La Revolución nicaragüense no fue la obra cumbre de un grupo de comandantes ni el truco deslumbrante de un prestidigitador que acabó con la tiranía dinástica de los Somoza. Fue el fruto de una larga y dolorosa lucha protagonizada por una multitud, fundamentalmente anónima, inspirada en la idea del héroe anticolonialista Augusto César Sandino, que echó a los yanquis de Nicaragua y murió traicionado. Durante los diez años que transcurrieron entre la victoria de julio de 1979 y las elecciones de 1990, en las que el Frente Sandinista cayera frente a la derecha, la contrarrevolución, organizada y financiada por Estados Unidos no otorgó ni un minuto de tregua a la epopeya revolucionaria, al punto de que aquel resultado electoral sólo puede explicarse por el anhelo mayoritario de los nicaragüenses de acabar con la guerra, incluso a costa de la derrota de un sueño. Si es cierto que la oportunidad del poder y el desafío de conservarlo en mitad de una guerra amalgama a las fuerzas de los que lo ejercen, y suspende las contradicciones que albergan en su seno, más cierto aun es que la derrota es un hito removedor de la cual rara vez se sale unido. En 1990 el FSLN perdió la elección, la revolución fue desmantelada y el sandinismo ingresó en una terrible confrontación interna, nada extraña a la que atravesaron todos los movimientos políticos de la izquierda, ya no por haber perdido lo que se había ganado en su lugar, sino por el contenido traumático planetario que tuvo la caída del campo socialista en esta trinchera del pensamiento. Es así que entre 1991 y 1995, dos corrientes antagónicas se disputaron la conducción del sandinismo, una de ellas de carácter dialoguista y renovador, de tendencia socialdemócrata, dirigida por Sergio Ramírez, y otra de carácter más confrontativo ortodoxo, de asumido marxismo, que dirigían Daniel Ortega y Tomás Borge. Entre los que se fueron del Frente Sandinista por esos años se cuentan algunos de los intelectuales más renombrados que participaron de la revolución, como Gioconda Belli, el poeta y religioso Ernesto Cardenal y el escritor Sergio Ramírez, que había sido hasta 1990 vicepresidente de Nicaragua. Este último se fue del FSLN a principios de ese año, liderando a 29 de los 38 diputados del Frente, que abandonaron el partido con él, fundaron el Movimiento de Renovación Sandinista, se quedaron con las bancas y votaron una reforma constitucional que suprimió la Constitución revolucionaria aprobada en 1987, desoyendo el mandato del Frente Sandinista. Ciertamente, muchos de los nombres más reconocidos de la revolución apoyaron al MRS en las elecciones del año 1996, que impulsaba a Ramírez como candidato a la presidencia, pero este movimiento y sus cuadros tan prestigiosos obtuvieron en la elección presidencial 7.665 votos a presidente y algo más de 20.000 votos a lista de legisladores, mientras que el FSLN de Daniel Ortega obtuvo cerca de 665.000 votos, que no le fueron suficiente para ganar la elección, pero sí para dejar claro de qué lado estaba el pueblo sandinista en la batalla interna por su orientación. Retrocedamos a esos instantes posteriores a la derrota electoral de 1990. Habiendo sido vencidos, el Frente Sandinista impulsó entre febrero y abril de ese año una serie de leyes que serían conocidas luego como “leyes de la piñata”. En particular, las leyes 85 y 86, que estipulaban la transmisión de la propiedad de las viviendas que habían sido expropiadas y otorgadas por el Estado revolucionario y la legalización de viviendas y tierras ocupadas durante los años de revolución, muchas de las cuales habían pertenecido a la burguesía nicaragüense que se había ido masivamente a Miami. Estas leyes especiales favorecieron a cientos miles de familias, aunque no por ello debe soslayarse que bajo el amparo de estas figuras legales se conocieron hechos de corrupción que involucraron a algunos dirigentes y exdirigentes sandinistas que se habrían quedado ellos mismos con propiedades. Sin embargo, estos hechos de corrupción no invalidan ni el propósito ni la oportunidad de la norma que permitió asegurar la vivienda obtenida por muchísimos nicaragüenses humildes beneficiados por la revolución. Es necesario hacer este introito histórico para advertir a los que, sobre todo desde la izquierda, invocan a famosos referentes del sandinismo como si fueran los verdaderos representantes de su legado, que el pueblo sandinista, único tributario de su gloria, y protagonista excluyente de la peripecia revolucionaria, se quedó en el FSLN y le dio la espalda sistemáticamente a los nombres propios que intentaron enfrentarlo electoralmente, llámese Sergio Ramírez, Carlos Mejía Godoy, que fue candidato a vicepresidente por el Movimiento de Rescate del Sandinismo de Henry Lewites o Henry Ruiz, Modesto, uno de los nueve comandantes de la revolución. Repasemos otra de las famosas “leyes de la piñata” del Frente Sandinista por su trascendencia histórica: la ley 89. En esta ley de abril de 1990, poco tiempo antes de entregar el poder, se le otorgó la autonomía a las universidades y en el artículo 55 de la norma se obligó al Estado a brindarle a estas un presupuesto no inferior al 6% del presupuesto general de ingresos de la