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Ecos que perturban

Por Marcia Collazo.

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Tengo entre mis manos tres libros de viaje. El primero es de Manuel Mujica Laínez y se llama Placeres y fatigas de los viajes. El segundo, ya varias veces mencionado en esta columna, es Los errantes, de Olga Tokarczuk. El tercero es invisible; es el libro que nunca escribí pero que está en mi mente, sobre todo ahora, cuando estoy recién regresada de uno de esos andares fatigosos a los que denominamos viajes.

Moverse de un lado para otro, curiosear, fisgonear, olvidar los pesares propios y asomarse a los ajenos, ha ejercido fascinación en la humanidad desde los más remotos tiempos. De otra manera no se habría poblado el planeta. Para muestra, ahí está el famoso estrecho de Bering, situado entre la Siberia y Alaska, por donde –según una de las teorías más aceptadas sobre el poblamiento de América– habría cruzado el ser humano, durante la glaciación, hacia esa otra tierra que un día sería llamada, con no poco atrevimiento, Nuevo Mundo. Esa es una de las cosas que pensé mientras surcaba mares y tierras. Nadie ha inventado nada en el planeta, en lo que a descubrimientos geográficos se refiere, pero siempre aparece alguno –o más de uno– que se atribuye el mérito de haber sido el primero en ver, en señalar, en pisar.

El estrecho de Bering no fue descubierto por nadie; o de repente sí. Lo descubrieron los renos, los tigres de dientes de sable, los osos de las cavernas y las hienas, entre otros animales. Y el ser humano, claro, que lo cruzó durante generaciones. Pero milenios más tarde, el navegante ruso Semion Dezhniov se autoproclamó su descubridor. En cuanto a América, Colonia, o como quiera llamársela, ya todos sabemos lo que pasó, y si es cierto eso de que los viajes forman y enseñan, yo aprendí unas cuantas cosas nuevas en este último, o por lo menos vine a mejorar mi comprensión de algunas cuestiones que deberían ser básicas para cualquier americano, pero que no lo son.

Cuando estuve en la catedral mayor de Sevilla, no podía creer lo que veían mis ojos en cuanto a riquezas se refiere. Muchas toneladas de plata y de oro habrán sido usadas para fabricar esas monumentales obras religiosas, que asombran y cortan el aliento. Baldaquinos gigantes de plata maciza, candelabros casi de la altura de un hombre, bustos de obispos y de arzobispos, complicados ornamentos de altares, y todo lo que a la imaginación humana se le pueda ocurrir, en términos de orfebrería y de lujo desatado, allí estaba. La riqueza aplastante de la catedral, y de toda Sevilla –ya ni menciono el resto de España–, está señalando con manifiesta impudicia el saqueo del Nuevo Mundo.

Los españoles, como bien sabemos, piensan distinto. Para empezar, se ufanan de haber sido los primeros en dar la vuelta al mundo, en lo que tienen razón, por supuesto. Fui a visitar la muestra sobre el viaje de Magallanes, y realmente impresiona, seduce y horroriza. Uno no acierta en imaginar lo que habrá sido esa aventura. Pero una cosa es la aventura y otra muy diferente es el saqueo, por más que una y otro suelen ir de la mano. Y con ese pensamiento vuelvo a los viajes.

Podría contar mil y una historias sobre lo que vi, como la Scherezade de Las mil y una noches; pero es tanto lo que uno descubre, siente, escucha y piensa, que al final me sucede lo que a casi todos los viajeros. Optan por quedarse callados y van desgranando, muy de a poco y como quien no quiere la cosa, una que otra visión, anécdota, impresión o hallazgo. Podría narrar, por ejemplo, el altercado que sostuvimos con un prepotente guardia de seguridad en la estación de Atocha a propósito de un objeto que llevábamos en el equipaje, que nos obligó a tirar a la basura. Podría contar de qué manera pretendió ofendernos: “No sé cómo se harán las cosas en su país, pero aquí…”, y cómo saltó mi marido y le respondió: “En mi país las cosas se hacen así, vea, nosotros en mi país echamos a los españoles con una revolución”, y podría añadir con cuánta urgencia me lo llevé de allí, tirándole de la ropa –y eso que mi marido es un ciudadano español, aunque nacido en América, lo que son las paradojas de la vida–.

