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Quién es quién detrás del sol

Imposible para almas mínimamente sensibles al fútbol no contagiarse de la denominada “fiebre mundialista” o “fiebre celeste”. Sin embargo, el ver en las calles y pantallas cientos de ciudadanos festejando envueltos en la bandera uruguaya nos obligó a preguntarnos: ¿se desdibujan los autoconvocados y Un Solo Uruguay en el intento de apropiación de los símbolos nacionales?

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Por Ricardo Pose   El concepto de patria, patriota, lo nacional, lo oriental -ya habíamos comentado en artículos anteriores- está en pleito desde que la izquierda ha ido ganando en el terreno cultural, en lo semiótico, ha ido ganando a la superestructura, a la ideología, al pensamiento, a las nociones  que las clases dominantes habían impuesto en Uruguay. Para los sectores más retrógrados, incluso, lo foráneo no sólo se asociaba en los lejanos 60 a las definiciones político partidarias, sino a “las nuevas modas” que traían el rock en contra de la música folclórica, las modas en el vestir que fundamentalmente hacían al poco ropaje femenino, etc. ‘La patria compañero’, de Numa Moraes, el estudio en profundidad del Reglamento Provisorio para la Seguridad de la Campaña y la Reforma Agraria del equipo de historiadores de Lucía Sala de Touron y otros autores, la Historia de los Orientales de Carlos Machado, fueron construyendo un discurso alternativo al oficial, que durante años construyó un Artigas inocuo y a destiempo -o mejor dicho destierro- de la nueva nación fundada primero y fundida después por los partidos tradicionales. Las misiones pedagógicas del maestro Julio Castro, las movilizaciones de los trabajadores del arroz, de la caña de azúcar, de la remolacha, fueron desnudando un Uruguay que no sólo era ese Montevideo con arquitectura de estilo francés que amortizaba sus conflictos en los resortes sociales heredados del batllismo. Para colmo de la intelectualidad reaccionaria, surgiría la pluma de Benedetti con su El país de la cola de paja; Montevideo no era solamente la capital de una mansa aldea donde pastaban vacunos en sus suaves y onduladas llanuras y se vivía en la euforia del triunfo en Maracaná. Paco Espínola, Onetti, Rosencof, el ya mencionado y una larga lista de nuevos cuentistas y narradores describían una ciudad en la que convivían sectores excluidos y que perfectamente entraban con su brutal pobreza en el puzle de miseria que luego narraría Galeano en sus Venas abiertas. El Uruguay de los años locos, de la ciudad luz, del Maracanazo, ocultaba aquel otro Uruguay que, al decir del Zita, tenía más que ver con la América mestiza y morena.   La orientalidad al palo La dictadura cívico militar fue el marco propicio para que emergieran con fuerza los valores más retrógrados y nacionalistas. Hasta el gobierno de Carter en Estados Unidos, el enemigo en todos los planos eran los rusos, pero la nueva política de vigilancia de los derechos humanos, que duró un suspiro en la Casa Blanca, habilitó un discurso que se ponía en una línea del medio entre rusos y americanos. La batalla cultural estaba librada y, con el mango de la sartén en la mano, estaban todos los medios a su alcance. En 1974 construyen el mausoleo para los restos del prócer. 1975 fue el año de la orientalidad; los que habían dado el golpe emitiendo por las radios la milonga ‘A Don José’ en voz de Los Olimareños, desataban ahora una profusa campaña publicitaria e ideológica; reivindicaba los símbolos nacionales por encima de las banderas partidarias, a las cuales desterraba del universo imaginario y hacia una convocatoria a un esfuerzo nacionalista: “Póngale el hombro al Uruguay”, “El Uruguay somos todos”. Luego, Dinarp mediante, a instancias del 150º aniversario de la Declaratoria de la Independencia, se llevaron cientos de actos oficiales y se inundó la pantalla de escolares y militares; todos los uniformados, desfilando, tan solitos ellos, en varias