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El programa de blancos y colorados

Una novela de terror

Por Alberto Grille.

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Caras y Caretas Diario

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Aunque, tal vez, no podamos aún percibirlo, ya empezó la campaña electoral que tendrá elecciones internas en el mes de junio y concluirá en los comicios parlamentarios y presidenciales del domingo 27 de octubre de 2019, cuando sabremos la composición del Parlamento que asumirá el 15 de febrero de 2020. En caso de que ninguno de los candidatos alcance una votación de 50% más uno del total de votos, habrá una segunda vuelta el domingo 24 de noviembre de 2019, que ungirá al futuro presidente de la República. ¿Cómo se perfilan los partidos Nacional y Colorado que conforman el cerno de la oposición? ¿Cuáles son sus verdaderos programas de gobierno? Pues, como el tero, cantan en un lado y ponen el huevo en otro.   Indicadores claros propios y ajenos Si algo tienen en común los dos grupos que hoy conforman el Partido Colorado (tanto sean Sanguinetti o sus precandidatos presidenciales, Tabaré Viera, José Amorín Batlle o el economista Ernesto Talvi) y el Partido Nacional (cuyos presidenciales son Luis Pompita Lacalle Pou, Jorge Larrañaga, Verónica Alonso y posiblemente Enrique Antía) es el “compromiso de “bajar el costo del Estado”. Los candidatos blancos se reunieron ayer y festejaron la unidad con pasteles y tortas fritas. La bella morocha jugó fortísimo y se proclamó candidata a vice con el que gane en las internas, Pompita o Larrañaga. Lo principal que tienen en común blancos y colorados es que han asumido que son el mismo perro con diferente collar. Basta recordar que Larrañaga, Sanguinetti y Lacalle han acordado gobernar juntos, aliarse para enfrentar al Frente Amplio (FA) y asumir un programa común. Esta obsesión está siempre en consonancia con la mayoría de las cámaras empresariales, el 1% de los estancieros más ricos, los grandes rematadores y otros intermediarios. Sus principales economistas son recontraconocidos: Ricardo Zerbino, Ariel Davrieux, Luis Mosca, Humberto Capote, Alberto Bensión, Isaac Alfie y Ernesto Talvi por el Partido Colorado; Ignacio de Posadas, Jorge Caumont, Juan Carlos Protasi, Azucena Arbeleche, Juan Dubra Estrada, Hernán Bonilla e Ignacio Munyo en filas blancas. Todos son neoliberales, partidarios de la reducción y desregulación del Estado, de terminar con los convenios salariales (como ocurrió en el gobierno de Lacalle Herrera y siguió en los de Sanguinetti y Jorge Batlle), del fin de los monopolios públicos y proclives a los diversos modelos de educación privada. Para observar ejemplos es muy interesante ver lo que está pasando en la región porque algunos gobiernos son fuente de inspiración y recursos para blancos y colorados.   Los indicadores externos La derecha regional actual (que podemos identificar en los gobiernos de Michel Temer en Brasil y Mauricio Macri en Argentina, ambos empresarios metidos a políticos para gestionar directamente sus negocios) sabe que no puede volver radicalmente a los planteos de la década del 90 (la de Carlos Salinas de Gortari, Alberto Fujimori, Carlos Menem y Luis Alberto Lacalle Herrera) en función de que ha transcurrido, con las virtudes y defectos que se puedan constatar, una década progresista que cambió América Latina y sus exigencias sociales para siempre. Como empresarios que son, ellos y sus principales operadores, todos abogados, economistas o CEO de las más grandes empresas transnacionales, están invariablemente  guiados por el interés privado de las corporaciones a las que representan y no por el interés público (que en algunos casos llegan a desconocer). Estos personajes van por todo, directamente. Lo vimos en Brasil, donde Michel Temer, representante del gran empresariado de San Pablo, comenzó recortando indiscriminadamente el Estado (llegando a la virtual disolución del Ministerio de Cultura, congelando