La condena de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner por defraudación al Estado sacude la política argentina como una fractura expuesta del esqueleto institucional, con ecos que resuenan más allá de sus fronteras. Mientras jueces, prensa hegemónica y oficialismo celebran el fallo como el súbito despertar de una Justicia hipnotizada, la víctima y sus seguidores lo ven como la última estación de un largo itinerario de persecución: la reproducción ampliada del “lawfare”.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
El término lawfare o guerra jurídica evoca un campo de batalla donde las palabras se afilan como espadas y los tribunales se convierten en frentes de combate disfrazados de solemnidad. Surge como abuso de la ley, bajo una apariencia legítima, para anular políticamente al adversario mediante desprestigio, parálisis económica o judicial, hasta la deposición de gobiernos inclusive. Nacido entre reflexiones militares y jurídicas, hoy se entiende como una táctica recurrente que instrumentaliza lo justo para imponer lo injusto, con la impunidad de quien invoca la justicia para traicionarla.


La corrupción, por otro lado, habita en el oscuro pliegue donde el interés personal traiciona lo público. Define la utilización ilegítima del poder estatal para beneficios privados, en abierta contradicción con principios éticos y legales. Esta práctica se manifiesta desde sutiles concesiones cotidianas hasta escandalosos fraudes, siendo un síntoma de deterioro democrático y social que socava la confianza, empobrece a las comunidades y cercena oportunidades colectivas. El daño de la corrupción es tan profundo como invisible en sus mecanismos cotidianos, corroe en silencio desde las cúpulas doradas hasta las últimas ventanillas del Estado. Ambos aspectos confrontan en la filosofía política con el republicanismo que se erige como doctrina y práctica política que reivindica lo público frente a las oligarquías y autocracias. Se opone radicalmente al despotismo y la impunidad, promoviendo un sistema en el que el poder está subordinado al imperio de la ley, reflejo de la soberanía popular. La virtud cívica, el compromiso ciudadano y la transparencia no son simples adornos retóricos sino condiciones vitales para que este modelo, aún como arquitectura política del salvajismo capitalista, prospere y se sostenga.
Sin embargo, estos conceptos no trazan una frontera entre el blanco y el negro, sino un horizonte difuso de matices, donde la justicia y la impostura a menudo se visten con los mismos ropajes. La existencia del lawfare no implica la inexistencia de corrupción ni la denuncia de corrupción es necesariamente una maniobra de guerra judicial. La esencia del republicanismo tampoco queda exenta de ser usada como coartada retórica por quienes violan sus principios fundamentales. Es en este entramado complejo y contradictorio donde se dirime hoy la justicia y la legitimidad política, y donde las narrativas simplistas no son mapas del mundo sino espejos del deseo: reflejan menos la realidad que las pasiones de quienes las empuñan.
Cuando el poder se sienta en el banquillo
Cristina no inaugura la lista, pero su nombre quizás brille —o arda— como el más emblemático. En el panteón de los mandatarios latinoamericanos caídos en desgracia ante la toga, hay nombres que resuenan como campanas invertidas: el tañido de la venganza con sotana magistral. La condena a la expresidenta argentina inscribe su nombre en una galería sombría, donde el poder ya no se derroca con bayonetas sino con fallos judiciales que caen como espadas de papel, mientras la televisión narra en vivo el nuevo linchamiento legal con algarabía editorial.
