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Entrevistas estructuras | Coco Rivero | Cultural

ALBERTO COCO RIVERO

«Cambiemos las estructuras o hagamos una revolución, pero dejemos de boludear»

El multipremiado actor, dramaturgo, director y docente habló del rol de la cultura como fenómeno transformador y aseguró que es fundamental escuchar "a los gurises que perdieron la esperanza".

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Coco Rivero está convencido que es tiempo de “asumir desafíos”, actuar como adultos y “dejar las boludeces” para transformar las estructuras.

La vida de Coco Rivero está llena de canciones, poesía, risas, llantos, desgarros, euforia, matices, tablas y tablones, arpegios y despedidas, abrazos y susurros al oído, esos ínfimos, profundos, inolvidables “te quiero”, dichos en noches mágicas, acaso para llegar directamente al corazón sin que nadie más pueda escuchar nada.

La vida de Coco Rivero empezó con una abuela que cocinaba, un abuelo comunista, un hermano de afectos construidos pacientemente con retazos, parches, cicatrices de tropezones y caídas y una madre que supo sufrir sola en silencio y ahora, producto del alzhéimer, casi no lo reconoce. Tan solo en momentos fugaces parece ver el alma más allá de todo. La vida suele ser compleja. Y casi nunca lineal. Muchas veces supone un ejercicio de autoconocimiento el hecho de tratar de encontrar algunas respuestas inevitablemente antes de tiempo, porque en general, suelen llegar después, recién con el paso de los años. Y en su caso, también gracias a la terapia.

Coco es de los que piensan que la verdadera felicidad no se encuentra en los premios Florencio que conquistó ni en los galardones obtenidos por su trabajo en el Carnaval, ni tampoco en el dinero, ni siquiera en los aplausos. Sino, tal vez, en poder recordar -con la misma intensidad que medio siglo atrás- el olor a chocolate y pan con manteca y azúcar que le preparaba la abuela Gloria a su regreso de la escuela. Así Coco Rivero, con sus hijos y los sonidos y colores de la infancia -que aún conserva entre algodones- es el más feliz del mundo. Acaso por ello, atesora goles y porfiadas charlas en blanco y negro con su abuelo “italiano estalinista”, un lector obsesivo de todo lo que llegaba a su kiosco. Cuida los recuerdos como gemas pulcras, brillantes, los percibe en la piel como caricias preciosas que ayudan a curar y cicatrizar heridas. Como las que dejó su papá en el arrabal amargo y despiadado del abandono y más acá en el tiempo, las que dejó la quimioterapia cuando las horas eran amarillas y desoladoras. Pero Coco ríe a carcajadas porque es “resiliente reincidente” y es feliz haciendo lo que hace cada día. “Mi infancia está llena de cosas miserables y de otras maravillosas”. Casi a los cincuenta pudo sanar tanta vida rota. Pero, desde chiquito, aprendió a reír para siempre.

Creció en el barrio La Comercial, fue a un colegio de monjas -a pesar de la resistencia del abuelo brezhneviano- jugó en la calle con los amigos y las amigas de la cuadra hasta la caída del sol, practicó básquetbol en el Sisley, “un club fundado por una barra de la juventud comunista” y en ese club descubrió las primeras presentaciones, bajadas y despedidas de La Reina de La Teja, Falta y Resto, Araca La Cana y Diablos Verdes, en festivales que se organizaban los domingos de mañana en la recta final de la dictadura. Después llegó el teatro a su vida y allí encontró la fórmula mágica para vivir creando. Arte, calle, carnaval, dramaturgia, docencia, puesta en escena. Pensar el arte y ocupar cada espacio posible como herramienta transformadora. Fue alumno y posteriormente director artístico de la Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático (EMAD), director de artes escénicas de la Dirección Nacional de Cultura (MEC), actualmente es docente de la EMAD y ha participado en más de una centena de espectáculos de todo tipo: teatro, teatro infantil, carnaval, ópera, comedia musical, espectáculos musicales y multidisciplinarios. Trabajó con la Comedia Nacional, el teatro El Galpón, Agarrate Catalina, la Filarmónica de Montevideo y numerosos colectivos artísticos. Ha hecho cine, radio y televisión. Obtuvo el premio Florencio en doce oportunidades y una veintena de premios en Carnaval. Hoy es el director de la Secretaría de Descentralización Cultural de la IM. La vida de Coco Rivero es una maravilla. Y él lo sabe.

Después de una vida en mil escenarios y territorios, llegaste a la Secretaría de Descentralización, a trabajar en los barrios. Es casi una síntesis de tu vida con la construcción y gestión cultural. Es un lugar ideal para tu forma de entender la cultura, ¿no?

