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Jesús, palestino de Judea

Porque Jesús, un judio bastante ortodoxo en algunas cuestiones de principios de defensa de los desposeídos, en otras fue un innovador radical.

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La biblia no es un libro sino una suma de libros reunidos mediante una operación ideológica, política y literaria a caballo de la teológica. El Viejo Testamento apalanca la fe judía justo cuando se necesitaba un relato identitario y la justificación de ser el pueblo elegido, más la tierra prometida a poseer expulsando a otros. Pavada de mandato que se sigue ejercitando.

En cambio, el Nuevo Testamento refiere a la peripecia de un tal Jesús de Nazareth relatada por unos apóstoles que la escribieron muchas décadas después de su crucificción sin haber presenciado los hechos. El canon creado siglos después eligió solo cuatro (Lucas, Juan, Marcos y Mateo) y declaró apócrifos a todos los demás.

Aun así, pese a contar lo mismo fue imposible extirpar contradicciones o sutiles diferencias capaces de trastocar lo esencial. Por ejemplo, aunque existen debates sobre su cronología, lo que en Lucas pervive como vehemente reivindicación rebelde, en Mateo ya se acomoda a los requerimientos de otro momento histórico y político.

Así, al "bienaventurados los pobres" se le agrega una palabra que lo cambia todo pues pasa a ser "Bienaventurados los pobres... de espíritu". Es que el cristianismo ya no era una secta de conspiradores sino un movimiento que minaba a todo el imperio romano y era necesario que pudiera integrar no solo a los pobres de pobreza real y hambre atrasada sino también a los ricos de buen corazón. Faltaba más.

Lo que a menudo suele ser un lenguaje vehemente en jerga furibunda contra la clase dominante porque "es más difícil que un camello pase por el ojo de la aguja antes que un rico entre en el reino de los cielos", otro trata de conquistar alianzas en contra de un enemigo común al que se procura aislar para derrotarlo o, a veces, tan solo sobrevivir.

Es ahí cuando el grito de la tribu puede volverse estéril porque no avanza un milímetro. Entonces, el armado de ideas de cambio consensuadas con quienes no opinan igual, adquiere un lenguaje adaptado a lo que se entiende necesario y acumula. El problema es dirimir si eso suma en un proceso real de avance o se retrocede abandonando principios y propuestas que se revisionan para claudicar o se moderan para cambiar algo sin que todo cambie.

No existe ninguna prueba de la existencia de Jesús y lo más probable es que sea una suerte de figura sincrética que fue acumulando diversas características en virtud de cada nueva época en una constante resignificación. Así tenemos el Jesús Cristo, en tanto encarnación del mesías profetizado tantas veces, esperado por el pueblo judío como salvador, no para aplacar las cosas sino para asaltar el trono y expulsar a los enemigos que les sometían.

Pero también hay un Cristo Rey que en plena Edad Media encaja perfectamente con los señores feudales de la vieja Europa. Porque si algo queda claro, a pesar de tanta amputación doctrinal, es que Jesús combatió al heredero de Herodes el Grande en tanto clase dominante confabulada con el poder del imperio invasor. Y cuando en sus parábolas se habla de reino no parece referirse a un monarca sino a una sociedad que se quiere subvertir y cambiar por otra muy distinta donde, si reina algo, deberá ser la igualdad, la libertad y la justicia.

Porque Jesús, un judio bastante ortodoxo en algunas cuestiones de principios de defensa de los desposeídos, en otras fue un innovador radical. Sobre todo al exigir no divorciar la teoría de la práctica. Y, por cierto, por la obligación de comprobar si esa praxis es eficiente para el colectivo antes que para cualquier suerte individual.

Pero el cristianismo no es solo las enseñanzas del Cristo crucificado por rebelde sino que se le agregaron los aportes del verdadero fundador de la fe cristiana: Pablo, el soldado romano convertido a la buena nueva. Una novedad que en los dos primeros siglos de la nueva era (decretada mucho después) nada tenía que ver con la religión ni con el poder de turno sino todo lo contrario.

A los primeros cristianos les perseguían no por tener un Dios sino por no creer en ninguno y por alterar el orden establecido, ya sea en la antigua Palestina como en la mismísima Rom imperial.

No hay religión sin contradicciones pero es difícil encontrar una con tantas como el cristianismo a lo largo de su evolución en más de dos mil años. Y es que nació de una organización comunista, que atrajo primero a los pescadores y artesanos más pobres, pero se transmitió a las clases altas. Fue una fe política que creció como un ateísmo furibundo en la periferia para ser luego adoptada como religión oficial del imperio más poderoso de la época. Semejante trayectoria no pudo ser recorrida sin limar sus aspectos más revolucionarios. Ello la convirtió en un bálsamo que sacraliza la explotación de unos sobre otros y posterga toda exigencia de igualdad en la tierra a una supuesta paz en los cielos. Y post morten, no sea cosa que la falta de paciencia, como solían aleccionar reyes y sumos sacerdotes (y repiten ahora algunos dirigentes) sea alterada por la sed de justicia de los más necesitados.

Una demostración de tal itinerario corregido en favor de los poderosos es la transmutación de la palabra Iglesia, que pasó de ser un vocablo derivado del griego Eklesia pero que en arameo antiguo, el que hablaban las clases subalternas y el propio Jesús por aquellos lares de la vieja Palestina, significaba simplemente "asamblea" y no era otra cosa que la reunión de la comunidad o de la organización revolucionaria.

Nada tenía que ver con la jerarquía burocrática en la que se transformó luego, verticalista y patriarcal como pocas, y en la que la participación se diluye a la par que se acrecienta la importancia de los mediadores entre una divinidad y un pueblo concebido como rebaño. Atemorizado, además, por el miedo y la culpa de un crímen que no cometió, como tan certeramente escribió el poeta e.e. cummings en aquellos versos que rezaban: "cuán a menudo las religiones te han puesto sobre sus flacas rodillas y te han abofeteado para que pudieras concebir a los dioses".

