La nueva sociabilidad impuesta por la telefonía móvil, más tarde por las pantallas móviles y por el sistema de comunicación WhatsApp, sobrelleva un test importante con las fiestas tradicionales, reducto en principio inexpugnable de las relaciones primarias, cara a cara, sin mayor intermediación tecnológica. Es imprescindible, antes que nada, entender la lógica de la nueva sociabilidad no presencial, mediada por tecnologías y fines comerciales por quienes aspiran a vender instrumentos que condensen el pasado, el presente y el futuro en un depósito con infinitas capacidades de interlocución y manipulación. Y luego, en lo que atañe directamente a esta columna, se plantean una serie de interesantes preguntas. ¿De qué manera se mantienen las sociabilidades tradicionales en la era de la sociabilidad físicamente no presencial? ¿Cómo se compatibilizan la sociabilidad tecnológicamente mediada, no presencial, de las generaciones más nuevas, con la inmediata, presencial, de las generaciones más antiguas? ¿Cómo se confunden y mezclan en una ocasión tan tradicional como las fiestas familiares, aptas para manifestar las diferencias intergeneracionales, pero en un contexto de concurrencia multigeneracional con varias hegemonías adultas? ¿Cómo se minimizan esas diferencias cuando hay un contexto multigeneracional en que la rutina favorece la hegemonía de los más experientes (cocinar, servir bebida, postres), que además son los que sobrellevan el peso económico y disfrutan del poder de la territorialidad de la localidad para las reuniones? ¿Cómo resulta la conmixtión, el cruce de generaciones, de formas de sociabilidad, de formas de comunicación, en un contexto tradicional y presencial, de preeminencia adulta? Dos sociabilidades tan diversas A cuenta de reflexiones más extensas y profundas, que el tema sin duda merece, digamos, a los efectos de esta columna, que la sociabilidad clásica, presencial, inmediata, cara a cara, no es mejor ni mayor que la actual, no presencial, mediatizada tecnomaquinalmente: es simplemente distinta, básicamente inconmensurable, y sólo jerarquizable a partir de prejuicios y no de juicios serenos y racionales. Cuando uno presencia, por un lado, la sociabilidad tradicional barrial de un banco de plaza o de un grueso tronco de árbol donde hablan animadamente varias personas y, por otro lado, una parada de ómnibus o una mesa de comidas rápidas donde los comensales no hablan entre sí casi nunca, y cuando lo hacen es por referencia a algo de sus teléfonos móviles, uno tiene la peligrosa tentación de afirmar, con una mezcla de fatua madurez y resignada sabiduría -como Julio Sosa cantando ‘Cambalache’-, que estamos ante el fin de la sociabilidad, que la gente ya no conversa, que las máquinas y la tecnología están expulsando lo humano de las interacciones cotidianas. Una versión refinada, precoz, y no evaluativa del fenómeno mostró un sketch de Espalter y Almada: se encuentran los dos de pie en una recepción, elegantemente vestidos y munidos de sus respectivos celulares. Se saludan, permanecen juntos, y cada vez que intentan conversar, suena alguno de los celulares. Cada interrupción virtual se evidencia como preferida a escuchar la palabra del otro, por lo que ensayan disculpas gestuales del tipo ‘perdoname, no ves que sonó’; como si no fuera posible cancelar la llamada celular entrante y sólo quede dejar en suspenso la palabra viva y presencial. Eso sucede varias veces hasta que uno de ellos sugiere la solución: “Llamame”. De forma grotesca, la comunicación mediatizada cancela la oportunidad de la inmediata, aun en una circunstancia presencial; sólo será posible, entonces, la comunicación si se recurre a la mediata. ¿Se trata de una perversión, de un índice de degeneración cultural o psicosocial? El desafío teórico está lanzado desde la simpleza y la contundencia del sketch: una comunicación sustitutiva de otra, o apta para agregar distancia y compensar sensorialidades inmediatas imposibles, se vuelve tan prioritaria frente a la presencial que sólo puede haber comunicación entre dos interlocutores, aun presenciales y a distancia sensorialmente apta, si se recurre a los medios de comunicación hechos para la no presencialidad o la distancia sensorialmente inhabilitante de la comunicación. ¿Perversión sociocultural? Todo indica que no se trata de un caso de alienación ni de perversión social, sino de un enorme cambio en la jerarquía de los