Por Germán Ávila
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El pasado 23 de setiembre se anunció la activación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) para “atender” de manera conjunta la crisis en Venezuela.
La derecha continental sabe que está a punto de perder a Argentina como uno de sus principales socios; los resultados proyectados para las elecciones de octubre no son favorables a sus intereses, por lo que ha sido preferible cometer un exabrupto político que arriesgar la mayoría aplastante que tienen ahora.
Han resucitado un cadáver que yacía enterrado bajo décadas de laissez faire, laissez passer. El tratado fue invocado desde su firma en 1947, durante al menos 20 veces sin resultado alguno; por ejemplo, fue invocado por Bush luego del episodio del 11 de setiembre de 2001, pero en ese momento el continente miraba hacia otro lado y sus gobiernos tenían clara la necesidad de desmarcarse de la agenda bélica de Estados Unidos.
El tratado lo componían originalmente todos los países del continente menos Canadá y las Guayanas, más República Dominicana, Bahamas y Trinidad y Tobago; luego se retiraron México, Cuba, Nicaragua, Ecuador y Venezuela; ahora Uruguay ha anunciado también su salida. La razón expuesta por los gobiernos que dan un paso al costado a inicios de la década del 2000 es que este mecanismo parte en su composición del esquema producto de la Guerra Fría, mientras que el mundo vivía aún bajo la inestabilidad y el temor que dejó la Segunda Guerra Mundial, que había finalizado solo dos años antes de la creación del TIAR; en pocas palabras, como mecanismo multilateral es completamente obsoleto y anacrónico.
Por otro lado, no es un secreto que la multilateralidad tiene unos intrincados caminos políticos que no aplican de manera mecánica a la firma de un tratado, y que los intereses particulares de los más poderosos siempre se ponen por encima del bien común si este no puede ser cooptado. Ese fue el caso de la invocación del TIAR en 1982, cuando Argentina pidió ayuda ante el ataque de Inglaterra, pero Estados Unidos decidió apoyar a su socio de la OTAN, mientras Chile y Colombia argumentaron la imposibilidad de dicho apoyo desconociendo el reclamo de Argentina sobre las islas.
La decisión de invocar el TIAR en pleno 2019 no es el retorno a 1947, sino la muestra de hacia dónde se mueve la política continental. La intencionalidad inicial del acuerdo se basó en la solidaridad política y militar ante un posible ataque externo a cualquiera de los países miembros. Por esa razón, el TIAR no fue convocado en medio de las sangrientas dictaduras de los años 70, ni tampoco fue activado, aunque se convocó, durante la guerra entre El Salvador y Honduras en 1969.
La razón por la que Estados Unidos tuvo que recurrir al TIAR es porque en ningún otro espacio contaron con la suficiente legitimidad para generar un mecanismo que, sin perder el carácter de multilateral, pudieran controlar de manera directa para una intervención en Venezuela. Lo intentaron creando el Grupo de Lima; a partir de ahí se lanzaron dentro de la OEA, con secretario general de bolsillo a bordo, en la aventura de tratar de legitimar la intervención y no lo lograron; la última alternativa era recurrir a los viejos libros de la Guerra Fría.
Hoy en la región no ocurre nada que justifique, por lo menos desde la legalidad, la activación del TIAR, no hay un país sufriendo una agresión exterior. Pese a las continuas provocaciones en la frontera, Venezuela tampoco ha caído en la trampa de ir más allá de desplegar sus fuerzas militares; es decir que más allá de argumentos que en el fondo son meramente ideológicos, Estados Unidos nuevamente no tiene nada.
Entonces la declaración de activación del mecanismo multilateral apela a argumentos difícilmente comprobables, como que el gobierno venezolano ampara en su territorio de forma sistemática a grupos armados ilegales o que el narcotráfico hace parte de las actividades de los funcionarios del gobierno. Este tipo de señalamientos apelan, como es costumbre, a la táctica norteamericana de atacar primero e investigar después, tal como ha ocurrido en Irak, Afganistán o Siria; la diferencia es que la forma que se le da a la amenaza corresponde a las dinámicas locales, que en este caso tienen la forma de narcotráfico y grupos armados ilegales.
