Por Leonardo Borges
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“Pelearemos contra los brasileños y contra Flores y si nos toca morir, aquí moriremos por la independencia de la Patria”, gritó fuerte Leandro Gómez el 26 de diciembre de 1864 ante las fuerzas colorado-brasileño-argentinas que se iban juntando en la ciudad sin murallas hasta llegar a 20.000.
Del otro lado, 800 hombres preparados para resistir. El resultado fue el esperado: venció la coalición de colorados, monárquicos brasileños y unitarios argentinos. Paysandú fue el ensayo de la Guerra de la Triple Alianza y hasta Leandro Gómez murió, pero la gloria quedó del lado vencido.
Un poco de historia
El 1º de diciembre de 1864, los sanduceros vieron llegar una tromba de hombres: unos 3.500 soldados arribaban desde Salto. No había dudas, eran los hombres de Flores. El caudillo colorado había intentado un par de veces tomar la ciudad, y después de ocupar Salto, logró su cometido.
Uruguay estaba sumido en una guerra civil, que tomaba poco a poco ribetes regionales como era de esperar. Flores había comenzado la revolución el 19 de abril de 1863, a la que había denominado proféticamente y con un doble sentido “Cruzada libertadora”. Por un lado, comenzó el levantamiento un 19 de abril, invadió desde Argentina, con la displicencia del presidente Bartolomé Mitre, a exactos 38 años del desembarco en la Agraciada. Por otro, sus banderas coloradas ostentaban una cruz, a la usanza de las Cruzadas europeas medievales. Era también una defensa del catolicismo, dados los supuestos agravios perpetrados por el presidente Bernardo Berro. Flores hacía un pedido en medio de la cruzada: “Mándeme hacer 400 banderolas para lanzas, de madraz y cinta de hilara punzó […] para la cruz”.
Así que esta “Cruzada libertadora” colorada, con un disimulado apoyo mitrista, defendiendo a la Iglesia Católica y con un posterior sostén brasileño, iba por Paysandú.
La invasión había comenzado durante la presidencia de Berro, pero en aquel diciembre de 1864, en un país en plena crisis, gobernaba Uruguay interinamente Atanasio Aguirre, quien no cedería a los revolucionarios: “No puede haber paz hasta la destrucción o completa sumisión del enemigo a la ley”.
El coronel Leandro Gómez era quien comandaba aquella plaza sin murallas y fue quien preparó la ciudad para resistir. Nacido el 13 de marzo de 1811, se hizo nombre durante la Guerra Grande del lado del Cerrito. Gómez fue oficial ayudante de Oribe, y posteriormente, en tiempo de paz (¿?), fue nombrado coronel, en 1860, para culminar en 1861 como oficial mayor del Ministerio de Guerra y Marina. Profundamente artiguista, algo particularmente extraño en aquellos años, había conseguido la espada de Artigas, que le había sido regalada al caudillo en 1815 por la Provincia de Córdoba. Posteriormente Gómez había ofrecido dicha espada al gobierno, en aquellos años presidido por Rivera.
En tiempos de cruzada, Gómez fue designado en el interior para luchar contra Flores. Al mando del general Diego Lamas, las fuerzas gubernistas se enfrentaron a los revolucionarios en Salto. Pese a la derrota, Gómez fue nombrado comandante militar de Salto, pero posteriormente transferido a Paysandú con el mismo cargo.
Fue allí donde logró repeler el primer ataque de las fuerzas de Flores, lo que le valió un ascenso a coronel mayor y las felicitaciones desde Montevideo. Pero otra suerte correría en aquel diciembre. El primero de mes llegaban los contingentes y ya para el tres recibía un ultimátum de Flores, que quedó para la historia: “El abajo firmado, general en jefe del Ejército Libertador, pone a usted de plazo para la entrega de la plaza, con su guarnición y todos los elementos de guerra que ella contiene, hasta pasado mañana día 5 de los corrientes a la hora de salir el sol. Efectuada la entrega de la plaza, los jefes y oficiales de esa guarnición obtendrán sus pasaportes para el paraje que designen, pudiendo permanecer en el seno de la República los que así lo soliciten. Vencido el plazo fijado y procediendo en seguida al ataque, usted pagará con su vida las consecuencias y desastres que puedan ocasionarse […] Dios guarde a usted muchos años. Venancio Flores”.