Sí, totalmente. Yo soy eso. Soy un afortunado porque he querido -sin pudor- hacer lo que he querido hacer a nivel artístico y después, cuando he podido vincularme desde lo que yo puedo aportar a la vida política -que me encanta-, también he tenido la suerte de tener la oportunidad de trabajar en la gestión. Soy un ser político, no soy un político, pero soy un ser profundamente político y hago política. Y tener la posibilidad de dirigir el Programa Esquinas de la Secretaría de Descentralización es un privilegio. Ahí se vincula lo cultural, lo artístico, lo social, con el trabajo en los barrios. Trabajar con los barrios es a la vez que durísimo, divino. Yo veo un pibe de 16 años enojado con el mundo y que de pronto se siente cómodo con alguna propuesta y te dice que su lugar es ahí. Es muy fuerte eso en este tiempo. Pensemos que en el país tuvimos muchos años de batllismo con un acento cultural enorme. Yo ligué los últimos coletazos de ese país. Una escuela pública donde se juntaba el hijo del doctor con el nieto del kiosquero. La escuela pública de ahora no es así. Hoy la escuela pública está destinada para aquellos que difícilmente tendrán una alternativa de movilidad social. No es un problema de Uruguay, es problema del mundo entero. Entonces, acá me encontré en un espacio de trabajo, en un proyecto a la vez concreto y utópico, con muchos aciertos y muchos errores, como cualquier bicho que pisa este planeta. Porque también es hora de que nos asumamos imperfectos y no miremos los proyectos colectivos como un evento de perfección, sino como la multiplicación de las imperfecciones y de los saberes. Yo creo profundamente en este proyecto, y desde mi lugar quiero aportarle lo mejor de mí. Me encanta. A veces creo que no me alcanza el tiempo para hacer tantas cosas que querría acá. Pero menos tiempo tienen aquellas y aquellos que van a recibir los frutos del trabajo de este programa. Yo tengo muchas cosas solucionadas económicamente, en cambio la gente para la que yo trabajo no, está en el horno, vive en asentamientos, no tiene para pagar la luz, come fideos y arroz todos los días y tal vez a fin de mes solo toman mate cocido.

¿Cómo se puede lograr a través de la política pública, y en este caso el programa, que esos jóvenes puedan ver y creer en algo mejor para sus vidas que lo que les ofrece la realidad actual?

Hay varios planos de trabajo en la Secretaría de Descentralización Cultural: uno es el de los gestores culturales que trabajan en territorio, con los municipios, con las comisiones con los colectivos artísticos, con la gente. Ahí es donde trabajamos nosotros. Recordemos que muchas áreas estratégicas del Mides desaparecieron. Los Socat (Servicio de Orientación, Consulta y Articulación Territorial) desaparecieron. Eran espacios contenedores para mucha gente en las zonas más frágiles. En ese plan anterior, las y los gestores trabajaban muy cerca de los vecinos y las vecinas, se construyeron redes que permitieron que esos pibes que no encuentran algo positivo cuando miran para adelante, pudieran tener cierta expectativa. Hoy al público que más le llegamos es a los adultos, veteranos y a los niños y niñas. Hay una franja que nos está costando llegar y son esos gurises y gurisas que no ven más allá de tres horas más. Creo que a la sociedad toda nos está costando llegarle porque no le estamos ofreciendo nada y no estamos pudiendo escucharla.

¿Inciden los prejuicios?

Sí, de las dos partes. Los nuestros y los de ellos hacia nosotros. Imaginate un pibe que no sabe quién sos, que no te conoce ni sabe a qué venís, ¿cómo no va a sospechar de lo que vos decís? Perfectamente pueden creer que a vos no te importa lo que les pasa en sus vidas. Nos coloca en un lugar difícil, nos interpela, a mí me interpela como director de teatro porque una cosa que hacemos en nuestro oficio es buscar soluciones a los problemas que tenemos para poder traducir en un hecho artístico lo que queremos contar. Y en mi vida política tengo que aplicar eso para tratar de encontrar acciones concretas para que esa gente se sienta sujeto de su propia vida y que pueda animarse desde lo cultural, a sublimar su vida. Que cuando un muchacho o muchacha sienta que su vida es profundamente miserable y sin escapatoria, yo tengo que buscar un huequito en la pared para que pueda ponerse, exponerse. Pienso en nosotros, en el año 88, yo tenía 20 años, habíamos salido de la dictadura, éramos unos animales de la vida, nos devorábamos el mundo y sentíamos que el mundo nos ofrecía un agujerito. Crecimos pensando en The Wall y en romper esas paredes y esos muros. Estos pibes están mucho peor que nosotros. Uno podría quedarse con los figurines viejos y pensar en la adolescencia que uno vivió, decir que estos pibes de verdad no tienen futuro y que nosotros teníamos utopía. Pero es mucho más complejo. Estos pibes se sienten sin futuro porque todo dura diez segundos. Porque este mundo no les ofrece nada más que diez segundos. Cuando te dicen que el tiempo de atención es de cinco segundos máximo, significa que estamos perdidos. Cinco segundos no me da ni para acercarme a dar un beso.