Carlos Menem, el otro expresidente argentino procesado y detenido en democracia, fue privado de su libertad en junio de 2001 por un caso de contrabando de armas durante la guerra fratricida que desgarró a Perú y Ecuador, como si no bastara la historia para dividirlos. Culminó en la voladura siniestra de un polvorín militar, con muertos sin tumba ni justicia. El juez lo acusó de comandar una asociación ilícita. Menem no fue encerrado entre rejas sino en una quinta señorial en Don Torcuato, que mezclaba el esplendor marchito de la vieja aristocracia con la melancolía dorada de un imperio en ruinas. Allí, entre visitas políticas, partidas de póker y conferencias improvisadas, el expresidente tejía su retorno desde el ocaso, como quien hilvana el resplandor postrero de un crepúsculo, convencido de que su nombre aún palpitaba en las encuestas como un conjuro contra la crisis que asfixiaba a De la Rúa. Pero incluso esa prisión dorada fue histórica: el procesamiento no prosperó, las causas se desdibujaron y cuando retomaron impulso posterior al derrumbe de De la Rúa, fue rescatado por los Kirchner ofreciéndole la impunidad de los fueros mediante su candidatura al Senado. En Argentina hasta las alianzas y lealtades tienen la impronta de “mercado libre”. La justicia había hablado, pero también había susurrado, como quien teme ofender al altar: el poder cae, pero nunca se desploma.
Cristina, en cambio, no encontró celdas de terciopelo. Su condena, como la de Lula en Brasil en 2018, se alimenta del mismo carburante del lawfare, aunque con la diferencia de que el propio Supremo brasileño anuló las condenas del líder del PT: no hubo pruebas, solo ilegalidades, a diferencia de la Corte argentina que las ratificó. En ambos casos, el resultado es el mismo: impedir candidaturas, desarticular liderazgos, amputar del escenario político a quienes representan alternativas de poder.
La tesis del lawfare no es ya una conjetura teórica: camina con pies sucios por la historia reciente, dejando huellas de barro. Lo que sucedió con Cristina en Argentina y con Lula en Brasil no son excepciones sino eslabones de una cadena, una coreografía silenciosa estridente en sus efectos que recorre América Latina cuando un liderazgo popular intenta poner en tensión el orden establecido. Ya no hace falta interrumpir elecciones ni cerrar parlamentos. El esqueleto liberal-fiduciario de la democracia representativa se mantiene en pie, como escenografía, mientras su encarnadura se desangra desde adentro. A Manuel Zelaya lo expulsaron del poder en Honduras en 2009 con una legalidad prefabricada: lo destituyó el Congreso en un proceso amañado, con respaldo judicial. Fernando Lugo, en Paraguay, fue destituido en 2012 luego de un juicio político exprés de apenas 48 horas. En Brasil, Dilma Rousseff sufrió un impeachment en 2016 que duró meses pero ocultaba mal el mismo propósito: eliminar a quien osara trastocar los privilegios heredados. En Bolivia, a Evo Morales lo empujaron a renunciar en 2019 bajo presión militar y judicial, para luego legalizar el golpe con una sucesión institucional apócrifa. Pedro Castillo en Perú fue removido por el Congreso en 2022, con la bendición del Tribunal Constitucional.
Cada episodio responde a contextos distintos, pero vibra en la misma frecuencia: el uso de los dispositivos legales como herramientas de disciplinamiento político. Los poderes judiciales no actúan como garantes de justicia, sino como arquitectos del escarmiento. En nombre de la ley, se aniquila la voluntad popular. Lo paradójico —y siniestro— es que se mantiene una fachada de institucionalidad. Ninguno de estos golpes adoptó la forma brutal del siglo XX: no hubo tanques en las calles ni decretos de estado de sitio, como hoy hay en California. Hay, en cambio, sentencias. Alegatos. Debates parlamentarios. Una cuidada dramaturgia republicana que hace ver como defensa de la Constitución lo que en realidad es la defensa de los privilegios.