El ultimátum fue leído por Leandro Gómez y devuelto nuevamente a Flores, con una respuesta contundente escrita al dorso: “Cuando sucumba”.
Le seguía la firme firma del comandante Gómez. Gómez y los suyos se prepararon para resistir. Contaban con aproximadamente 800 hombres, a los que se sumaron algunos otros, llegando a un millar; aunque algunas crónicas, como la de Federico Aberasturi, hablan de defensores “de doce años”.
De los 3.500 hombres iniciales de Flores, se le fueron sumando poco a poco miles más. Una escuadra brasileña al mando de Tamandaré desde el buque Recife, con cinco barcos más; y los soldados de Mena Barreto, llegando en total, a cerca de 20.000 soldados. Los números no eran halagüeños para el comandante. Había que resistir.
800
Ochocientos hombres se preparaban para luchar contra miles, seguramente tratarían de llevarse con ellos, a la máxima cantidad que pudieran. La diferencia no amilanó al jefe de la guarnición ni a los soldados; pero la mayoría de ellos sabía que moriría. Seguramente si la historia de Paysandú se situara en otro contexto, más de una novela gráfica o un filme se hubiesen creado en su homenaje. Los 800 de Leandro lucharían hasta sucumbir.
El comandante de la plaza, sin murallas, la preparó para soportar. Este hombre enjuto y de pocas palabras, según las crónicas, no cedería un ápice al enemigo, al “asesino y traidor Flores”, pues prefería quedar sepultado en las ruinas de Paysandú antes que “ver deshonrado el Pabellón de esta pobre patria”.
Marcó un radio, excavó trincheras, levantaron una torre de ladrillo, colocaron los cañones… y esperaron. La torre defensora fue bautizada, proféticamente, Baluarte de la Ley.
Sin dar tiempo, el 6 de diciembre comenzaron a sonar los tiros y estallar las balas de cañón en la plaza. La diferencia era notoria: “Puede decirse que los enemigos nos están fusilando a cañonazos, porque treinta y tantas bocas de fuego vomitan sus proyectiles sobre nosotros”, contaba asombrado Hermógenes Masante, defensor de la ciudad.
Pero más allá de la diferencia; los sitiadores, pese a que lo intentaban, no lograban entrar a la ciudad. Paysandú era el escenario del terror; llovía plomo de día, crecían las tumbas a la noche. El 9 de diciembre hubo una tregua en la que algunas mujeres y niños se pusieron en resguardo de la guerra y con ellos se desbandaron cuatro soldados. Los civiles fueron puestos a resguardo en la Isla de la Caridad y ayudados por barcos neutrales que se encontraban como testigos mudos del sitio.
La resistencia prosiguió inconmovible y la leyenda iba naciendo. Muchas veces no podemos saber la diferencia entre verdad, si es que existe tal cosa, y las exageraciones románticas; pero la toma de Paysandú desde sus contemporáneos se tiñó de un tono definitivamente heroico. Si los 300 espartanos de las Termópilas fueron considerados héroes (mucho había de leyenda), estos 800 sanduceros levantaban simpatías; por esa diferencia numérica y por las historias que iban boca a boca por la Cuenca del Plata y más allá. Se cuenta que uno de los comandantes de un barco neutral español comentó sobre Leandro Gómez: “Con sólo dos hombres semejantes me animaría a recobrar Gibraltar”.
Fueron tantos los actos heroicos, cuasi leyendas, de aquel sitio. Desde Lucas Píriz, que “se paseaba entre sus hombres bajo una lluvia de balas, vestido de civil con galera, pero en zapatillas, como si fuese un profesor vigilando una clase”; o José María Braga, quien leía un libro en medio del combate. Pedro Ribero, con su camisa blanca “pasaba por entre la lluvia de proyectiles sin perder un ápice de su albura”; hasta el mismo Leandro Gómez, montando su zaino, con la bandera de Uruguay, recorriendo todos los rincones del sitio. Cuenta Acevedo que una bala de cañón mató a su caballo, todo según las crónicas de Lincoln Maiztegui.
Lo cierto es que pasaban los días y quedaba cada vez menos de la ciudad, y cada vez menos defensores. Del otro lado, Venancio Flores, Tamandaré y otros caudillos colorados esperaban. Entre ellos, José Gregorio Suárez, alias Goyo Jeta, por sus labios prominentes, en quien Gómez personalizara sus arengas: “¡No se acobarden, muchachos que les vamos a dar el vuelto al Goyo Jeta y a los macacos!”. El destino jugaría sucio y en manos del Goyo, el general escribiría su epitafio.