A Jesús no lo mataron quienes le acompañaban sino las fuerzas militares y religiosas que compartían el poder: el ejército romano y el poderoso Sanedrín Judio, el Supremo Concejo que no solo era la máxima autoridad religiosa sino que también detentaba el manejo judicial. Y por si faltara algo, cobraba el diezmo a la vez que sus integrantes sacaban tajada por recaudar los impuestos que exigía el rey local y el imperio. A esos acaudalados señores, Jesús los echó a latigazos del templo por considerarlos mercaderes.

Haya existido Jesús o no, es posible conocer las características de la sociedad en la que se dice que vivió y murió, no por poner la otra mejilla sino por organizar una insurrección. Tras la última cena, y ya en el Monte de los Olivos (el único lugar posible para atacar por sorpresa la ciudad amurallada) Jesús ordena sacar la espada ante la patrulla romana que los descubre. Luego, ante la inviabilidad de la contienda, se entrega él solo. Posteriormente soporta callado el interrogatorio, la tortura y la muerte protegiendo al grupo y propiciando la continuidad de la lucha. Años después surgirá otra violenta insurrección judía dirigida por un tal Ben Kochba, que fue aplastada a sangre y fuego por los romanos aunque sin derrotarlos del todo.

Sectas

En aquella Palestina existían diferentes corrientes ideológicas muy apegadas a sus intereses de clase. Los saduceos eran el grupo más rico que exigía respeto a la ley judía, a la vez que era muy relajado en sus prácticas, por ser bien dispuestos al libre albedrío con que los poderosos justifican el lujo y los placeres. Junto a ellos estaban los Fariseos como una casta dirigente de escribas que dominaban el conocimiento de la ley judía pero exigían una fidelidad literal que la terminaba vaciando y viciando. Era un sector proclive al manejo del culto y la oración que les aseguraba un lugar destacado, lo que les hacía muy propensos a mantener el orden constituido. Jesús los marcó tan a fuego que fariseo pasó a ser un insulto.

Frente a estas corrientes judías aliadas al poder, surgieron dos corrientes rebeldes que las enfrentaban y le disputaban el liderazgo popular. Por un lado estaban los zelotes, un grupo nacionalista que buscaba la expulsión de los invasores romanos y luchaba ferozmente. Sin embargo, eran sistemáticamente derrotados en el desierto ante la superioridad militar del ejército romano y la tecnología bélica de sus centurias. Ante tales derrotas, optaron por una táctica de guerrilla que atacaba y huía, para después pasar a las ciudades y aldeas en las que apuñalaban a los soldados que patrullaban mediante el hábil uso de su filosa daga curva escondida entre sus ropas, llamada sica, de la que proviene la palabra sicario tan usada en nuestros días.

Por último, el bando rebelde se completaba con los esenios. Se trataba de un grupo que, además de oponerse a los romanos, luchaba a la vez contra las clases dominantes de la región, porque su concepción no se agotaba en un nacionalismo estrecho o en una lucha anárquica contra el poder, sino que profesaban una doctrina comunitaria. A tal punto que en el siglo II antes de Cristo, se retiraron de las ciudades y formaron comunas en las grutas del Mar Muerto. Así los definen varios historiadores de la época, como Flavio Josefo, Filón de Alejandría y Plinio el viejo, y así los recupera a fines del siglo XIX Karl Kaustsky en su monumental obra: Orígenes y fundamentos del cristianismo primitivo.

Los esenios no creían en dios alguno y compartían todas sus posesiones. Basados en su guerra de los hombres de la luz contra los hombres de la oscuridad, creían que antes que convertir a otros era imprescindible practicar sus ideas y vivir de acuerdo a ellas. Por eso se alejaron y construyeron sus comunas y nos legaron los famosos Manuscritos del Mar Muerto, encontrados por azar en 1947 en las cuevas del Qumrán, que aún se estudian con acceso muy restringido.

Pero a los esenios no les bastaba con aislarse y vivir en forma comunitaria sin propiedad privada. Creían en la responsabilidad de conquistar el favor popular pero no lo reducían a lo militar sino como un proceso más largo de toma de conciencia. Para ello enviaban mensajeros, como Mesías a las ciudades, para hacer el típico trabajo revolucionario, antes que espectaculares acciones guerrilleras que terminaban en derrotas.

Se presume que Juan el Bautista fue uno y que el propio Jesús fue el siguiente. De hecho, el bautismo cristiano resignifica el bautismo esenio, que no era otro que el rito iniciático para ingresar en la organización revolucionaria. Creían que el agua era un elemento purificador y por eso se sumergían en el río Jordán como símbolo de pertenencia.

Así fue que en la vieja Palestina surgió una rebeldía que enfrentó a todos los poderes de turno liderada por un hombre que, lejos del rubio de ojos claros que el eurocentrismo inventó mucho después, tenía los mismos rasgos típicos de los integrantes de las tribus semitas y vestía harapos como los más pobres jornaleros de su tiempo.

Hoy, tendría más de un problema para entrar en las grandes iglesias de la cristiandad y seguramente moriría en la misma tierra Palestina, ya no crucificado sino bombardeado junto a sus hermanos y hermanas, por no poner la otra mejilla ante el horror, la injusticia, el robo y el pillaje de sus tierras.

También es cierto que se enfrentaría contra los que se autoglorifican con la resistencia pero jamás se someten a la construcción colectiva del cambio y no se hacen responsables de las consecuencias de sus actos, los que son pagados por el pueblo con su sangre.

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