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Sociedad Perjurio | falso testimonio | mentira

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Perjurio

Se puede afirmar que comete delito de perjurio –o falso testimonio– quien ha jurado decir la verdad y miente y/o adultera hechos y datos.

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Caras y Caretas Diario

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Por Julio Gorga

Se asume que los gobernantes electos por el pueblo han juramentado decir la verdad y cumplir las leyes. Hay países donde mentir –al menos si se descubre la mentira– termina con cualquier aspiración política. Cuando no se sabe que se miente –hipocresía mediante– se cierran los ojos. Ahora bien, tratemos de reflotar un tema que sigue vigente, aunque ninguneado (algo así como brasa encendida que hay que arrimar “a mano limpia” y por eso nadie la toca, pero que al soplar la brisa porfiada de los hechos, tampoco se agota).

Reconozcamos que hay gente que trata de acomodar la realidad a su imaginación. Es gente que en vez de ser “dueña de sus actos y esclava de sus palabras”, no toma responsabilidad de sus actos y tampoco son creíbles sus palabras.

En tales casos, si han logrado acumular un poder político capaz de influir en la sociedad, lo ejercen columpiando al borde del abismo entre mentiras y sospecha de posibles delitos.

O no están enterados o no se hacen cargo, o sólo pasaban a saludar o se comieron un “garrón”.

En este peligroso columpio, el público sería probablemente rehén obligado de esta curiosa errática del embuste a veces aún más curiosamente consensuado.

En la “vieja” política, cuando los errores y escándalos eran distintos (que sin duda los había, y con similares intentos para encubrir situaciones, aunque quizás de otro tenor, trascendencia y nivel de consecuencias), hubo épocas cuando decir la verdad no era motivo de aplauso, sino exigida virtud que se asimilaba a un inviolable juramento.

En consecuencia, quien mentía –y de su mentira derivaban entredichos con quien lo descubría y denunciaba– se exponía a ser acusado públicamente de delinquir, lo cual llevaba a intercambios de acusaciones con profusa difusión periodística, culminando en un “reto a duelo” sin otra alternativa que designar “padrinos” que supervisaran sus intereses, y así exponer la vida para lavar honores mancillados.

Vergüenza era robar y mentir. Tanto como seducir a la mujer del prójimo según las tablas de los diez mandamientos. Todo esto se arreglaba con un duelo, y muerto el perro se acababa la rabia. En general, el relato se cerraba con un tajo en el brazo o una bala perdida en el espacio. El que ganaba decía la verdad… La historia la escribían los vencedores.

Si bien era usual que el duelo culminara a “primera sangre” –a veces con alguna herida menor– con “el honor” de ambos contendientes a salvo, aún se recuerda alguna triste y tan histórica como evitable tragedia en aquellos brumosos amaneceres.

Lógico que quienes por razones de edad no hayan estado expuestos a tal incomprensible circo o hayan tenido que defender el honor a capa y espada o rechazar a los padrinos por incompetentes, no tengan idea de lo que eran los duelos, una práctica aceptada en épocas antiguas pero inconcebible en nuestros días.

Tal vez aquella posibilidad de “lanzar el guante” al rostro del adversario servía como dique de contención tanto a la mentira como a la injuria y también para que los políticos se cuidaran de no incurrir en ellas.

Hoy “rompe los ojos” que algo se ha ido resquebrajando en la conciencia colectiva.

Tal vez el hecho de que nadie deba defender su honor en el terreno de la sangre, haya reducido al infinito la magnitud de un embuste o una traición.

Se asiste con asombro a la proliferación de seres que son capaces de afirmar en una oración –sin inmutarse ni sonrojarse– dos afirmaciones distintas y opuestas. A veces disparatadas, infamantes y espúreas. El juicio de la opinión pública lo mide CIFRA o Equipos Consultores y listo el pollo.

Esta conducta de mentir sin sonrojarse es habitual y esperable de los gobernantes cuando se dirigen a sus gobernados, a quienes creen incapaces de percibir el engaño.

Conviene aclarar que tal tipo falsedad –que habría que denominar magistral, por la autoridad de los que la emiten– se sitúa muy lejos de la sabiduría popular que admite que como se puede decir una cosa, también se puede decir la otra.

Semejante afirmación podría ser sólo una versión ocurrente y simpática del razonamiento dialéctico, que sólo introduce una mirada ambivalente de la verdad, abierta a la discusión honesta y el recurso de los argumentos sinceros. Al fin de cuentas entre la una y la otra, poniendo el acelerador y el freno, es usual que se generen sanas coincidencias.