Concomitantemente a la defensa de Paysandú, en Montevideo el presidente Aguirre recibía las historias, engrandecidas durante los 500 kilómetros del viaje, y decidió ascender a Leandro Gómez a general. Al mismo tiempo, en diciembre, decretó rotos los Tratados de 1851 por medio de un decreto firmado por sus ministros: “Art. 1º- Declárese rotos, nulos y cancelados los Tratados del 12 de octubre de 1851 y sus modificaciones del 15 de mayo de 1852, arrancados violentamente a la República por el Imperio del Brasil”. En el siguiente artículo, reivindica los vilipendiados límites de Uruguay y la navegación de las aguas de la laguna Merín, ahora abierta a todas las naciones.
En otra resolución del 14 de diciembre expresa: “Procédase a la extinción por medio del fuego de los referidos tratados”. Y a falta de símbolos, en aquel Uruguay encrispado y truculento, fueron quemados en público al son del Himno Nacional, ante una muchedumbre enardecida. Mientras llovía plomo en Paysandú, Aguirre centuplicaba símbolos, declarando Beneméritos de la Patria a los defensores de Paysandú.
Los bombardeos se incrementaban, los tiroteos también; pero mientras más se repetían, los sitiados se quedaban sin poder de fuego. Así que debieron improvisar armas y municiones; y más crecía la leyenda: “Cuántas veces fue necesario abrir las troneras a fuerza de barreta, para que los cañones pudieran abrir fuego. Y cuántas veces, faltando la metralla, cargamos a piedra y cascotes esas mismas piezas”, contaba Masante. Otra historia fue la utilización de cabezas de fósforos como detonadores. Cuenta Ribero, uno de los defensores, que él mismo había experimentado con las cabezas de fósforos y había mostrado sus éxitos a Gómez. El general pensó y preguntó: “¿Y de dónde sacamos suficiente cantidad de fósforos?”. “De nuestro almacén, señor”, respondió Ribero. Inclusive se llegó a atacar lisa y llanamente con piedras.
Llegando la navidad, Gómez y sus hombres lograron atacar a un grupo y se hicieron de 250 fusiles. Pero cerca de fin de año se presentó lo peor. Llegaban miles de hombres, conducidos por Mena Barreto desde Brasil. Cuentan las crónicas que los ataques fueron virulentos, llovían las balas de cañón y los hombres de Gómez resistían con lo que tenían, fueron más de 50 horas de combate. Gómez, como un guerrero espartano continuaba, sin flaquear, soñando con la victoria, sosteniéndose en su patriotismo inquebrantable y en sus fieles soldados. Cuenta Ribero que una de las balas de cañón, de esas que oscurecían el cielo por el humo, “echó abajo la bandera que flameaba en la media naranja de la iglesia”. El teniente Enzina “cruzó la bóveda de la nave principal de la mencionada iglesia y subió por la escalera de la media naranja que quedaba en descubierto y colocó de nuevo la bandera”.
Los cadáveres se apilaban por montones, el hedor insoportable llenaba todos los rincones de la semidestruida plaza. No era posible enterrarlos, sólo observar como se descomponían, como una macabra escenografía de la guerra.
El 1º de enero, los defensores estuvieron de acuerdo en pedir una tregua a los sitiadores. Gómez y su reducido Estado Mayor enviaron un mensajero para hacer los arreglos. El mensajero (un prisionero colorado) y su mensaje quedaron del lado sitiador; es así que se envía a otro prisionero con la petición. La respuesta fue contundente y poco risueña. “Después de la obstinada resistencia hecha por la guarnición a su mando, sin esperanza alguna de salvación, no puede hacerse lugar a la tregua que usted solicita”.
Al mismo tiempo que Gómez estudiaba la comunicación con sus hombres de confianza, se infiltraban los sitiadores por todos los rincones de la ciudad. Cuando Gómez se enteró de las filtraciones, no tuvo tiempo de defenderse y fue apresado. El 2 de enero, la defensa fue quebrada y la bandera blanca de la rendición flameó por primera vez en un mes. El comandante de la plaza fue apresado por los brasileños junto con sus hombres (Ernesto de las Carreras, Belisario Estorba, Juan María Braga, Federico Fernández, Atanasio Ribero y Edviges Acuña). Pero un uruguayo, Francisco Pancho Belén, exigió a los prisioneros. Belén era hombre del Goyo Jeta y cercano a Flores, y justamente eso adujo; que Flores quería ver a los prisioneros. Cuenta Aberastury que “el comandante Belén, sin embargo, tomándolo del brazo le aseguró con felicitaciones y calurosas protestas que él estaba bajo el pabellón oriental y que tenía especial encargo de Flores de darle garantías y que deseaba hablar con él”.