Cómo hacer para establecer vínculos cuando una parte de la sociedad desea que esos gurises se maten entre ellos, ¿no?

Que se eliminen. Eso quiere mucha gente. El año 2002 nos hizo mierda no solo económica y socialmente. Nos lastimó como sociedad emocionalmente. Surgió algo muy fuerte en relación con los que quedaron por fuera y casi al límite de todo en esos años. Ese otro pasó a ser el enemigo, aquel que cayó del sistema empezó a ser mi enemigo y yo empecé a ser su enemigo porque comenzó a sentir que yo tenía algo que le pertenecía y que le fue quitado. Fueron momentos duros que dejaron secuelas; una brutal herramienta de dominación para mantener a la gente ocupada en la lucha del hombre contra el hombre, la mujer contra la mujer. Es, a mi entender, uno de los momentos más duros, difíciles y complejos políticamente, que este país tuvo en los últimos 30 años. La crisis de 2002 puso a la gente contra la gente, a no querer ser pobre, a hacer lo que sea para no estar en ese sector de la población que nadie quiere ver ya al que nadie quiere pertenecer. Sumado a eso empezó a aparecer un odio estético, un odio a determinadas estéticas que remiten en nuestras cabezas a determinadas cosas. A determinadas clases sociales. Y después creo que los medios de propaganda han producido imágenes muy potentes que en la cabeza de la gente generan clichés y estigmatizaciones a determinados sectores de la sociedad y además nos han vendido la violencia como un evento naturalizado. Y en ese contexto la vida del otro empieza a no valer nada.

¿Qué pude hacer la cultura para transformar este escenario?

Mucho. Sigo creyendo eso. Y creo que una de las formas en que la transformación puede aplicar es contarse. Históricamente el arte nos ha ayudado a contarnos, qué es lo que nos importa, lo que nos erotiza, lo que nos mueve. Cuando comenzamos a mirar y escuchar lo que quiere decir el otro, empieza a aparecer otro campo, el campo de la relación, el campo del vínculo que es el campo que hemos eliminado. Por eso te decía, con cinco segundos no me da ni para dar un beso. Nos está faltando eso, tiempo con el otro. Estamos cada vez más solos y cuánto menos quieras escuchar al otro, más te vas a replegar y menos vas a contar. Me parece que escuchar al otro es un buen comienzo.

¿Qué rol crees que ejercen los medios precisamente para dar voz a los invisibilizados, para habilitar esa escucha o, por el contrario, para distraer con ruido, show, risotadas y espejitos de colores?

Hay unos pocos medios de comunicación que intentan colocar temas importantes en la agenda. Pocos. Después están los grandes medios que generan tendencia y eso también es parte del sistema en el que vivimos. Hace muchos años yo pasaba por 18 de Julio y Río Negro y había un bichicome gritando en la puerta de McDonald’s que esa cadena se iba a fundir. Era una imagen grotesca. Así me veo yo diciéndoles a los grandes medios de comunicación lo que tienen que hacer o no [risas]. Capaz que más joven lo hacía. Ellos tienen el poder y yo hoy no puedo cambiar esa realidad. En este sistema capitalista no puedo decirles a los conglomerados de medios que deberían cambiar ciertas modalidades de comunicación porque me van a responder con lo de los Reyes Magos y los padres. Hay discusiones que ya no puedo dar porque me considero un tipo inteligente y me parece que es un acto de zoncera pedirle a esos medios que cambien. No jodamos. Luchemos estructuralmente, cambiemos las cosas estructuralmente o hagamos una revolución, pero no sigamos boludeando, pidiéndoles a los medios que hagan cosas que sabemos que no van a hacer porque no son sus intereses. Si hacemos eso, parecemos unos niños. Y ya estamos grandes. Pero a la vez creo que hay que aprovechar cada vez que podemos para decir que este sistema no se soporta más. Los que pensamos eso tenemos que decirlo. No vamos a cambiar al mundo, pero capaz que podemos lograr cambiar algo en la pequeña parcela del mundo en la que nos movemos.

Asumir el riesgo aunque se trate de tan solo pequeñas transformaciones.