Sin embargo, de lo que queremos llamar la atención y aquí hablamos, no es de la travesura ocurrente de un filósofo de alpargatas. Hoy hablamos de otra cosa, de la mentira contumaz. Se ha llegado al punto de que los actores políticos ya no desarrollan el celo de cuidar su honorabilidad, al menos, evitando incurrir en mentiras flagrantes e inocultables. Todo indica que tal posibilidad les “resbala”.

Y lo peor es que, según parece, no se dan cuenta de que en estas épocas las múltiples formas de grabar e investigar material que se supuso erróneamente privado por su creador, a veces se viraliza aún antes de que el sujeto del bochorno siquiera sepa que todo quedó registrado, y que –además– se le guarda tanto para su uso inmediato, como para archivarlo a la espera de utilizarlo con mayor contundencia llegado el momento preciso.

O tal vez sí, y tampoco le importa que la verdad se sepa y que el mentiroso sea descubierto hasta que le crezcan kilómetros de nariz como a Pinocho.

Si la realidad no fuera tan vergonzosa, resultaría cómica.

Y por supuesto que, como todo en la vida, las mentiras –además de ser repudiables por el solo hecho de serlo– también se miden por su intención y por sus consecuencias.

Hay mentiras que son intrascendentes, y las hay que son malintencionadas o cobardes, y hasta repugnantes e hipócritas. Pero todas acarrean el estigma de ser mentiras. Y como tales, causan daño –a veces irreparable– a toda la sociedad (incluyendo al autor).

Y mucho más deleznable la mentira cuando el responsable de responder apela a la soberbia –históricamente considerada el pecado fundamental y “madre de todos los vicios”– para replicar a una sensata pregunta utilizándola como agregado agresivo de su respuesta.

Por lo tanto, lo correcto es concluir que ninguna mentira es preferible a la verdad, que en el caso de ser cruel habrá que determinar cuándo y cómo darla a conocer para que no cause mayor dolor.

Sin embargo, la historia y su eterna compañera –la experiencia– indican que hay un terreno propicio para las promesas (léase “mentiras”) que juran erradicar al menos las necesidades básicas de la sociedad, y que por contar con el insuperable abono de la esperanza –siempre abundante cuando apremian y acucian esas necesidades– constituyen un campo “cultivado” para quienes han desentrañado las ventajas que proporciona sacar provecho de tales características.

La necesidad y la esperanza son el abono perfecto para ese campo que alberga a los ávidos destinatarios (léase “votantes”) de la confianza depositada en quienes se mostraron como creíbles expertos en solucionar sus carencias, sembrando promesas electorales engañosas con el fin de lograr los votos necesarios que les permitieran acceder al poder y sus consecuentes privilegios.

Quizás en este año de elecciones en más de la mitad de los países del mundo, y también aquí en el nuestro, vale recordar que estamos a un paso de levantar un monumento al perjurio.

Concluyendo: mentiras para conseguir votos; mentiras para disimular que no se cumple con lo prometido; mentiras para aniquilar al adversario; mentiras para comprometer a futuras generaciones con deudas exageradas o innecesarias contraídas hoy, que no aportan inmediato bienestar, con el cuento de que serán beneficiosas pasadas varias décadas que presuponen el sacrificio de la generación actual, pero sin seguridad alguna de que sus descendientes disfrutarán de paz, justicia, salud en todos los sentidos y prosperidad; mentiras para encubrir o deformar conductas delictuosas y para ocultar otras mentiras; mentiras para descalificar adversarios que proponen ideas distintas sin probar porque no son correctas y tal vez viables aunque sean planteadas desde otras tiendas; mentiras para cambiar riquezas nacionales por “espejitos de colores” tildándolos de diamantes; mentiras para justificar más y más mentiras, y la opción que resume cuál respuesta a tal indignante realidad es mejor: “Todas las anteriores”.

No es necesario extenderse más en reseñar esta muy antigua, conocida y exasperante realidad. Pero, como se manifestó antes, la novedad es que ahora, en nuestro tiempo, parece que mentir tanto da, pues el mentiroso se aprovecha del paulatino acostumbramiento de la sociedad hacia tal abundante y diario “bien de consumo”.

Sociedad que, además, engatusada, confía y cierra el círculo “comprando” el engaño.

Pero hay algo más: se han abierto para quien miente nuevas vías de escape para zafar de su posible responsabilidad legal derivada de tal venta de ilusiones y embustes.

