Tabaré estaba sentado en el más majestuoso de los recintos republicanos.
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Su voz queda, serena, tierna, cortó el silencio y la solemnidad del Salón de los Pasos Perdidos.
En un escenario despojado, entre mármoles y granitos, Tabaré se despidió de todos nosotros como fue siempre, revisando su pasado, que de alguna manera es el de todos los uruguayos, y marcando su huella, endilgando el camino.
Así fue Tabaré siempre para quienes lo conocimos, sin una palabra de más, sin un gesto destemplado, con dignidad, con energía, con fuerza, aunque el frío quemara.
Cuando hablaba, su tono era el de una oración.
Tabaré procuró enseñarnos a caminar solos.
No impuso dogmas, no nos indujo a aceptar verdades eternas ni opciones infalibles.
Fue un líder original, no pidió que lo siguiéramos, sino que lo acompañáramos.
Se comprometió a procurar cumplir sus promesas, pero pidió que no lo dejáramos solo.
Nos llamó a no rendirnos ante la adversidad.
Observó la realidad y se trazó un camino pragmático, posible y ambicioso.
Una tarde en que le reproché un discurso demasiado centrista, me dijo que se debía a la fuerza política: “Si el Frente va más a la izquierda -me dijo-, yo voy más a la izquierda”.
Fue firme con sus principios, flexible con sus gestos.
Fue capaz de conservar la pluralidad en el Frente Amplio sin perder el rumbo.
Fue respetuoso del programa, creativo, atento inteligente, valiente, optimista, abierto y audaz.
Mientras conducía el buque, nos convocaba a reflexionar, a actualizarnos, a comprender lo que estaba pasando en el mundo, a buscar nuevos caminos.
Si nos equivocamos, sugirió analizar los errores.
Cuando se fue aproximando el fin, quiso que lo recordáramos como un presidente serio y responsable, tolerante con el disenso, respetuoso de los adversarios, solidario con sus compañeros, democrático, republicano, nacionalista.
Nunca se olvidó de sus orígenes. Hace unos días, Juancito Diakakis, un amigo de su infancia, que fuera dirigente comunista y que estuviera a su lado hasta hace unas pocas semanas, me decía que de niño juntaba, con Tabaré, botellas y cartones para comprar la entrada del cine.
Nacido en el barrio de La Teja, en una casa de techo de lata, en el modestísimo hogar de un trabajador de Ancap, hijo de la escuela pública, presidente del Club Progreso, profesor universitario, gobernó para los humildes, redujo la pobreza, la indigencia y la desigualdad y procuró gobernar con el pueblo y para el pueblo.
Impulsó la descentralización de las decisiones ciudadanas, promovió la inclusión de los más desprotegidos y discriminados.
La salud fue un estandarte de toda su gestión política.
Estos últimos meses fueron una clase magistral de un presidente único, dos veces elegido por los uruguayos en elecciones democráticas, libres y sin proscriptos.
Cada uno de sus gestos nos hizo recordar la inolvidable parábola de José E. Rodó “La despedida de Gorgias”, en la que el maestro se despide de sus discípulos, cenando con ellos en las horas previas a su muerte.
-Mi vida es una guirnalda -decía el maestro- a la que vais a ajustar la última rosa.
-Mi verdad no cierra el círculo de vuestro pensamiento.
-Amadme a mí, a mi recuerdo, pero no a mis verdades, porque siempre se puede construir una nueva.
-Mi filosofía no es religión que se adueña de la vida del hombre.
-Mi enseñanza es el amor a la verdad, no la verdad que es infinita.
-Seguid buscando y revelando la verdad como el pescador que tira una y otra vez la red sin agotar el mar, que es su tesoro.
-Busquen nuevas verdades y no os importe si creéis ser infieles a mis enseñanzas.
Brindemos por quienes sean capaces de pisar delante de la huella de Tabaré para continuar su andar, que es de la construcción de un país próspero, democrático, pacífico más justo e igualitario.
Querido Tabaré:
“Por quien te venza con honor en nosotros”.