El pecado original
Desde el siglo XIX, los Estados latinoamericanos nacieron moldeados por las élites, erguidos sobre una arquitectura de hierro, forjada para resistir el aliento popular, en la que el poder económico, militar, jurídico y religioso se fundieron para custodiar privilegios heredados. El orden fue siempre sagrado; el cambio, un anatema intolerable. El lawfare no es un accidente, es la nueva vestimenta del viejo miedo de las clases dominantes: el miedo a que los de abajo escriban sus propias leyes. A que los históricamente silenciados tengan, no solo voz, sino poder. Y frente a ese miedo, no hay argumento jurídico que alcance: la respuesta es siempre ejemplarizante, punitiva, humillante. No hay pedagogía, tan solo castigo, proscripción, escarnio. Por eso, cada vez que una fuerza popular llega al poder e intenta sacudir esta estructura de dominio, aunque sea modestamente, se despierta con furia el reflejo conservador de la autodefensa. ¿Qué delito cometen estos gobiernos, que tanto irrita a las estructuras eternas del poder? ¿Redistribuir? ¿Reparar? ¿Recordar? ¿Qué falta imperdonable arrastran consigo quienes se atreven a convocar a las mayorías empobrecidas, a redistribuir apenas algunos ingresos inspirados en la humilde repartija que inspiró Lord Keynes, a abrir las puertas del contrato social a quienes siempre vivieron en sus márgenes? No basta con ganar elecciones. La voluntad popular, desnuda y sola, sin toga que la cubra ni toga que la escuche, se revela insuficiente mientras no atraviese los bastiones intocables del sistema: la Justicia, los medios, el capital. Por eso, cada proyecto que buscó interpelar esos núcleos fue considerado un exceso, una anomalía, un peligro. No es la corrupción —aunque ésta sea la máscara favorita— ni la infracción formal de la ley, aunque ésta sea la coartada más recurrente. El verdadero pecado es político y, más aún, fundacional: alterar las reglas de juego escritas por las minorías para perpetuarse. Por eso es imperdonable. La excepción a esta conclusión es que tal corrupción sea real y probada, en cuyo caso, lejos de cuestionarse su condena, merece celebración. Porque si los excluidos depositan sus esperanzas en los corruptos, su vulnerabilidad se profundiza, caminando descalzos sobre el filo que los desangra, repitiendo un ciclo sin redención. La esperanza mal colocada no redime: condena a una nueva forma de sumisión. Al matrimonio entre progresismo y venalidad no hay terapia de pareja que le evite la admonición.
¿Republicanistas?
Mientras la condenada y sus seguidores enfatizan la persecución proscriptiva, sus detractores insisten en la solidez procedimental y constitucional del fallo, aún con las indisimulables influencias políticas, especialmente en un contexto polarizado como el latinoamericano en general y el argentino en particular. No debe excluirse la crítica al posible sesgo político en torno a las irregularidades denunciadas. Pero los defensores de la condena destacan la intervención de catorce jueces a lo largo de nueve años. Las pruebas, reunidas durante más de 17 años, que, de forma unánime y en distintas instancias judiciales (desde la instrucción hasta la Corte Suprema), coincidieron en responsabilizar penalmente a Cristina Kirchner por corrupción en la asignación de obras públicas en favor del meteórico empresario multimillonario, otrora amigo de la familia, Lázaro Báez. El fiscal de la causa, envió al juez un extenso listado de propiedades y bienes de Cristina Kirchner, además de los otros procesados en la causa, que omitiremos aquí. Están embargados con la intención la suma de 86 mil millones de pesos, unos 500 millones de dólares. En la lista que armó el fiscal respecto a la expresidenta hay seis cajas de ahorro en pesos y dólares en el Banco Galicia a nombre de Cristina Kirchner. Además, cuatro plazos fijos en el Banco de Santa Cruz, una caja de ahorro en el Banco Nación y cuatro cuentas comitentes abiertas en la Caja de Valores para realizar inversiones. Se suman 26 propiedades vinculadas a los Kirchner entre la Ciudad de Buenos Aires y Santa Cruz. Desde terrenos en zonas turísticas hasta mansiones y pisos en las zonas más exclusivas de la capital. Muchas