Hay cada vez más evidencias de que “el tiempo borra todo” –o por lo menos lo diluye– por lo que lograr que “se dé largas” a la resolución de un “problema” es una opción que puede jugar a favor del ofensor.

Parece que se ha puesto de moda echar mano a posibles recursos más o menos “legales” pero capaces de fomentar un “dejar pasar” que permita ir calmando el aluvión de las olas.

Me cuenta el diario El País que el presidente Luis Lacalle Pou recibió a la distinguida fiscal interina Mónica Ferrero para conversar sobre “lo que se viene”. Un mes después se rumorea que la investigación de la denuncia de la Dra. Carolina Ache sobre la destrucción de un documento público por parte de un asesor del presidente se demorará tal vez hasta el segundo semestre y quizás quede para el año próximo.

Recordemos que Lacalle Pou sólo pasó a saludar. En simultáneo, el presidente advierte que su asesor sólo se comió un garrón y que la visita de la fiscal no era para dar largas al asunto “que se viene” sino para pedirle que el fiscal Machado se expidiera cuanto antes y se apresurara a citarlo a declarar sin que se le mueva un pelo de su calvicie incipiente.

Las mentiras son tantas y tan extravagantes que en otras épocas sonrojarían al pariente más lejano de cualquier ínfimo perpetrador serial descubierto.

Hay muchas famosas mentiras que han quedado registradas para la historia y también para más adelante nutrir las páginas de futuros libros de quienes la estudien y analicen, que a los descendientes directos de los protagonistas les causarán a unos zozobra y deseos de deslindarse, y a otros la intriga de lograr entender como su antepasado pudo surfear el tupido oleaje sin “tirar la toalla”, y peor, no hubo quien lo hiciera por él, o se lo exigiera o recomendara.

Es que, ante tal realidad, entran a tallar los intereses comunes, las conveniencias, los disimulos, la corrupción siempre al acecho y agazapada en busca de clavar su glotona garra.

Y a falta del “reto a duelo”, lo que continúa vigente es el imprescindible rol de soporte que antes desempeñaban los designados “padrinos”, y que ahora es tarea de correligionarios que nunca discuten, y a veces de una prensa hegemónica que no cumple a cabalidad su función o es parte y soporte del problema, ya sea siendo escueta en la información o ignorando hechos, o que se balancea entre la tibieza y el ocultismo, o va desde el aplauso hasta la tergiversación.

De lo anterior resulta el motivo clave de todo este escrito: la indiferencia colectiva, el “ver y dejar pasar”, el “ahora no es el momento”, el “mejor esperar” prevalente en los “espectadores” –dentro de los cuales quizás por inercia quedamos en peligro de quedar a veces incluidos–, o sea, en la triste apatía de una sociedad en la cual se denuncia y aunque se prueba, después todo se diluye por razones de presupuesto o falta de personal, inconsistencias de la ley, o por miedo a que se revelen “colas de paja” aún ocultas, y tal vez y en consecuencia por muy bien manejadas y oportunas “sugerencias” de un “mejor no te inmiscuyas porque puede salpicar” del eventual poder, y quizás porque, además, interfieren una o varias –y a veces enormes– nuevas y muy convenientes rugientes olas para surfear.

Sorprende –por lo evidente– que hemos sido vacunados y desarrollado una inmunidad pasiva contra la mentira, lo que hace innecesaria una reacción activa orgánica para enfrentar y vencer a tal virus.

Simplemente, ante su presencia se hace “la vista gorda”, o apenas se tose y carraspea un poquito como para dejar constancia de un “mirá que te vi”, pero por cumplir nomás y, de paso, no ser totalmente omisos con el himno.

En ocasiones es motivo de un cuplé ingenioso o un salpicón que hace reir a la platea del Carnaval.

Y si bien en estos casos, el principio de que “el mentiroso debe tener muy buena memoria para recordar y sostener sus mentiras”, ha quedado obsoleto –vale repetirlo– debido al registro permanente y público de las mismas, eso no quita que la inacción de muchos espectadores forme parte de una gama posicional que incluye ignorancia e indiferencia, pero también oprobios que van desde complicidad hasta complacencia.

Todas razones preocupantes.

Para utilizar dichos comunes pero muy sabios, y como este es un pecado en potencia mortal, que si no se identifica a tiempo y se actúa de inmediato queda en el área picando para causar daño a la sociedad, “a quien le quepa el sayo, que se lo ponga”.

Por lo pronto, la ministra de Salud nos informa que se han detectado numerosas mentiras autóctonas que permiten advertir que de embustes hay circulación viral.

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