Según las crónicas, hubo un enfrentamiento de autoridades entre norteños y colorados. Orlando Ribero recuerda que el tema se cerró, preguntándole al mismo Gómez, y que éste apelando a su patriotismo sentenció:
“Prefiero ser prisionero de mis conciudadanos, antes que de extranjeros”. Optaba sin saberlo por la peor opción.
Inmediatamente después, “Belén y Mora y varios oficiales –según cuanta Aberasturi– lo abrazaron con efusión y vivaron como los demás, asegurando al general Gómez que venían autorizados por todos lo generales brasileros y por Flores para garantizarle la vida y la de los oficiales”.
Belén, habíamos mencionado, era hombre del Goyo; y frente a él los llevó. Goyo era un colorado conservador antiblanco; acusaba a estos de haber torturado a su familia y, tras vejar a su madre, atarla con meneadores y prenderla fuego. Y desde entonces, no les daba cuartel. Y más allá de su tragedia personal, en la intransigencia del Goyo Suárez resonaban los ecos de la Hecatombe de Quinteros.
Un espécimen de lo más elocuente de aquella barbarie: “¡Quítelos de mi presencia, carajo! ¡No los quiero ver! ¡Páselos al fondo y cumpla su deber!”. El deber fue cumplido, aunque dos de los hombres fueron perdonados antes.
Leandro Gómez fue “acribillado a balazos y después hecho trizas a puñaladas hasta dejarlo completamente desfigurado”, según Aberasturi.
Mientras el cadáver todavía no parecía cadáver, un oficial colorado, don Eleuterio Mujica, cortó de un saque la barba del ya general Gómez para jugar con sus compañeros, haciendo que los pintaba con aquel macabro pincel.
Algunas crónicas son contrarias a esta idea. Plantean que en realidad Mujica estaba honrando al cadáver de su amigo. Cortó su barba, la ató delicadamente con una cinta color celeste y finalmente se la entregó a sus parientes.
Los demás fueron cayendo uno a uno, hasta llegar a 100 fusilados y, según algunos, torturados previamente por los hombres del Goyo. El Almirante Tamandaré reflexionó sobre el hecho como una mancha a la victoria conseguida y los norteños pretendían un escarmiento para los perpetradores. El canciller Paranhos escribió pidiendo castigo para Suárez y Belén por un atentado “que tanto empaña la victoria”.
Lo cierto es que tras los hechos y las justificaciones de Suárez, más allá de muestras efusivas de enojo de Flores contra los perpetradores, la realidad marcó que el Goyo Jeta, célebremente ascendido a Goyo Sangre, poco después fue nombrado general y el Pancho Belén siguió a su lado. Los ecos de Paysandú resonaron aquí y allá, de un lado y del otro del río Uruguay. Mientras los mitristas festejaban, los caudillos federales se apenaban. Pero la ayuda federal nunca llegó a Paysandú. A pesar de esto, muchos románticos intentaron ayudar; uno de ellos José Hernández, autor del Martín Fierro. Junto al poeta Carlos Spano llegaron hasta la Isla de la Caridad, donde observaron, sin poder actuar, la caída de la plaza.
Morían Gómez y sus hombres, pero nacía una leyenda que no conoce partidos, una historia de lucha contra las intromisiones, de defensa de la soberanía, pero sobre todo de una valentía cuasi quijotesca.
La urna, según los peritos, contiene:
-Fragmento de costilla derecha.
-Fragmento de costilla correspondiente a primera costilla.
-Trozo de periostio. -Fragmento de costilla izquierda.
-Trozo de metacarpiano.
-Fragmento proximal de costilla.
-Restos de cenizas.
-Pequeños trozos de restos.
-Polvo óseo.
-Otros restos de material no biológico (metal y madera).
-Dos vértebras dorsales.
-Una vértebra cervical.
-Un cúbito izquierdo.
-Una tibia izquierda con ausencia de epífisis proximal.
-Coxal derecho.