de ellas fueron cedidas por Cristina Kirchner a sus hijos, Máximo y Florencia, tras la muerte de Néstor Kirchner. Además hay tres sociedades anónimas titulares de hoteles junto a acciones de las empresas Apple y Mercado Libre, entre otras. También pidió el embargo del dinero cedido por Cristina a su hija Florencia, U$S 4.664.000 que se encontraron en una caja de seguridad en un allanamiento. También otro monto de U$S 1.032.144 que estaban depositados en una caja de ahorro en dólares y $53.280 de una caja de ahorro en pesos. Esta evidencia material es presentada como prueba del enriquecimiento derivado directamente de actos corruptos. La discusión se ciñe a las pruebas materiales sobre esos bienes. El fallo, por su parte, se enmarca explícitamente en el defendible principio constitucional de igualdad ante la ley, afirmando que ninguna persona poderosa está exenta de cumplir con la legislación penal. El artículo 36 de la Constitución fortalece esta posición al equiparar la corrupción económica grave al golpismo, justificando la severidad del castigo y la inhabilitación. El alcance del fallo se redujo tras descartarse el cargo de asociación ilícita de los procesados, al no haber pruebas de connivencia, con varios de ellos absueltos. La Corte señaló explícitamente errores procesales en la defensa de Kirchner, indicando que no se rebatieron de manera precisa los fundamentos acusatorios y se limitaron a presentar argumentos políticos generales y conjeturas sobre parcialidad de los jueces, sin ofrecer pruebas concretas de arbitrariedad específica en el proceso judicial. Este aspecto, aunque sólido en términos procesales, no desactiva por sí solo la dimensión política del lawfare. Podría señalar debilidades técnicas específicas de los abogados más que la inexistencia absoluta de irregularidades en el proceso.
Entre la condena y las sombras
Defender a Cristina Kirchner políticamente no equivale a absolverla penalmente frente a acusaciones por corrupción. El lawfare no canoniza a sus víctimas, aunque busque convertirlas en demonios. Aquí precisamente se condensa la tragedia argentina: no es la lucha entre el bien y el mal, sino la manifestación de distintos rostros, formas, pliegues o ramificaciones de una misma descomposición institucional. Porque Cristina no es solamente víctima, es también artífice de un poder que en su momento desoyó mecanismos de control, gobernó con opacidad naturalizando la exhibición del boato y la riqueza como parte del decorado del poder.
Ya en los albores del siglo XXI, cuando el progresismo festejaba la llegada de los Kirchner, la pregunta incómoda flotaba en el aire, aunque pocos se animaran a pronunciarla: ¿cómo dos abogados de muy modesto origen, funcionarios públicos desde fines de los años ochenta, lograron acumular semejante fortuna? Desde 1987 él y desde 1989 ella no conocieron otra fuente de ingresos más que sus cargos públicos. La explicación más repetida —su participación en los controvertidos juicios hipotecarios durante la dictadura— resulta, no solo desdorosa, sino, en el mejor de los casos, insuficiente. Me lo pregunté en un artículo en coautoría con Eugenia Zicavo en la revista uruguaya “Bitácora” a días de asumir la presidencia de Néstor Kirchner en 2003, cuando la fortuna familiar no llegaba a los niveles escandalosos actuales. Lo volví a interrogar en dos artículos del 2010 ante la muerte de Néstor. Lo seguiré preguntando. No es la riqueza en sí lo que inquieta, sino la obstinada opacidad que rodeó su origen, la renuncia deliberada a la transparencia y la corrosión ética que esta actitud inoculó en todo el sistema político argentino. El capitalismo produce toda clase de ricachones, magnates y multimillonarios. Pero cuando empleados públicos, aún en sus máximas jerarquías, provenientes de orígenes populares, se cuentan entre las grandes fortunas del país, no se explica por las propias reglas del capitalismo, sino mucho más por el pacto que Oscar Wilde imaginó en Dorian Grey. A veces, aún infrecuentemente, la Justicia logra rescatar el retrato oculto en el desván, aunque en esta versión el retrato exhiba la mueca sonriente que el Photoshop retocó para la tapa de la revista Forbes.
