Las grandes crisis provocan pequeñas crisis. Cuando se me pidió que escribiera un relato para el libro Cuentos de la peste (editorial Fin de Siglo), obra recién salida del horno en la que participaron 27 escritores nacionales, me enfrenté no tanto a una página en blanco (esa suerte de vacío mental casi nunca me sucede), sino a mis propios fantasmas o monstruos interiores. Y me di cuenta, recién ahí, recién frente a esa primera página, que esos monstruos ya vienen siendo demasiados. Crisis sanitaria, crisis laboral, crisis económica, crisis de almas. Cada uno de esos entes entró en mi casa, como si tal cosa, y se instaló en mi vida cotidiana, y lo puso todo al revés.
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La primera evidencia fue el caos, el desorden, el entrevero de las ideas, los deseos, los miedos y las evasiones que, supongo, cada uno de los habitantes del planeta habrá experimentado a su manera. Me parece claro que nadie quedó libre. Nadie se mantuvo a salvo. Unos más y otros menos, los uruguayos y el resto de la humanidad habrán temblado en sus cimientos, como si de un terremoto se tratara.
La segunda evidencia, tan grave como la primera, fue mi momentáneo desapego por la lectura. Los libros me rodeaban, como siempre, pero se mantenían esquivos y enigmáticos. Tomaba uno al azar, leía dos o tres páginas y lo dejaba irremediablemente. Pero un día me fue posible mantener una lectura sostenida con dos obras: una es Historia de mi vida, de Anton Chejov, que no tiene nada (o casi nada) de autobiográfica, sino que es la vida del personaje, un ser torturado, rebelde y en cierto modo revolucionario, en su porfiado objetivo de trabajar con sus manos, a pesar de pertenecer a una clase media acomodada en la que era sencillamente aberrante semejante posibilidad. El otro libro fue La semilla de la bruja, de Margaret Atwood. Libro tan atrapante como el anterior, de este bien se puede decir que introduce un juego de metarrelatos, o de cajas chinas, en las que un director de teatro pretende poner en escena La Tempestad de Shakespeare en una cárcel.
Leer en tiempos de pandemia es muy difícil. Esa es una certeza. Pero ya de por sí la gente lee poco y mal. En el año 2002, una investigación concluyó que el 30% de los uruguayos leía varios libros al año (era para festejar). El año pasado, una consultora llegó a datos alarmantes. El asunto ya no se enfocaba en la lectura de libros, sino en la adicción a internet. Dos tercios de los niños menores de cinco años ya son usuarios (y adictos). Un 25% de adultos se definía como “muy dependiente” de las redes sociales, y un 6% se confesaba “totalmente adicto”, lo que supone seis o más horas diarias dedicadas a internet, a las redes sociales y a las series.
Esa misma encuesta expresa que el 76% de los uruguayos habían visto videos durante la semana en que fueron encuestados. Parece imposible que, encima, les quede tiempo para leer un libro, pero no porque leer lleve demasiadas horas, sino porque sencillamente ocupan el tiempo en internet. La pregunta no es, por tanto, si los uruguayos leen, sino más bien: ¿qué lee la gente que lee? En el fondo poco importa la respuesta. Formulada en esos términos, queda reducida a una suerte de sinsentido frente a la magnitud de lo otro.
La pérdida del hábito de lectura acarrea la pérdida de otras habilidades necesarias no solamente para el conocimiento, sino también para el desarrollo de las propias capacidades cognitivas. Pero cuando nos recomiendan reducir las horas de virtualidad, hacer un alto, ofrecer una tregua a nuestro cerebro violentado por los estímulos de internet; cuando nos ilustran sobre los peligros personales y sociales de la adicción, nos mantenemos ciegos y sordos a semejantes advertencias. Es una lástima. Leer es un ejercicio mental absolutamente diferente. Es introducir la pausa, el bálsamo de la introspección y del silencio, la inmediatez de una página escrita, sin otra expectativa que la de establecer el diálogo con el libro y con uno mismo. Hoy por hoy esto resulta un desafío insoportable, casi una tortura. Pero las redes son peores: nos saturan de sensaciones negativas; hastío, irrelevancia, frivolidad, bajeza moral, competencia estéril con un desconocido contrincante.