los salarios por 20 años, eliminando toda negociación salarial (medida inconcebible en cualquier contexto inflacionario, pero más en un país que perdió 8% de su PIB, su actividad económica en 2015 y 2016, y creció un mentiroso 1% en 2017), continúa con la venta de vastas zonas de la Amazonia (el pulmón del planeta), el otorgamiento de concesiones petroleras que liquidan a Petrobras y otras medidas del mismo tenor. Todo esto se realiza velozmente y en un marco de ilegalidad, incluyendo el derrocamiento de una presidenta legítimamente electa y no acusada de ningún acto de corrupción, la militarización del país y manteniendo al hombre más popular del país, Luiz Inácio Lula da Silva, que lidera todas las encuestas de intención de voto, preso a pesar de los fallos de jueces que han dictado su libertad. Al diferencia  de la actual patota empresaria que gobierna Brasil hoy con 2% de popularidad y con algunos de sus exponentes principales presos por coimeros, muchos gobiernos, liberales, nacionalistas, democráticos, populistas e incluso militares se propusieron la creación de un país industrial, protegiendo sus empresas estatales, como Petrobras, su industria nacional y demás activos, estimularon las nacientes tecnologías informáticas e incluso mejoraron parcialmente las condiciones salariales de los trabajadores. La patota de Temer va directamente por la destrucción de ese Brasil con vocación de potencia regional en el que los gobiernos de Lula y Dilma rescataron de la pobreza a millones de personas. Va por apropiación  a mansalva de la plusvalía y por eso comienzan por el Ministerio de Trabajo, por los salarios y por el Estado. En Argentina, las primeras medidas de Macri fueron eliminar las retenciones que gravaban las exportaciones agropecuarias y  cumplir con las demandas de los fondos buitres, creando un inmenso agujero fiscal que trató de cubrir con tarifazos, interrumpir o frustrar las negociaciones colectivas y disminuir directamente las jubilaciones. En ambos países, los salarios son licuados mediante devaluaciones masivas, que alcanzan 63% en Argentina (donde la inflación fue 30% en el primer semestre, según el canal oficialista TN) y 34% en Brasil. Lo de ellos, como en Brasil, es la apropiación masiva de la plusvalía global. Estos son los modelos que admiran declaradamente Lacalle Pou y Talvi, y que extienden su influjo en la región.   ¿Qué esperar de los partidos tradicionales en Uruguay? La sabia y vieja derecha uruguaya no dice que clausurará los programas sociales, ni proclama el fin de la enseñanza pública ni la eliminación del Fonasa; no puede ignorar que 15 años de gobierno progresista han cambiado el país y creado una sociedad un poco más igualitaria y democrática; tiene además un problema de sustentabilidad política porque no es lo mismo gestionar la apropiación masiva de plusvalía con un 40% de pobreza y un 5% de indigencia (y un ejército de reserva, desempleados desesperados, que llegó a 17%) como había luego de la Crisis de 2002, que hacerlo a partir de un escenario con 7% de pobreza, 0,1% de indigencia y 8% de desempleo, resultado de las políticas progresistas. La derecha aprendió que su negocio es aumentar la desigualdad (enriqueciendo más al 1%) y no la pobreza y la indigencia porque la principal política de los gobiernos progresistas estuvo radicada en la negociación colectiva de las remuneraciones, que es lo que decide la distribución funcional del ingreso (trabajo versus capital), y ello jugó decisivamente en la construcción del nuevo Uruguay, el que votará en 2019 y comparará luego si llegara a ocurrir la tragedia de un triunfo de la derecha. El propósito de la derecha es aumentar la apropiación de la riqueza por los más poderosos; el consecuente aumento de la pobreza no es su proyecto, aunque sí es un riesgo contingente y no deseado. Así como los uruguayos no olvidaron nunca el país que construyó José Batlle y Ordóñez, su distribución del ingreso, el ascenso retributivo y social de las clases medias