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El Cabo Polonio y las lágrimas de piedra

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Ya he hablado, alguna que otra vez, sobre Cabo Polonio y sobre los faros que jalonan ciertas partes de nuestra costa. Ahora, cuando todavía no ha terminado el verano, quiero referirme a esa condición de pureza y salvajismo elemental que emana todavía de la geografía entera de Rocha, y de paso regresarme a la nostalgia de lo que una vez fueron el Cabo, Punta del Diablo, Valizas y Aguas Dulces.

Es cierto que existen todavía muchas playas vírgenes en Rocha, o sumidas todavía en ese estado al que me referí más arriba: pureza y salvajismo elemental. Pero no es menos cierto que hemos logrado destruir una buena parte de ese concierto de equilibrio y de misterio que impregna a la tierra rochense, en aras del empuje de la temporada estival, que ordena a la gente caer en manadas sobre las arenas para celebrar puntualmente el ritual del verano. Un ritual compuesto de una serie de ceremonias bastante ridículas, cuyo cumplimiento es todo un símbolo de la “era del vacío” de la que hablan ciertos filósofos. Detrás del alud humano llegan la electricidad, los camellos y las 4 x 4, el ruido y el movimiento frenéticos, la intervención serial sobre lo que debería permanecer incontaminado.

Ya Hudson, de quien hablé en mi anterior artículo, se ocupa de estudiar la condición humana en su relación con la naturaleza; por mi parte, frecuento desde hace más de 30 años las costas de Rocha, pero no dejo de hacer mis propios votos para que Cabo Polonio pueda quedar librado, como dice Hudson, a sus propios recursos: los provenientes de la mano de la naturaleza, que es sabia en su equilibrio ancestral, y no de la mano humana, cuya sabiduría, cuando de intromisiones, ambiciones y depredaciones se trata, más bien brilla por su ausencia.

Hace menos de 50 años el Cabo era un vasto escenario natural casi deshabitado, con excepción de unas pocas familias de pescadores y extensas manadas de lobos marinos, a los cuales se venía dando caza por lo menos desde el siglo XVIII. Una cosa parece obvia: su espléndida geografía sigue y seguirá triunfando sobre cualquier acción humana, por más que esta se aplique a destruirlo.

Me tocó, hace poco, pasar unos días en una casa -pomposo nombre para lo que no pasa del estatus de choza- de madera y paja, acribillada de agujeros por donde se colaba el viento del amanecer. Lo que será en invierno, me dije. Y en realidad debe ser todo un desafío sobrevivir al invierno del Cabo. El mar se desploma en alarde de poder sobre la curva de las playas, y los vientos oceánicos contribuyen en forma permanente, con su lluvia de arena más o menos copiosa, a crear y mantener los altos médanos cuya altura ha llegado a ser, en algunos sitios, casi la misma del cerro de Montevideo.

Estando en esa casa, más de una vez tuve la sensación de que las referencias de espacio y de tiempo, de sentidos y hasta de leyes físicas se habían perdido, o al menos trastabillaban al compás de las horas. Es que el mar y el cielo crean en ese sitio su propio universo, regido por sus propias normas, y cuando la naturaleza envuelve al Cabo todas nuestras certezas se derrumban.

De noche, sobre todo, uno ya no está en tierra, sino a bordo de un gigantesco barco, o a lo mejor en el vientre de una ballena que se mueve y resopla, se hunde y vuelve a emerger. Me acuerdo del ruido de las olas en la noche; yo me imaginaba mi casita y las otras, como minúsculos guijarros blancos perdidos en una extensión de roca y de salitre. De día, el Cabo entra en el mar como una mano de piedra creada por obra de los dioses, una cuña marina adherida a la tierra por capricho o por distracción; el aire es vagamente azul, y sobre todo el horizonte desciende una neblina surgida de la espuma. Entre las rocas se escuchan los rugidos de las olas y las voces guturales, casi humanas, de los lobos, cuyos huesos van a confundirse a su hora, en ciclos constantes, con una naturaleza esencialmente mineral. Se trata de una maravillosa plasmación de vida orgánica, secreta, organizada en base a su propio ritmo eterno.

