añadir -pues olvidarlo sería no solamente un acto de injusticia, sino también una incongruencia- el acto primigenio, o la narración primera llevada a cabo en nuestra tierra, en la senda de la liberación, pero también en la del sentimiento, que sigue siendo el principal motor del ánimo de las comunidades humanas. Desde fines de 1811 la revolución artiguista se pronunció en favor de la soberanía particular de los pueblos. En abril de 1813 los orientales, en el Congreso de Tres Cruces, integrado por delegados de unos veinte pueblos y villas, se pronunciaron categóricamente en favor de la independencia absoluta. Hicieron algo más: dieron nacimiento formal a la Provincia Oriental, delimitaron su territorio, plantearon la necesidad de un gobierno y de una constitución y redactaron el texto de las Instrucciones del año XIII. Allí encomendaron a los delegados que comparecerían ante la Asamblea Constituyente reunida en Buenos Aires: “Primeramente pedirá la declaración de la independencia absoluta de estas colonias, que ellas están absueltas de toda obligación de fidelidad a la Corona de España, y familia de los Borbones y que toda conexión política entre ellas y el Estado de la España es y debe ser totalmente disuelta”. Esta intención libertaria e independentista, que recorre de punta a punta el documento, no se limita a un mero pedido, sino que emana de la voluntad general, expresada en el soberano Congreso de los Pueblos Libres, y como tal posee valor por sí misma, con prescindencia de que los delegados orientales hayan sido admitidos o no en el cuerpo de la Asamblea. Es coherente, además, con la Oración Inaugural del Congreso de Tres Cruces, pronunciada por José Artigas “delante de Montevideo, a 4 de abril de 1813”, en la que realiza varias referencias a una libertad ya obtenida, ya plasmada en los hechos por “la voluntad general: “Si somos libres, si no queréis deshonrar vuestros afanes… y si respetáis la memoria de vuestros sacrificios, examinad si debéis reconocer la Asamblea por obedecimiento o por pacto… y al fin reportaréis la ventaja de haberlo conciliado todo con vuestra libertad inviolable”.

A mayor abundamiento, como suelen decir los juristas, está el juramento que debían prestar los integrantes del gobierno provincial o “Gobierno Económico” de Canelones, creado el 20 de abril de 1813, al asumir su cargo: “Juráis que esta Provincia por derecho debe ser un estado libre, soberano e independiente, y que debe ser reprobada toda adhesión, sujeción y obediencia al rey, reina, príncipe, princesa, emperador, o gobierno español y a todo otro poder extranjero cualquiera que sea”. Y si aún quedaran dudas sobre estos diáfanos e incontestables actos de voluntad en pro de la liberación y la independencia, poseemos algún otro dato en tal sentido: “Ha más de un año que la Banda Oriental enarboló su Estandarte Tricolor y juró su Independencia absoluta y respectiva”, escribía José Artigas a Juan Martín de Pueyrredón el 24 de julio de 1816, pidiendo que informara de ello al Soberano Congreso. Se refería al juramento realizado por sus soldados el 13 de enero de 1815, poco después de la victoria sobre las fuerzas del Directorio porteño, por la que pasó a manos de la revolución, de manera efectiva, todo el territorio de la Provincia Oriental, y se enarboló en Montevideo el pabellón tricolor.

¿Por qué no se tomó desde la primera hora alguna de estas fechas, la del 4 o la del 20 de abril de 1813, o la del 13 de enero de 1815? Porque las banderías partidarias cumplieron su papel entre nosotros, y lo hicieron a fondo. El partido blanco, olvidado del largo y doloroso periplo libertario del pueblo oriental durante la saga revolucionaria artiguista, reivindicó la fecha del 25 de agosto de 1825, para enaltecer a sus líderes Lavalleja y Oribe. El partido colorado hizo lo propio con la figura de Fructuoso Rivera, al pretender interpretar la conquista de las Misiones, de 1828, como el acontecimiento decisivo que llevó a reconocer la independencia de nuestro territorio, así como a la Jura de la Constitución, el 18 de julio de 1830. La historiografía se alineó, de manera consecuente, con una u otra versión, y hasta el Parlamento (ante el cual fue llevada esta cuestión) resultó dividido: la Cámara de Representantes votó a favor del 25 de agosto, y la de Senadores lo hizo en respaldo del 18 de julio. La última palabra la tenía la Asamblea General, pero esta, de muy diplomática manera, jamás se reunió para pronunciarse. El tiempo transcurrió, y más de una voz se alzó para recordar la primera gesta de nuestra libertad, aquella que de 1811 a 1815 abrió un camino nuevo. El debate no está zanjado, y acaso no lo estará jamás. Los pueblos no necesitan anclarse en esta o en aquella fecha precisa para saber que han nacido, o para afirmar su identidad colectiva. Alcanza con no perder la memoria, con tener las ganas y la valentía suficientes como para asomarse a la historia, para saludarla, interpelarla, hacerla decir, iluminarla en sus sitios oscuros, esos sobre los que muchos desearían tender un espeso manto de silencio. Vendrán después las interpretaciones, es decir las búsquedas de sentido, tan consustanciales a los seres humanos como lo es su paso por el mundo. Pero vendrán después, y no antes, porque la exigencia de sentido implica, para ejercer la tarea con un mínimo de seriedad, la fatiga del más riguroso análisis.

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