Una palabra que está en desuso -porque nadie la quiere asumir- es “fracasar”. Asumir que vas a fracasar muchas veces si tenés un objetivo alto. Quizá logres tu objetivo. Pero en ese recorrido vas a fracasar duro. Jodete. ¿Vos querés cambiar al mundo? Jodete. Es grande ese objetivo, hacete cargo, vas a fracasar, de lo contrario, dedicate a otra cosa. La mayor parte del tiempo en la vida se trata de fracasos y son pocas las victorias para festejar.

¿Qué más puede hacer la cultura para recomponer ese tejido dañado particularmente con las y los jóvenes que no tienen mucha esperanza?

Es muy complejo porque no hay respuestas. Una parte de ellas y de ellos que se matan. No ven futuro y es terrible que los pibes se estén matando. Y como alternativa el arte. Estamos tratando de que la gente tenga un megáfono en el barrio. Si hay un taller de teatro, vamos a agitarlo. Siento que no se conoce todo el potencial que tiene el Programa Esquinas. Una de las cosas que nos interesa, en paralelo a tener más talleres, más comunicación, es meternos más en los medios para que la gente sepa qué es Esquinas. Que lo vea como ese espacio político cultural que busca dar voz y habilitar la voz de aquellos y aquellas que habitualmente no escuchamos y que suenen fuerte y las escuchemos. Por otro lado generar más talleres, tratar de olfatear qué es lo que están haciendo estos pibes, lo que usan, tratar de dar herramientas corporales, danza, milongas para los veteranos -que eso ya lo veníamos haciendo-, pero visibilizarlo más porque ese es el espacio que esta gente tiene para sentirse un pedacito más humana. Hay que ver la felicidad de la gente cuando se sienten realmente escuchadas. Venimos trabajando fuerte con un proyecto que se llama A la Vuelta de la Esquina, son cinco ferias culturales en todos los municipios periféricos de Montevideo y ocho milongas en todas las ramblas de Montevideo. Se llenan de gente que va a milonguear y a bailar. Me gustaría decirle a mucha más gente que vaya a mover el cuerpo, a milonguear, a ser sujeto, a disfrutar. Hace unos días en la rambla de Santiago Vázquez hicimos la primera feria cultural de A la Vuelta de la Esquina. A lo largo de cuatro horas, pasaron mil personas, niños haciendo circo, artes plásticas, hip hop, danza y la actividad la cerró el conjunto de parodistas Los Muchachos. Fue tremendo. Una fiesta. Y volviendo al centro de la pregunta, creo que tenemos que entender que no es sencillo recomponer el tejido social porque en los barrios que trabajamos la lógica imperante no es de escucha, sino la del que grita más fuerte, el que dispara más fuerte o el que putea más fuerte. Es la del machito del territorio. Y a las mujeres que crían muchos hijos no las escucha nadie. A todas ellas y a ellos, una parte de la sociedad parece querer borrarlos del mapa, eliminarlos, que desaparezcan. Por eso hay que trabajar mucho para que la gente pueda decir quién es, contar la vida que está viviendo, contar que su vida es una mierda a ver si nos empezamos a hacer cargo como sociedad. No los políticos, sino nosotros, nosotras. Hacernos cargo de que al lado nuestro están matando personas. Yo quiero trabajar en esos espacios, quiero estar ahí en esos centros culturales, trabajar con las y los vecinos en esos espacios de resistencia cultural para que la gente encuentre la forma de sublimarse a sí misma. De contarse y contar. Y después daremos la discusión de hacia dónde queremos ir. Tenemos que ser capaces de acorralar el miedo y la desidia, hay que pelearla. Y eso también es una forma de gestionar la política pública.

¿Cómo estás observando las denuncias sobre los espionajes a estudiantes, docentes, senadores, sindicalistas, la entrega de un pasaporte a un narco en una cárcel en Dubái?

Esto que pasó es muy peligroso desde muchos puntos de vista. Si el presidente no estaba al tanto de esto, es grave, porque lo que se conoce hasta acá ya pasó de oscuro a siniestro. Y es altamente preocupante que en su rol no supiera. Por otro lado perseguir a ver qué están haciendo gurises del liceo es una barbaridad como todo lo que aparece día a día. Creo que es tan grotesco todo esto que hasta nos ha hecho naturalizar algunas cosas que son realmente disparatadas. El problema es que ahora te bombardean con tantas cosas que no es fácil responder. En nuestra época habríamos salido a las calles. Ahora no. La gente se indigna desde el celular.

Y no te da tiempo de indignarte por todo.

Mañana me indigno por tres o cuatro cosas y pasado por otras tantas más, hasta que al final no me indigno por nada, entonces me vacío. Habría que indignarse por las cosas que verdaderamente duelen. Pensar en qué nos calienta, nos retuerce y pelear por eso. Si dividimos tanto las fuerzas, no peleamos por nada.

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