República. La relevancia política de esta ley no está dada sólo por su contenido, sino porque ambientó un movimiento impresionante de los estudiantes universitarios, organizados en la Unión Nacional de Estudiantes de Nicaragua, que durante los 17 años que transcurrieron entre que el sandinismo entregó el gobierno y que lo recuperara mediante elecciones en 2007, exigieron el cumplimiento cabal de la obligación presupuestaria de 6% a una seguidilla de gobiernos neoliberales que hicieron todo por incumplirla. La UNEN es y ha sido siempre la organización estudiantil universitaria de Nicaragua y su persistencia movilizada tuvo mucho que ver con el retorno del Frente Sandinista al poder. En aquellas movilizaciones por el 6% no era extraño que fueran víctimas de represión e incluso el presidente de la UNEN perdió una pierna por un balazo en una movilización, en la que, además, otros dos estudiantes fueron asesinados por la represión. Recién cuando el FSLN recuperó el gobierno en 2007, el 6% fue reconocido y otorgado de acuerdo a la interpretación auténtica de la norma que habían hecho la Asamblea Nacional y la Corte Suprema, que favorecía los reclamos de la comunidad universitaria. La reforma previsional y el estallido Han pasado once años desde que Daniel Ortega volvió a la presidencia. En las últimas elecciones, del 6 de noviembre de 2016, la victoria de la fórmula integrada por Ortega y su esposa Rosario Murillo alcanzó 72% de los votos con una participación de 68% de los habilitados. Más allá de las denuncias de fraude, ninguna tuvo relevancia para impugnar el resultado abrumador de la elección, por lo que los que insisten en que Ortega es un dictador simplemente están ignorando la contundencia del pronunciamiento de los nicaragüenses en las urnas. Para volver al gobierno, el sandinismo tejió alianzas con sectores que habían sido contrarrevolucionarios, y entre las más polémicas se cuenta el acercamiento a una parte de la Iglesia encabezada por el cardenal Miguel Obando y Bravo, fallecido este año, quien fuera durante los años de la revolución uno de los más férreos opositores del FSLN y patrocinante de la Contra. El acercamiento de Obando y Bravo a Ortega fue ferozmente criticado por la derecha, que lo odió durante sus últimos años de vida, como por una parte de la izquierda internacional y de los exsandinistas, que observaron en ese acercamiento una señal de la “desviación” de Ortega: una suerte de conversión mística que alienta Murillo y que incluyó la penalización del aborto como forma de obtener el favor del voto católico en un país de población muy creyente. En los once años de gobierno sucedidos desde 2007, Ortega mantuvo también una buena relación con el Cosep, que es el consejo de la empresa privada nicaragüense, pero también con los trabajadores. De este modo, esta alianza tripartita, que no fue gratuita, permitió una década de estabilidad en un país con una economía muy frágil -la más pobre de América Latina, después de Haití- y un crecimiento económico espectacular sostenido en un promedio de 5% anual. Junto a ello, el gobierno desarrolló varias decenas de programas sociales orientados a la población más humilde que redundaron en una franca disminución de la pobreza y en un aumento del salario mínimo y del ingreso medio muy superior al período neoliberal que lo precedió durante 17 años. Nicaragua se convirtió en el país más seguro de la región, con una tasa de delitos muy inferior a sus vecinos y, como indicador elocuente, un tasa de homicidios de seis por cada 100.000 personas, menor que el de Uruguay y seis veces más chico que sus países fronterizos. Pero la alianza con los empresarios se rompió. El detonante fue la reforma del Instituto Nacional de Seguridad Social. Hace años que se sabía que la seguridad social atravesaba una situación crítica. El Fondo Monetario Internacional había previsto en su última visita que todo el sistema de pensiones colapsaría en 2019. Es que si durante el período posterior a la derrota de la revolución y hasta 2007, los beneficios de la seguridad social eran precarios, mínimos o inexistentes, con los gobiernos de Ortega la situación había cambiado mucho. Ahora mismo en Nicaragua la edad jubilatoria es de 60 años y apenas se exige una cotización formal de 750 semanas que, en términos concretos, no alcanza ni a los 15 años. Con esos años de aportes y esa edad se puede obtener una jubilación de acuerdo a los ingresos de la vida activa, pero incluso quienes no llegan a tenerlos, si prueban 250 semanas de aportes (cinco años), se hacen beneficiarios de una pensión reducida. Además, los beneficiarios de la seguridad social tienen derecho a múltiples estudios y tratamientos médicos no sólo en el país, sino también en el extranjero cuando no se realicen localmente. El FMI propuso una reforma que implicaba recortar las jubilaciones, aumentar la edad jubilatoria, incrementar el número de semanas aportadas requeridas y eliminar las pensiones reducidas. El gobierno de Ortega se opuso a ese proyecto bien típico del FMI y, por el contrario, impuso una reforma que aumentaba el aporte patronal de 19% a 22,5%, mientras que los aportes de los trabajadores se incrementaban sólo 0,75%, deduciéndose de