Alguien ha dicho que, con la llegada de las redes, se terminó el tiempo. El tiempo de conversar, de compartir momentos en familia, con el vecino e incluso con el eventual compañero de asiento en un ómnibus, en una sala de espera, en una parada, en un bar. También se terminó el tiempo de pensar, y de disfrutar del universo que encierran los libros, la música, el cine, el teatro. Todo se escapa, tragado por la vorágine de los cristales líquidos. Huyen los argumentos, los diálogos, las pasiones y los dramas humanos.
Somos adictos, y la impaciencia de la inmediatez nos puede. En esa danza febril, el encuentro con uno mismo no es viable. El “uno mismo” queda boyando por ahí, sin norte y sin guía, sin afecto y sin redención. ¿Cómo sé que yo sigo siendo “uno mismo” o que he cambiado, o que me he olvidado de mí, si jamás le dedico a ese “uno mismo” un solo segundo decente de mi vida? Ese es para mí uno de los mejores resultados de la lectura de un libro: bucear en el autodescubrimiento.
Las historias del arte, teniendo de nuestro lado la soledad y el silencio, o por lo menos cierta tranquilidad (porque también es posible leer en un ómnibus, o en un bar, o en una esquina del comedor), permiten ganar el tiempo, en lugar de perderlo; permiten construir o meditar en otras experiencias, en otras sensaciones, para después recordar todo eso, volver a determinado pasaje, a cierta descripción, a este o a aquel personaje. Uno no olvida lo que leyó; si es lo bastante bueno, impactante, relevante desde el punto de vista personal y humano, y por eso puede llegar a constituir una experiencia estética insustituible.
Acabo de enterarme de que se publicó una antología de Felisberto Hernández, Cuentos con animales y rarezas, con prólogo de Ricardo Pallares y dibujos de Raquel Barboza (editorial Detodoslosmares, Córdoba, Argentina). Y acaba de llegar a mis manos, también, El run run de las cosas, del escritor uruguayo Pablo Silva Olazábal. Aguardo ansiosamente el momento de asomarme a sus páginas, así sea en modo intermitente, pausado, en lo que en lenguaje musical se denomina staccato (o sea, una nota separada a continuación por un silencio). No solamente me parecen preferibles esas lecturas al vacío renovado, a la inmediatez y a la desesperante intrascendencia de las redes sociales, sino que pueden llegar a ser un comienzo portentoso.
En definitiva, no creo que la mayoría de los uruguayos estén abocados a leer en estos momentos, a pesar de la desolación, de la impotencia, de la amenaza y de la angustia (secreta o no tanto) que nos tienen acorralados. Si algo positivo puede sacarse de la maldita pandemia, tal vez eso sería la apuesta a la espiritualidad, no en el único sentido de la religión, sino de la urdimbre interior.
Y no se diga que no tenemos tiempo de leer. Hacer un trueque es fácil. Una hora de celular a cambio de una hora de lectura no parece demasiada exigencia. En mi opinión, se trata de canjear una hora de velocidad perfectamente inútil por una hora de desconexión, de reflexión y de creatividad; una hora de asomarse a otro mundo para olvidar los problemas cotidianos, la indiferencia, la crueldad, la hipocresía y el abandono. Una hora de inspiración, de emoción, de conmovedor acercamiento a otros, a través de historias que siempre nos rozan, nos interpelan, nos conmueven, porque ¿cuántas veces el personaje debe enfrentar dilemas tan, pero tan parecidos a los propios? Una hora de todo eso, en lugar de enterarse de los alardes de ignorancia, de malicia, de morbo, de estupidez o de inutilidad de las redes sociales (y de muchas pero muchas series) como negocio no está nada mal.