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Paco Espínola y sus putas tristes

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Acabo de leer, por tercera o cuarta vez en mi vida, Sombras sobre la tierra. La leo en un viejo ejemplar heredado de mi abuelo materno, subrayado a lápiz. Cualquiera podría decir que es una novela mansa, costumbrista, imbuida de los colores hondos de la tierra, pero su verdadero contenido es revolucionario e incendiario. Creo que es una de esas novelas monumentales, de las que uno se llevaría a una isla desierta. Varios de los significados de esta novela de Paco Espínola me son entrañables hasta el hueso. En primer lugar, la acción transcurre en algún lugar del interior del país; probablemente en San José, de donde él era oriundo, y como yo nací en el lejano Cerro Largo y transcurrí mi infancia y mi adolescencia en Minas, me siento identificada con un montón de imágenes que creía relegadas, en parte, al olvido. El río, los ranchos humildes de peones y de lavanderas, los caminos de tierra, las casas de zaguán y de postigos, la pieza que nunca abre sus ventanas, el ropero, la palangana en un rincón. En segundo lugar, la novela tiene de por sí un mérito trascendental: se ocupa de los más humildes y desvalidos, no desde el discurso político o social, sino desde la región inconmensurable del arte y de la vivencia. Gente miserable, o más bien transida por la miseria, tanto la del alma como la del cuerpo, es la que se asoma a esas páginas; gente capaz de trascender más de una vez esa degradación impuesta por las circunstancias y dar muestras de una dignidad ejemplar. Y al revés también. La novela hace honor a su título. Los seres que la pueblan son verdaderas sombras que buscan su lugar en la tierra. El protagonista, Juan Carlos, podría decirse que lo tiene todo. Es varón, blanco, estanciero, joven, rico, culto y valiente. Desprecia los dogmas y los prejuicios del pueblo y desafía todas y cada una de sus convenciones. Sabe de antemano que, en atención a su riqueza y condición, nadie se atreverá a cuestionarlo; y, sin embargo, se lo cuestionará, aunque de una manera tímida y vacilante. Esa escena, transcurrida en el club del pueblo -al cual sólo tienen derecho de entrada los socios, o sea, los aristócratas del lugar- no tiene desperdicio. Pero las verdaderas protagonistas de la novela son las mujeres, más específicamente las prostitutas de los arrabales del pueblo. Es un mundo que seguramente Espínola conoció a lo largo y a lo ancho. Su visión de la mujer pertenece a la más pura expresión artística, pero roza también la reflexión filosófica universal. Uno se espanta, del principio al fin de la obra, ante el drama humano que emana de ese escenario, se conmueve y se duele, pero además aprende que, al fin y al cabo, es cierta aquella frase del filósofo español José Ortega y Gasset: todos somos hijos de nuestras circunstancias, o de lo que el mundo ha hecho de nosotros. Juan Carlos, un personaje torturado, se enamora de una prostituta. Se emborracha de la mañana al amanecer y se va a dormir al prostíbulo, a la pieza de su amante, después de que esta termina de atender a los clientes. Dos por tres la golpea brutalmente; la insulta, le parte la nariz de un puñetazo, y llega al colmo de mandarla a dormir a la calle, como un perro, mientras él permanece en la pieza, inundada todavía del olor de otros hombres. Terrible y trágica, la novela no da tregua al lector. Las miserias del alma florecen allí como frutos monstruosos. En una casa velan a un muerto durante dos semanas para hacer unos pesos a sus costillas. Piden monedas para taparle los ojos hasta que la Policía se apersona y los obliga a darle sepultura. Las prostitutas, todas con orígenes familiares turbios y una historia plagada de abusos y abandonos, atienden sin descanso a los hombres. A veces, enfermas de sífilis, tienen que viajar a Montevideo para internarse en el temible hospital de la prostitución, un sitio mucho peor que el infierno, al que