Hace un tiempo llegó a mis manos un artículo de prensa que hablaba de Cristina Cattaneo, una médica forense italiana, directora del Laboratorio de Antropología y Odontología Forense de Milán, que durante estos últimos años decidió dedicarse a dar nombre a los migrantes que mueren en el mar Mediterráneo.
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Náufragos sin un rostro parece ser el nombre del libro que aún no leí, en el que ella cuenta acerca de esta decisión de devolver la identidad a cada náufrago, como acto dignificante de lo humano para aquellos que perecen intentando otra vida. Una identificación que también considera clave para sus familias.
“Es importante no solo para dar dignidad a un cuerpo, sino también para quien se queda atrás. No hay nada peor que lo que se llama “la pérdida ambigua: es decir, no saber si tu hijo está vivo o muerto, si tu padre está en el fondo del mar o sigue vivo.
Es un derecho sacrosanto, pero nadie se mueve por ello”, expresa la autora en el video de presentación de su libro. Mientras la escucho, pienso: ¡si sabremos los uruguayos del dolor de la ambigüedad, del no saber qué ha ocurrido, de no contar ni siquiera con los restos de la persona que amamos para llorar la pérdida y comenzar a elaborar el duelo!
No conozco a Cristina Cattaneo, pero me impresionan algunas aseveraciones que ella hace. Con claridad meridiana nos presenta este mundo en el que hay categorías de humanos. Nos invita a imaginarnos qué pasaría si un avión llenito de italianos se estrellara en la costa de otro país. Se pregunta: ¿aceptaríamos que recibieran sepultura sin que fueran identificados? “No lo aceptaríamos. Y entonces, ¿por qué aceptarlo cuando quienes mueren son esos extranjeros?”. Vivimos en un mundo donde parece que algunas muertes valen o duelen más que otras.
Su actividad es, sin lugar a dudas, fundamental para restituir la mirada desde lo humano y la condición de las personas en este mundo clasificador de vidas, en el que algunos gozan de los privilegios más innecesarios y extravagantes y a otros les toca simplemente intentar sobrenadar, sobrevivir, muchas veces sin éxito.
Los demás buceamos desconcertados entre las imágenes y las palabras: el mar Mediterráneo convertido en una fosa común con cuerpos de quienes quisieron construir otra vida, buscando desesperadamente otro escenario para reiniciar un destino posible. Los relatos son espeluznantes. Algunos náufragos llevan en su cuerpo las fotos de sus familias, sus libros, los objetos personales o los paquetitos de tierra y arena de su patria quizás para no olvidarse nunca de sus orígenes o sentir que esa porción de tierra trasladada podría funcionar como un amuleto que asegure algún día el retorno, “con los sueños cosidos al alma”.
Hay una historia que sin desmerecer a las otras, me conmueve aun más. Se trata de una de las víctimas del naufragio de un pesquero frente a las costas de Libia ocurrido el 18 de abril de 2015. Un naufragio terrible, considerado el mayor de los últimos tiempos, que dejó cerca de 1.000 muertos.
Mi atención especial se explica quizás porque se trata de un adolescente y quienes trabajamos con ellos nos sentimos arrogantemente más próximos o creemos tener mejores condiciones para imaginar las motivaciones. Este jovencito procedente de Mali llevaba algo pesado cosido a sus ropas: el carné con sus calificaciones del colegio. “Al retirarle una especie de campera impermeable, encontramos cosidos en su interior algunas hojas dobladas. Ahí decía, en francés, bulletin scolaire (boletín escolar) y debajo, las palabras mathematiques, sciences physiques…”.
Un boletín de calificaciones, casi como un salvoconducto, acredita lo que se sabe, da cuenta de una vida estudiantil propia de la adolescencia. Algunos fabulan acerca de las expectativas que habría tenido este joven creyendo que el carné de notas le serviría como carta de presentación en Europa. Yo, sin embargo, prefiero imaginar qué palabras y pensamientos acompañaron esa decisión. ¿Qué madre, padre, tía o abuelo cosió amorosamente a su ropa este boletín de calificaciones como prueba material de un desempeño que debería permitirle integrarse al mundo desconocido? ¿Lo habrá cosido él mismo? ¿Qué sueños cobijaron quienes participaron en esa decisión? Viajar con el boletín de notas cosido a la ropa… una confirmación sobrecogedora que creo que nos enfrenta a la importancia de lo educativo en la vida de una persona, al valor del saber y de tener constancia material de lo aprendido como modo de demostrar un recorrido vinculado con el conocimiento, el valor de un tiempo invertido en la infancia y la adolescencia para saber más y poder tener una mejor vida. Pocas veces reflexionamos sobre el valor simbólico de algunos objetos que forman parte natural del escenario de nuestra cotidianeidad. ¿Y si nos tocara algún día partir inexorablemente? ¿Qué elegiríamos para llevarnos como emblema del recorrido y punto de partida de una vida nueva creada en nuestra mente desde la esperanza?
Por lo pronto, sería bueno recordar cada día que algunos humanos terminan siendo náufragos sin rostro, restos humanos sin nombre, personas que corren el riesgo de desaparecer, de ser olvidadas por todos. Personas que nos recuerdan el gran naufragio que estamos viviendo como humanidad.