y de los trabajadores, tampoco olvidarán ya los años que comenzaron en 2005 y los gobiernos de Tabaré Vázquez y José Mujica. Lo que está en juego, no hay que olvidarlo, es que la balanza de la distribución del ingreso se incline hacia un lado o hacia el otro, y la apropiación de plusvalía que buscan supera con creces lo que el Estado podría invertir en el gasto recogido a partir de impuestos para sostener el alivio de la pobreza y la indigencia. La contradicción principal no es el gasto social en los pobres, sino la apropiación de la plusvalía. El propósito de la derecha y de los blancos y colorados no es el “equilibrio”, sino el saqueo. ¿Cómo sería el “equilibrio” que desea la nueva derecha latinoamericana Probablemente sería una sociedad con un dólar más alto, una inflación de 20%, 15% de desempleo, una pobreza de 20% y una indigencia de 4%. Una sociedad más pobre, mucho más desigual y muchísimo peor que la que tenemos ahora. Y con más represión, más tensiones sociales y más violencia que la sociedad en que vivimos. Con 300.000 uruguayos que vivan mejor, 30.000 uruguayos que vivan mucho mejor y  3.000.000 a los que con suerte el sueldo les dure los primeros 20 días del mes. Ni más ni menos como era el Uruguay de nuestros padres o de nosotros mismos antes de 2005, cuando gobernaron  blancos, colorados y militares. En Argentina, dos días después de la victoria de Macri, en una reunión del equipo económico del presidente electo, el designado presidente del Banco Nación, economista Carlos Melconian (2016 -2017), declaró que “con este nivel de salarios, Argentina es inviable: sólo vamos a comenzar a crecer bajándolos al menos 40%, y la única forma de negociar una baja real con estos sindicatos es llegar a un desempleo superior 15%”. Este es el perfil de los economistas neoliberales que buscan un “ajuste duro”, y que en Uruguay aprovecharían a hacerlo en los primeros meses de gobierno si llegaran al mismo. Por algo dicen que para recuperar el país que les deja el FA tendrán que unirse todos. Una reducción tan brutal de las condiciones de vida y de trabajo, conquistados por las luchas sociales y obtenidos gracias a 13 años de gobiernos progresistas, no sería sustentable hoy, al menos sin resistencia de los sectores más humildes, los asalariados, los jóvenes, las capas medias, los trabajadores y jubilados A la luz de estos razonamientos, debemos tener en claro que el gran negocio de la derecha es la llamada gentilmente “flexibilización laboral”, que tanto elogian los empresarios y los economistas neoliberales que hoy orientan el programa económico de la oposición. En segundo lugar vendría el viejo sueño de privatizar las empresas, bancos, la salud y la educación pública, nuestro principal instrumento de igualación democrática, la Universidad de la República y las agencias de investigación. En este punto tendrían fundamental importancia los servicios: el agua, las comunicaciones, la energía y el financiamiento: OSE, ASSE, Antel, UTE y el Banco República serían los botines más preciados. Tal vez aun más preciada sea la privatización de la telefonía celular, la transmisión de datos y la banda ancha, como ocurre en toda la región y donde ha sido tan trabajoso conservar la soberanía sobre las telecomunicaciones. Después atacarían los programas sociales y  aplicarían la motosierra y debilitarían la seguridad social, el Mides y los planes asistenciales que se ejecutan para combatir la pobreza desde las intendencias, la escuela y el Banco de Previsión Social. La derecha uruguaya ha perdido sus límites y tiene muy debilitada su natural  prudencia; se siente amparada, envalentonada y respaldada por el contexto regional. Sepamos que esta elección es más que una cuestión política: es una cuestión económica en la que se juega la supervivencia de trabajadores, jubilados y pobres que no figuran en la agenda de los terratenientes y banqueros que siguen manejando los partidos tradicionales.  

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