ninguna quiere ir. El relato gira en torno a ellas, las putas tristes, entre las cuales sobresalen Zulema, la dueña de la “pensión” o prostíbulo, y la Nena, la novia o amante de Juan Carlos. Se trata de un vínculo perverso, de amor y de odio, que ninguno de los dos parece capaz de cortar. La novela fue publicada en 1933, el año de la dictadura de Gabriel Terra. Su autor tuvo que ser muy osado para publicarla, habida cuenta de su contenido, que habrá escandalizado a casi todos sus lectores, por lo directo y descarnado de su prosa, pero también por la innegable denuncia social que emerge por detrás de la proeza narrativa. Toda la literatura de Espínola gira en torno a esa sufrida y violenta condición humana. Es evidente la intención del autor, quien hace decir a Juan Carlos en cierto momento: “Ha llegado el momento de hacer por los hombres algo más que amarlos”. Paco se murió, o eligió morirse, la misma noche del golpe de Estado en Uruguay, el 27 de junio de 1973. Era por sobre todas las cosas un formidable narrador oral, que cautivaba e hipnotizaba a la gente con su voz y con sus relatos. Algunos fueron volcados en su obra. Los más se perdieron sin remedio. Hijo de un conocido caudillo del Partido Nacional, participó en la revolución de Paso Morlán de 1935 contra la dictadura de Terra y se integró al Frente Izquierda de Liberación en los años 60,  junto a su primo Luis Pedro Bonavita. No quisiera terminar este artículo sin contar una anécdota personal. Supe conocer, a los 11 años, uno de estos prostíbulos de pueblo. Me llevó Teresa, una joven que tenía seis dedos en la mano derecha. Me dijo que íbamos a visitar a unas amigas suyas. Serían las tres de la tarde. Recuerdo un patio de tierra, unas latas con rosales y dalias, una enredadera y dos o tres gallinas. En el patio, en rueda de mate, estaban sentadas la hermana de Teresa y varias mujeres más. Me hicieron sitio entre ellas, me elogiaron las trenzas y me convidaron con algunas golosinas. Cuando regresamos, a eso de las cinco de la tarde, mi padre nos estaba esperando en la portera. Cambió unas palabras con Teresa y me metió dentro de casa. Años después me di cuenta. Había estado en un prostíbulo, del cual me quedó la sensación del sol en las paredes y del pan recién horneado, enorme como una luna llena. Conservo en mí, por tanto, un reflejo de ese universo que tan bien nos pinta Espínola, que, aunque trágico y doliente, es por otro lado una expresión más de la vida cotidiana. Yo conocí un prostíbulo distinto, uno al que la clientela masculina difícilmente podía o puede acceder, uno en el que ellas dejaban asomar su humanidad auténtica, se hacían confidencias, soñaban con un futuro más risueño y tejían esas ilusiones diminutas que nos van sosteniendo al paso de los días. Y querían amar. Espínola dice, en referencia al amor, que ellas buscaban a ese “semejante con quien la soledad se prolonga, que permite pensar en alta voz, ante el que no se está obligada a ocultar una pena, con el que se puede ser más digna, más femenina. Sentirse ella misma alguna vez… después de haberse desnudado diez veces en la noche ante ojos siempre renovados”. Y si en el medio están el horror y los golpes, la injusticia y la hipocresía, el cuchillo y la sangre, el dolor y la oscura revelación del destino, diciéndonos que no hay redención ni esperanza, es porque todos somos, en parte, “sombras sobre la tierra”. Todos tenemos un costado de alma primitiva, un debate particular que libramos con nosotros mismos, una dimensión desconocida que nos lleva a desatar fuerzas antagónicas. Una vez más, la buena literatura acude a mostrarnos la complejidad desgarradora de esta condición, a echar luz sobre ella y a obligarnos a mirarla; y eso, aunque duela, también redime, desde el momento que mueve a la reflexión y ayuda a descubrir que la ficción no es tal ficción, sino que su material de trabajo subyace en los más recónditos canales de la realidad humana.  

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