vehículos de comunicación y otro también enorme en la utilidad virtual de la presencialidad inmediata frente a la utilidad de la no presencialidad mediata. No debe olvidarse aquello que Simmel sostenía a principios del siglo XX: la idea de que no hay nada más específicamente humano que una máquina, producto del Homo faber mejorado por el Homo sapiens, liberadora de la necesidad y generadora de tiempo libre teóricamente creador de cultura. Esto no inhibe que se llame la atención sobre ciertas conductas psicosociales novedosas: varios adolescentes -por ejemplo, aunque esto se extiende a otras generaciones- pueden estar sentados juntos sin dirigirse la mirada o la palabra, ensimismados en sus teléfonos, sin juzgarse como antisociales o irrespetuosos del otro. Es paradójico como una herramienta creada para comunicar a los no presentes y para contactar a los sensorialmente separados termina incomunicando a los presentes y desconectando a los que están sensorialmente al alcance. Hay una racionalidad presente en esa aparente irracionalidad socialmente decadente. Podríamos enunciarla así: la cantidad de datos almacenados y de interlocutores virtuales que están presentes a cada instante, sea para recibir comunicaciones o para enviarlas, vuelve a cada copresente probablemente menos importante que los no copresentes en la máquina celular; en otras palabras, la probabilidad de que la interlocución con un copresente sea más necesaria, divertida, útil o interesante que la que puede provenir de los miles de no presentes de interlocución viable por celular es ciertamente más baja para los nuevos habitantes del globo. Las máquinas, como extensiones de la sensibilidad y manipulación humana de los entornos, aspiran a mejorar la comunicabilidad entre actores no presenciales o a distancias en que la sensibilidad natural no lo permitiría. La mejoran de tal modo que la sustituyen y prometen mayor utilidad que la interlocución presencial. Por eso, en situaciones presenciales, la presencialidad y el alcance sensorial natural son despreciados en aras de mayores y mejores contenidos para los variados intereses humanos que lo que cualquier interlocutor presencial podría aportar. Esto no significa que los nuevos humanos desprecien la comunicación presencial; sólo que cualquier presencialidad fortuita, no buscada, promete menor interés, utilidad, diversión, que la interrelación con la máquina virtual no presencial. Pero estos nuevos humanos planifican reuniones, encuentros y otras presencialidades como lo hacían los antiguos humanos; sólo que las presencialidades fortuitas, los interlocutores efímeros, furtivos, anónimos, no son preferidos a los interlocutores virtuales, mucho más prometedores en contenido de información e instrumentos de comunicación y manipulación del mundo que la interlocución presencial no buscada. Hasta para el rumor y el conventillo cotidianos un celular-computadora es una fuente mucho más rica de insumos que la cola del supermercado o el diálogo acodados de ventana a ventana. Y que no me digan que el chusmerío en vivo es más rico, útil o divertido que la infinidad de rumores, imágenes y frases que inundan las redes sociales, cada uno de ellos, además, susceptible de intervención escrita, oral y visual si se desea y dispone de las herramientas técnicas necesarias. La última voltereta dialéctica El intento de mejora de la presencialidad, como hemos visto y analizado, ha llevado paradójicamente a un privilegio tal de la no-presencialidad para la sociabilidad en torno a los más diversos intereses, que parece que la sociabilidad estuviera condenada a desaparecer. Lo que sucede es exactamente lo contrario: la sociabilidad aumenta porque el contacto virtual, simultánea y secuencialmente, es mucho más abundante que con la sociabilidad presencial. Un nuevo humano, sin celular, está más deprivado, comunicacional y socialmente, que un vecino antiguo que no puede salir a la calle o asomarse a la ventana. La hipersociabilidad virtual no presencial, por otra parte, hace perder más tiempo que la sociabilidad material presencial, aunque también posee más virtualidades de utilidad trascendente. Las fiestas tradicionales son un interesante ámbito de negociación entre dichas sociabilidades, cruce que dejamos para una próxima entrega, una vez que usted haya pasado las fiestas y quizás le haya prestado atención a esto.
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