Es cierto que los Kirchner impulsaron transformaciones significativas en el país, sobre todo en ámbitos de derechos humanos y relaciones internacionales que he apoyado con entusiasmo y sin hesitar. Pero ni el mayor de los avances exonera del escrutinio más severo. También en materia de libertades civiles al punto de que, cuando sus seguidores exaltaban su gobierno por encima de todos, salvo el de Perón, sostuve que fue el mejor gobierno de nuestra historia, incluso por encima del que le da identidad al peronismo, ya que el peronismo nunca se interesó por libertades y derechos cívicos, salvo para constreñirlos. Pero al mismo tiempo, y de manera paradójica, despojaron a la institucionalidad de su aliento republicano, borraron sistemáticamente la frontera entre lo público y lo privado y reforzaron un liderazgo personalista cuyo efecto boomerang regresa, certero, contra las manos que lo lanzaron. Incluso si la condena judicial fuera injusta, ello no exime de un análisis crítico de su legado contradictorio, donde los logros sociales se desdibujan frente a las sombras del enriquecimiento inexplicable y la corrosión institucional. La injusticia de un fallo no redime una historia sin cuentas claras.
Defender la justicia frente al lawfare exige, entonces, espesar la lectura de los hechos escapando a las simplificaciones maniqueas. Asumir que la persecución política puede coexistir con hechos reales de corrupción, convivir con una ética política degradada, una justicia amañada y una inocencia que no es tal. Al punto de llegar al oxímoron de una injusticia judicial. Lo contrario reclama una ética política rigurosa, capaz de juzgar con igual vehemencia los errores propios y los ajenos.
La historia política argentina está dictada por la dramaturgia de la lógica escénica del simulacro. El caso de Cristina no es la excepción. Su personaje es el que levanta su mano izquierda para señalar con su índice a los perpetradores de vejaciones populares, mientras con la derecha recoge —incluso indisimuladamente— los frutos legales e ilegales del sometimiento de las mayorías, para usar la alegoría del filósofo León Rozitchner. El lawfare no es solo persecución de opositores, sino también omisión de denuncia, de prosecución de causas y hasta de blanqueo jurídico de la venalidad. También premia a los leales, absuelve a los útiles y silencia a los incómodos. No dudo en lo más mínimo de su imperio, ni creo que se haya inaugurado con el gobierno de Macri o el actual de Milei, ni necesita permiso. Lawfare y corrupción no se excluyen, como tampoco la condenada y sus verdugos de toga. Ambos son parte constitutiva de la podredumbre cívica argentina, esa farandulización obscena de la vida pública, esa anestesia sentimental que encubre la decadencia con el alma cautiva del prime time.
Los tres jueces que firmaron la condena fueron designados durante la gestión de la propia Cristina Kirchner, que contaba entonces con mayoría propia en el Senado para otorgar las venias correspondientes. Ni siquiera eligió enemigos: firmaron la condena los jueces que su gestión ungió, posteriormente confirmada por casación y la Corte Suprema.
Centenares de seguidores se agolpan en la esquina de su residencia actual para brindarle apoyo, cariño y lealtad. Los medios reportean a los movilizados que, por lo general, se expresan laudatoriamente sobre la gestión político-económica de la expresidenta, algo completamente ajeno a los fundamentos de su condena, como si el amor político bastara para anular el prontuario. También sostienen que impide al pueblo la posibilidad de elegir a sus representantes. Desconocen que la soberanía popular, tan indirectamente ejercida mediante la mediación fiduciaria de sus representantes, permite producir y derogar leyes y hasta el propio Código Penal. Pero no contempla, ni en el acotado caso de la democracia representativa, ni alguna otra arquitectura superadora, el sobreseimiento de quienes violen las leyes o exijan desigualdad frente a su cumplimiento. Al entregar estas líneas a edición, está convocada una marcha para el día miércoles 18. Cada paso de la movilización posiblemente busque respuesta a múltiples y variados interrogantes. A excepción de aquel que obligaría a orientar los esfuerzos a causas más nobles que el indulto a una forma de corrupción. Prefiero concebir un progresismo como el que Evo formuló ante el parlamento: la participación en el gobierno no es para enriquecerse, sino inversamente, para empobrecerse. O Pepe, quien sostenía que al que le guste el dinero, que abandone la política para dedicarse a los negocios y el mundo profesional.
En Argentina, progresismo y honestidad ni siquiera se han abierto una cuenta en Tinder. La posibilidad de match está más lejos aún.