Un día, de tanto pronunciarlo, me pregunté por el origen del nombre, y supe entonces que circulan distintas versiones. Una dice que allí naufragó un barco llamado Polonio. Otra afirma que el barco (naufragado en 1753) se llamaba Nuestra Señora del Rosario, y que su capitán era un tal José Poloní o Polloní quien, durante una borrachera, dejó que la nave se estrellara contra las rocas.

Sea como fuere, la presencia humana estable en la región se demoró bastante. Nadie elegía irse a vivir al Cabo. A lo sumo hubo estancieros, como el matrimonio compuesto por Domingo Veiga y Juana Olivera, cuyas grandes extensiones de tierra morían en el mar de la región. Recién a fines del siglo XIX, y muy tímidamente, empezaron a llegar los verdaderos y heroicos pobladores. Para empezar, era casi imposible trasladarse en cualquier medio de transporte. Ni los propios pies, ni los caballos ni los carros se atrevían con aquellos arenales y pantanos traicioneros. La valicera Rosa Prieto de Rodríguez, en 1918, ponía tres horas a caballo para llegar allí desde Valizas. Y si fue, lo hizo (al igual que los demás) por una sola razón: a fin de explotar la industria del pescado salado y la faena de los lobos marinos.

En 1881 se construyó el faro, que merecería por sí mismo todo un artículo. Esos primeros pobladores levantaron galpones de chapas y maderas y se instalaron durante ciertos meses del año, farol en mano, frente al embate incesante de las olas. Mucho más tarde fueron llegando arqueólogos, biólogos marinos y geólogos. De turistas ni hablar, por lo menos hasta los años 70 del siglo XX (y eso, siempre que se tratara de aventureros arriesgados, enamorados de la soledad y de lo agreste, a la manera de un Lawrence de Arabia rochense).

Para cuando estalló la polémica sobre Cabo Polonio, a fines de los años 90, ya la invasión había cundido y las luces rojas de la alarma se habían disparado: existían demasiadas casas de pobladores ocasionales (léase veraneantes) levantadas sin orden ni concierto, la mayoría de las cuales fueron demolidas, en aras de la preservación ecológica del lugar. Pero permanecen todavía muchas construcciones, y en verano aquello se convierte en la farándula de alguna cosa a la que el ser contemporáneo llama veraneo. Menudean las ofertas gastronómicas de buñuelos de algas, pan casero, pasteles y tortas fritas y miniaturas de pescado, así como las artesanías tradicionales hechas con vértebras de pescado y caracoles.

Abunda, más que nada, la imagen del placer convertido en hedonismo, y del individualismo erigido en la medida suprema de ese placer; medida esta que todo lo transforma en sinónimo de ocio, encanto y seducción. Entonces las arenas del Cabo pasan a ser, lo mismo que el mar, las rocas y el cielo, un espectáculo y una mercancía. Pero seducir no es otra cosa, en el fondo, que entrar en el juego de las apariencias; y, o mucho me equivoco, o la gran mayoría de los visitantes del Cabo no tiene idea de lo que constituye su verdadera, indómita, violenta y necesaria naturaleza. Tampoco yo la tengo, pero intento sospecharla.

Esa suerte de ignorancia feliz en que vivimos cuando nos convertimos en turistas y tomamos por asalto al Cabo es una especie de representación falsa que desemboca en la mistificación y, como es obvio, en la alienación, su contracara. Mientras tanto, a despecho de nuestros artilugios ideológicos y consumistas, y a despecho incluso de nuestros fervientes trabajos contrarios a la naturaleza y su equilibrio, el Cabo se repliega sobre sí mismo y nos vigila.

Con los primeros fríos los turistas se retiran, la soledad cae lentamente sobre el paisaje, como un recordatorio de la eternidad, y el mar y el viento vuelven por sus fueros. Lo que queda es el Cabo, simplemente. Y el faro que, como dice Benedetti, “cerró su ojo de modesto cíclope y lloró dos o tres lágrimas de piedra”.

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