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Editorial Estudiantes | Liceo |

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Los dolores que nos quedan, son las libertades que nos faltan

Todavía hay gente que no acepta que los estudiantes tengan un lugar en el liceo para sus actividades. Lo que parecía normal en 1958 hoy resulta intolerable.

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Pasó más de medio siglo y todavía hay gente que no acepta que los estudiantes tengan un lugar en el liceo para sus actividades. Lo que parecía normal en 1958 hoy resulta intolerable. Todavía hay gente que no comprende que los directores y profesores tienen que dialogar con los estudiantes, que no hay que imponer, sino persuadir, que la autoridad no se impone con represión, sino con diálogo, que a veces vale más el silencio que mil palabras, que los niños, niñas y adolescentes tienen derechos, que estos muchachos y muchachas, que algún imbécil agarraría de los pelos, dentro de 20 o 30 años serán los parlamentarios, los escritores, los profesores, los trabajadores, los artistas, los músicos, los investigadores, los legisladores, los deportistas, los ministros.

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En marzo del año 1958, hace 65 años se inauguraba el nuevo local del liceo 2 Héctor Miranda, en la calle Bacigalupi, entre Madrid y Hocquart.

Ese año ingresé a secundaria. Había hecho los seis años de primaria en la escuela que aún existe en la calle Piedra Alta y vivía en la calle Venezuela, a una cuadra de la placita, más o menos en el punto medio entre la escuela y el liceo.

No había pasado mucho tiempo -tal vez unos meses- que elegimos a los delegados de clase, hicimos unos estatutos, constituimos un gremio, nos reunimos en asambleas, hicimos elecciones, creamos la Asociación de Estudiantes del Liceo Miranda y adherimos a la Federación de Estudiantes de Secundaria.

En setiembre, con 12 años ocupé el liceo. Era el más chico y me tocó hacer la limpieza. Mi papá y mi mamá iban a verme todos los días, de mañana y de tarde.

En octubre marchamos con los estudiantes universitarios por la Ley Orgánica de la Universidad. Los blancos, que eran oposición, la apoyaban, los colorados votaban en contra.

De los dirigentes estudiantiles de la época pocos quedan vivos, quizás el Pancho Sansiguiñedo, con el que nos encontramos de tanto en tanto en Facebook.

El día que se aprobó la ley en el Senado, marchamos por Fernández Crespo (ex Sierra) hasta la Universidad cantando la Marsellesa. Defendíamos la autonomía y el cogobierno como en Córdoba en 1918.

Cincuenta años después de la reforma de Córdoba los estudiantes luchábamos por la democratización de la enseñanza. Como en 1918 y como hoy.

Con la complicidad de los profesores, entre los que había blancos, colorados, socialistas, comunistas, democristianos, independientes y sin partido, fuimos creando formas de organización y actividades paracurriculares.

Hicimos un grupo de teatro que dirigió el actor y director de El Galpón César Campodónico, un taller de literatura con Ducho Sfeir y Mercedes Reim, un campeonato de fútbol que organizó un alumno, Rafael Fernández, que fuera luego de muchos años vicepresidente de la AUF, un campeonato de básquetbol en el que participaban alumnos que luego estuvieron en la liga mayor e incluso en la selección, como Roberto Prieto, Bernardo Larre Borges, Jorge Quartino, el Flaco Percaz y Atilio Caneiro.

Sacamos un periódico que dirigía Nora Castro, quien con los años fue presidente de la Cámara de Diputados.

Quisiera recordar a todos mis compañeros de esas actividades con las que continuamos en los cuatro años del primer ciclo y luego en la Asociación de Estudiantes de Preparatorios del Miranda.

Había muchachos de todas las tendencias, incluyendo algunos que luego integraron el Consejo de Estado de la Dictadura. Hubo algún facho que con los años se hizo tupa y algún izquierdista que se hizo medio facho.

Si bien quisiera recordarlos a todos, voy a mencionar a Óscar Tabárez, Ricardo Alarcón, Esteban Gesto, Milita Alfaro, Lilián D’Elía, Pelín Rodas y Néstor Macedo, quienes fueron y aún son destacados profesores de las facultades de Veterinaria y Medicina respectivamente.

El director del liceo era un viejo profesor, autor de los libros de Matemáticas que se estudiaban en la época.

Era conocido por su sobriedad y su severidad.

Manuel Pereyra, así se llamaba, tenía fama de enojado, de pelo muy blanco, muy equilibrado, severo, justo, respetuoso y de pocas palabras. Cuando tenía que hablar, hablaba, cuando pedíamos ser escuchados, escuchaba.

En seis años siempre lo vi con el mismo traje gris, sus zapatos negros, su camisa blanca muy planchada y su corbata oscura.

Cuando hacíamos paro o huelga, se paraba en la escalinata y con su presencia, en completo silencio, ponía orden, protegía el derecho de los que quedaban afuera y el de los que querían entrar a clase. Si nos sonreía, respirábamos.

Nos había autorizado a tener un salón como local gremial y un gran salón para las asambleas, las actividades gremiales y culturales, los ensayos de teatro y algún evento de cine club, conferencias a las que invitábamos a todos los compañeros y debates sobre temas diversos.

El liceo se había convertido en nuestra segunda casa y aún hoy, cuando vamos a votar en los días de elecciones, sentimos una emoción particular y un cariño inmenso por nuestra vieja casa de estudios.

Después vino todo lo que vino, las luchas por la rebaja del boleto estudiantil, la visita del Che Guevara, el asesinato de Arbelio Ramírez, la muerte de Líber Arce, Hugo de los Santos y Susana Pintos, el crimen de Castagneto y otros muchachos, los tupamaros, las muchachas de abril, el pachequismo, la unidad sindical, las lucha de los obreros de la carne, el Pantanoso, las marchas de obreros y estudiantes, el golpe de Estado, la huelga general, las torturas, el exilio, la cárcel, la resistencia de las chiquilinas de la UJC, la dictadura, el intento de aniñar a los gurises, la libertad de los presos, los abrazos, la democracia, la resistencia a la reforma de Rama, la lucha de los muchachos y las muchachas por la ampliación de derechos y contra la baja de la edad de imputabilidad.30 años después de la inauguración del liceo Miranda, cuatro de mis hijos luchaban en el mismo liceo por el mantenimiento del local gremial. Eran otros muchachos, otros profesores, otros vecinos, otros gobiernos, pero los mismos López.

Pasó más de medio siglo y todavía hay gente que no acepta que los estudiantes tengan un lugar en el liceo para sus actividades. Lo que parecía normal en 1958 hoy resulta intolerable. Todavía hay gente que no comprende que los directores y profesores tienen que dialogar con los estudiantes, que no hay que imponer, sino persuadir, que la autoridad no se impone con represión, sino con diálogo, que a veces vale más el silencio que mil palabras, que los niños, niñas y adolescentes tienen derechos, que estos muchachos y muchachas, que algún imbécil agarraría de los pelos, dentro de 20 o 30 años serán los parlamentarios, los escritores, los profesores, los trabajadores, los artistas, los músicos, los investigadores, los legisladores, los deportistas, los ministros.

No serán capaces de entender que en el liceo se aprende, además de los contenidos curriculares, a ser ciudadanos, a compartir, a respetar, a pensar, a tolerar, a disentir, a hacerse respetar, defender derechos y a luchar

No serán capaces de comprender que lo principal es la justicia y la libertad.

“Que -como enseñara José Ingenieros- juventud sin rebeldía es servilismo precoz”.

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