Pero los altos funcionarios vinculados a procesos judiciales por hacer parte de grupos armados ilegales, patrocinarlos, financiarlos o por lo menos protegerlos, y el 70% de la producción de cocaína del mundo, definitivamente no están en Venezuela, sino en Colombia, y el presidente vinculado a un proceso por narcotráfico es Juan Orlando Hernández, de Honduras, y no Nicolás Maduro. En conclusión, los argumentos utilizados para la activación del TIAR no dejan de ser endebles, o por lo menos muy ambiguos.
La otra razón que impulsa a Estados Unidos a moverse en esa dirección es que la cubierta que han creado para el manejo de la política regional respecto a Venezuela se debilita cada vez más. Juan Guaidó puede ser uno de los mayores fiascos en la política hegemónica moderna; un producto que fue fabricado de prisa y sin mayor cuidado, una persona que convoca solamente a su círculo más cercano y que no fue capaz de convertirse en la figura aglutinante de la oposición venezolana, sino que, por el contrario, la fragmentó al punto de que se lograron unos primeros acuerdos sin él ni su sector.
Guaidó entendió de sus mentores que para lograr la meta valía cualquier cosa, y eso fue lo que hizo, cualquier cosa; no tuvo el menor cuidado de manejar su propia imagen y se puso ingenuamente en manos de la ultraderecha colombiana, con la que se identificó en términos ideológicos, y de la que seguramente pensó que actuaba como él, convocando protestas callejeras con el trasero al aire. Pero en eso también le erró; detrás de la ultraderecha colombiana hay una maquinaria que tiene décadas de experiencia armada y miles de muertes en su haber, y la más leve de las faltas que se le puede endilgar es el narcotráfico; detrás de la estructura que ayudó a Guaidó a llegar a puerto seguro y se lo entregó al gobierno colombiano, hay sicarios, extorsionistas, unidades completas encargadas de secuestrar, torturar, asesinar e incinerar los cadáveres de decenas de personas; a su servicio hay casas donde se descuartizan seres humanos. Esa fue la sombra a la que se acercó ese personaje que se paseó en el avión presidencial colombiano por toda Latinoamérica, y gracias a quien Venezuela regresó a ser parte del TIAR, que hoy se pone a la vanguardia de la lucha contra la tiranía y el narcotráfico.
La oposición venezolana no resiste un golpe más, y esa es la razón por la que de forma atropellada se terminó activando el TIAR, porque están en el momento de las acciones desesperadas. Pero son esas acciones desesperadas las más peligrosas, pues ahora se proyecta una cacería de brujas, pues todo aquello que se perciba como aliado del gobierno venezolano es susceptible de ser perseguido en cualquiera de los países firmantes.
La intervención armada aún no hace parte expresa del acuerdo inicial; por ahora lo que se convoca son medidas que tienen la intención de ver qué tan efectivas son y qué tanto efecto tienen en generar el ambiente para proponer de nuevo la intervención desde Colombia y Brasil. Ante eso aún Estados Unidos no ha logrado reunir el consenso necesario para actuar, pero lo está buscando; hoy más que nunca los resultados electorales en Uruguay y Argentina tienen una dimensión regional y comprometen el destino de mucho más que su ciudadanía.
La postura de Uruguay respecto a esta situación es única, de hecho, la única racional. La política y la responsabilidad sobre vidas ajenas no funciona como en la cabeza de Juan Sartori, quien pone como argumento de su crítica al gobierno uruguayo el hecho de que “la mayoría” firmó. Hay una responsabilidad mayor que la de quedar bien o parecerse a otros gobiernos; lo que está de por medio es la vida de miles, tal vez millones de personas, así como saber que permitir que otros vayan a la casa de alguien más y derriben la puerta es aceptar el hecho de que la próxima puerta que pueda caer sea la propia.