festividades. Siguiendo el ejemplo de Joseph Goebbels, jefe del Ministerio del Reich para la Ilustración Pública y Propaganda, construyeron e inauguraron obras de gran tamaño. La Plaza de la Nacionalidad Oriental inaugurada en 1978, hoy Plaza de la Democracia, hizo flamear un pabellón nacional de enormes proporciones en un mástil digno en tamaño de tal bandera. Apenas dos años después, viendo los resultados simbólicos que había logrado el Mundial Argentina 1978, se vino el Mundialito, Copa de Oro de Campeones Mundiales, cuyo jingle perdura hasta nuestros días: Uruguay, te queremos / Te queremos ver campeón / Porque en esta tierra libre / Un pueblo con corazón / Uruguay, te queremos / Te queremos ver campeón / Porque en este campeonato / Uruguay sos ganador. Si por estos lares había libertad, sólo sería Lamarque. Mientras el nuevo pabellón ondeaba con su sol con sonrisa de Mona Lisa en el cruce de las dos avenidas montevideanas, otros pabellones patrios en otras tierras reclamaban por el fin de la dictadura y la liberación de los presos políticos, al tiempo que denunciaban las barbaridades del régimen. Aquel también fue un año de “fiebre celeste”, y con mayor vigencia que nunca, la famosa frase popular: cueste al que le cueste.   Cual retazos A pesar de los esfuerzos y con la fuerza de las armas y del poder coercitivo del Estado a su favor, las clases dominantes no pudieron más que generar retazos de esa orientalidad. Los nuevos apóstoles del neoliberalismo de la Casa Blanca se reunían en Santa Fe para dar marcha atrás con la Estrategia de la Seguridad Nacional, terminar con la receta de los cuartelazos e instaurar la Teoría de los Conflictos de Baja Intensidad. En buen romance, le venían soltando la mano a los gobiernos militares. La huelga general contra el golpe, la resistencia en la clandestinidad y las campañas en el exilio, entre otros de la colcha de retazos, mantuvo la brasa encendida que permitía avizorar salir de este gobierno de facto, por más oriental y tierra de libertad que se intentara jactar de tener.   Los nuevos nacionalismos Si las nueve franjas y el sol se impusieron a la federal y tricolor artiguista para convertirse en un paraguas que cobija distintas creencias filosóficas, religiosas y políticas y condiciones de clase, las enseñanzas de apropiarse de los símbolos nacionales de Gene Sharp, el saboteador número uno de las reglas de juego republicanas, están destinadas al fracaso. El Partido Nacional, con su bagaje de sectores católicos, su estandarte blanco y celeste como los colores mayoritarios del pabellón nacional, su vínculo con los sectores del medio rural, sobre todo patricios y hacendados que reproducen valores culturales, acá y en otras partes del mundo, está destinado a ser el pendón de la síntesis de viejos y nuevos nacionalismos. Comprendiendo esto, no es raro que sus líderes admiraran al generalísimo Franco y hoy aplaudan a Trump o a cuanto rebrote  nacionalista surja en América Latina y Europa. Desde siempre, a pesar de que creen que su sola denominación es patente de corso de la representación nacional, los nuevos sectores movilizados o que e intentan alguna genialidad los corren por derecha, tratando de imponer, al igual que en aquel año de la orientalidad, la imagen de la bandera uruguaya, que está por encima, inmaculada, de las banderas partidarias. De hecho, vuelven a aquel discurso de Juan María Bordaberry: una nación que sólo puede avanzar sin el lastre de partidos políticos y movimiento sindical. Rafael Cotelo, entonces, comentarista deportivo en el Mundial, por Canal 10, en su entusiasmado discurso por el triunfo de Uruguay contra Portugal, se equivoca cuando dice que bajo esas banderas uruguayas no hay ni banderas políticas ni clases sociales. La pasión futbolera pasará, ojalá con algún triunfo digno para nosotros, pero pasado el Mundial, la globa volverá al medio de la cancha y el partido de fondo, el de la lucha de clases, seguirá.  

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