Las historias de viajes salen de a poco, es cierto, y si no que lo diga el propio Mujica Laínez, que narra en su libro una parte de sus derroteros europeos, realizados en un momento histórico marcado por la posguerra. A propósito, mi propia madre vivió en Francia dos años, a partir de 1947, y sus amigas de la Sorbonne le narraban cosas que hoy pueden parecer increíbles, si no fueran dolorosamente ciertas (la soberbia y prepotente Europa tal vez las ha olvidado, quién sabe). Por ejemplo, le contaban que sus madres cocinaban pasto y hojas de árboles, y que encendían el fuego con bolas de papel humedecidas por acá y por allá para que les durara un poco más, y que lo racionaban todo hasta la obsesión, y que les disputaban los pájaros recién cazados a los gatos para ponerlos en el plato de los niños, siempre y cuando lograran atrapar al gato (que también marchaba, a su turno, a la olla).

El escritor británico Lawrence Durrell dijo que “los viajes pueden ser una de las formas más compensatorias de la introspección”. Yo, que anduve por unas cuantas regiones de Francia y de España, no vi solamente poder y prosperidad, confort y tecnología. Vi además una índole verdaderamente medieval que Europa entera posee, que lleva metida en los huesos, que jamás la ha abandonado y que se le escapa por los poros en el momento menos pensado. Ese medievalismo no existe entre los uruguayos, salvo por ínfimos indicios, aunque muchos de ellos sean descendientes de españoles, italianos, franceses y portugueses. Mi suegro, nacido y criado en el norte de España hasta los veinte y pico de años, conservó algunas de esas costumbres, como por ejemplo aquella de colgar una pierna de jamón en el galpón y cortar todos los días unos filetes. También colgaba sardinas que compraba en la feria y sancochaba en salmuera, y hacía vino casero y fabricaba zuecos de madera; y la abuela de mi marido, española también, horneaba pan casero de madrugada y lo ponía en el muro de la casa para que los vecinos que salían a trabajar se llevaran un trozo.

Dirán que este artículo es un caos, un entrevero fatal, algo así como la versión europea de la Biblia y el calefón, pero es coherente con sí mismo. No le falta en nada a la honda verdad del sentimiento, y salió como tenía que salir. No conozco otra manera de expresar el aleteo febril hacia la interioridad que produce la experiencia de un viaje, ese proyectarse hacia el espacio y hacia el tiempo, como si el espacio y el tiempo estuvieran hechos de múltiples capas tectónicas entre las que anda deambulando la propia alma, repetida una vez, mil veces, diez millones de veces.

En Córdoba dormí en un apartamento nuevito, salvo por un detalle. La pared del fondo era una muralla romana del siglo II d. C. Sí, sí. No es cuento. La municipalidad permite todavía esas cosas. La muralla romana da miedo, provoca sueños terribles, imágenes tempestuosas. Se nota, además, su antigüedad. Aunque no estuviera allí, clavado sobre el muro, el cartel de la municipalidad, advirtiendo que efectivamente todas esas casas dan a una muralla del siglo II, igual uno sospecharía algo extraño en el aire, en la atmósfera peculiar de esa casa, en la penumbra demoledora de ese dormitorio y de ese patio.

Me imaginé a una mujer de edad indefinida, desnudándose en algún sitio cercano a mí, preparándose para dormir, igual que yo estaba a punto de hacerlo. Esa mujer tenía casi dos mil años; esa, y no otra, era su edad. Esa mujer había existido, en carne y en sangre, y si digo que la sentí a mi lado, en una cercanía absoluta, familiar y pacífica, créanme que no estoy loca. Eso es lo que produce –entre otros fenómenos– la danza de introspección a la que se refería Durrell. En palabras de Mujica Laínez, esa experiencia casi secreta de ponerme el camisón junto a unas piedras cargadas de historia hizo despertar en mí “ocultas raíces y ecos que me perturban… como si súbitamente todo adquiriera un sentido más alto y más rico, pero también más misterioso”.

 

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