las pensiones 5% para los gastos de salud. Esta reforma previsional generó la ira de los empresarios, muy bien alimentada por los medios de comunicación que intentaron presentar el cambio como un perjuicio a los jubilados y pensionados, pero no de las organizaciones sindicales que conocían el contenido de un proyecto que era mucho más progresista que el programa de reforma previsional que impulsaba el empresariado en tándem con el FMI. A partir de allí y de la confusión que reinaba sobre la reforma del INSS, se producen algunas manifestaciones contrarias al decreto, y el involucramiento de estudiantes, en particular, estudiantes universitarios de clases media alta y alta contrarios a la dirigencia de la UNEN, que apoyaba la reforma. Los enfrentamientos entre jóvenes y estudiantes sandinistas que apoyaban la reforma y los opositores detonó la crisis. Ya desde el principio hubo muertos de los dos lados y aunque Ortega intentó detener la revuelta derogando el decreto cuatro días después haberlo emitido y convocando una mesa de diálogo con mediación de la Iglesia, la crisis escaló y escaló, naturalmente, porque el Diablo metió la cola. 92 días de violencia Si la represión inicial es injustificable, lo que motivó la renuncia de la directora nacional de la Policía nicaragüense, exguerrillera sandinista que dirigía el cuerpo desde 2006 y que había llevado adelante una gestión muy importante para feminizar la fuerza, el estallido de violencia que terminó con la vida de cientos nicaragüenses dista de ser el resultado de una “masacre” del gobierno sobre los opositores. Durante 92 días se produjo una cantidad impresionante de hecho violentos en los que murieron tanto sandinistas como antisandinistas en cantidades similares. Se quemaron instituciones públicas, dependencias universitarias, municipios, alcaldías, edificios y hasta locales de medios de comunicación como las radios sandinistas Nueva Radio Ya o Radio Nicaragua y la opositora Radio Darío. Hubo francotiradores, secuestros de sandinistas, gente quemada, torturas bendecidas por curas opositores y una amplísima operación propagandística para presentar todos los hechos como una cruenta acción gubernamental contra un movimiento demócrata de autoconvocados y una así llamada Alianza Cívica para la Justicia y la Democracia, integrada por el consejo de la empresa privada, la cámara de comercio americana nicaragüense, las patronales rurales y el Movimiento 19 de abril de estudiantes de derecha, que incluso viajaron a Estados Unidos a reunirse con los referentes de la derecha republicana Marco Rubio e Ileana Ross Lehtinen, quienes promovieron en 2016 la “Nica Act”, una ley, aprobada en el Congreso, claramente injerencista que impide el financiamiento internacional del país. El manual que siguió adelante luego de los enfrentamientos iniciales fue parecido al de Venezuela y el diálogo quedó en la nada cuando la Iglesia, que en teoría iba a actuar de mediadora, exigió la renuncia del presidente y el adelantamiento de las elecciones. Para propiciar el diálogo, el gobierno aceptó acuartelar a la Policía, pero lo violencia no cedió y hasta las comisarías fueron rodeadas durante semanas por manifestantes organizados y armados. También fueron incendiadas sedes de la Unión Nacional de Estudiantes de Nicaragua, que se mantuvo siempre del lado del oficialismo. Finalmente, el sandinismo se propuso recuperar el control del país, con localidades enteras tomadas por fuerzas opositoras e inició una operación política y policial llamada “Caravana de la libertad”, que les permitió recuperar cada uno de los territorios, hasta que el martes 17 de julio se dio el operativo decisivo para tomar Monimbó, donde resistía el último bastión controlado por opositores violentos. El 19 de julio, el Sandinismo organizó el 39º aniversario del triunfo de la revolución en una serie de actos gigantescos, el más importante de ellos en la Plaza de la Fe de Managua, ya con la sensación de haber recuperado el control total del país. Es indiscutible que en los 92 días hubo actos de represión y actuaciones indefendibles de fuerzas progubernamentales, pero no es cierto que del otro lado hubiese un movimiento pacifista. Por el contrario, la violencia opositora, promovida por el empresariado y la derecha, con el auspicio de grandes medios de comunicación como La Prensa, el principal diario de Nicaragua, francamente derechista, y con financiamiento de Estados Unidos, siempre a la orden para desestabilizar países que no se alineen con sus designios, tienen una responsabilidad enorme con lo que sucedió en el país y con este intento real de derrocar a Ortega. El que no quiere ver la actuación del imperialismo y no quiere meterse en la complejidad de lo sucedido puede levantar su dedo acusador contra el líder del FSLN por todos los motivos que se le ocurran, al fin y al cabo nunca se sentirá solo en un mundo donde más de 95% de los medios de comunicación van a presentar al gobierno del FSLN como una tiranía sangrienta, pero la realidad es mucho más compleja y en Nicaragua en estos 92 días hubo un intento de golpe de Estado contra un gobierno electo con más de 70% de los votos.
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