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Ajedrez, derechos humanos y soberanía cultural

Por Rafael Bayce.

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Usted se preguntará qué tienen que ver entre sí. Verá que mucho, si nos vamos hasta un significativo y llamativo episodio de fines de 2017. La ucraniana Anna Muzychuk debía ir a Riyadh, capital de Arabia Saudita, a defender 2 títulos mundiales, por 2 millones de dólares. Pero, ante la exigencia de los organizadores locales de que las mujeres usaran determinada vestimenta, no fue y renunció a sus títulos y al dinero, en lo que fue acompañada por su hermana, también ajedrecista top. Afirmó que: a) no jugaría según las reglas de otros; b) que no usaría lo requerido para las mujeres allí; c) que no se sometería a la obligación de estar acompañado por un varón para ir por la calle; d) que no se sentiría como una criatura de tercera por ser mujer. Dijo que era muy triste lo que perdía pero que peor sería perder su dignidad. Fue muy criticada pero también muy apoyada, por ejemplo por el 40% de los ajedrecistas masculinos. Los organizadores respondieron que nadie debería vestirse con vestimenta árabe-islámica, sino, y por primera vez, solo con un atuendo y colores sobrios en pantalones y blusas, lo que sería una importante flexibilización de los requisitos tradicionalmente exigidos, y tan rechazados por la ajedrecista y quienes la siguieron.

El episodio reúne condiciones óptimas para debatir un tema tan candente como filosóficamente espinoso: el arduo dilema o balance entre a) la vigencia universal de derechos humanos globales, vistos como superiores en jerarquía a las normas, valores, creencias y tradiciones más locales; y b) la preminencia de las culturas y tradiciones locales soberanas por sobre la universalidad trascendental de los derechos humanos. O su difícil compatibilización. En realidad, hasta las teorías geopolíticas más enfrentadas hoy divergen en torno a este dilema. Da para mucho, ya verá si sigue leyendo.

Antes que nada, autoanalícese. ¿Está de acuerdo con Ana? ¿En contra? ¿Duda? ¿No sabe? Veamos.

 

Derechos humanos globales vs. culturas locales

Hasta determinado momento de la historia, solo existían normas, valores, creencias y tradiciones de validez y vigencia únicamente local. Con los progresos de los transportes y de las comunicaciones, va apareciendo un universo trans-local, en el cual comienzan a enfrentarse, con pretensiones de verdad conflictivas, diversas normas, valores, creencias y tradiciones. Normalmente, los triunfos bélicos jerarquizan territorialidades, cada una de ellas con sus propios universos simbólicos; así, nacen reinos e imperios, que jerarquizan casi implícitamente los universos simbólicos de las comunidades que abarcan. Pese a que hay muchos ejemplos excepcionales de retroinfluencia de los vencidos sobre los vencedores, la regla es que los vencedores impongan sus universos simbólicos sobre los de sus vencidos, salvo explícita conveniencia de los vencedores para la mantención de ciertas autonomías subordinadas. Y así se desarrolla una translocalidad, una densa trama de interlocalidades, que se volverá internacional con la formal aparición y predominancia de los Estados nacionales por sobre las otras agrupaciones comunitarias humanas anteriormente surgidas.

Entonces, tanto la interlocalidad, como su posterior consolidación como internacionalidad, son formas de translocalidad, que luego irán dando paso a una forma más nueva de ella: la translocalidad transnacional, ocurrente como evolución de una translocalidad que secundariza cada vez más las localidades, más tarde nacionalidades. En ese movimiento de translocalización transnacional, de globalización, el ascenso de la legitimidad de los derechos humanos como bases trascendentales de la normatividad juega un papel relevante. No por ello ha permanecido sin críticas, pese al auge progresivo de la transnacionalidad sobre los localidades y otras translocalidades. Minoritarias y no muy publicitadas, claro, veremos algo de su importancia, al punto de que actualmente el mundo es llamado de ‘glocal’, mezcla variable de globalidades transnacionales y localidades.

Los derechos humanos, como causa-consecuencia de la translocalidad transnacional, se van imponiendo paulatinamente durante los varios siglos que abarcan la Carta Magna inglesa, la Revolución francesa, la Revolución norteamericana, sus efectos crecientes, y su final institucionalización legitimante desde las Naciones Unidas en pleno siglo XX, transnacionalidad internacional vinculante y subordinante de preexistentes localidades.

Los derechos humanos, planteados como ‘inherentes a la humanidad, a la persona humana’, obviamente no lo son, en la medida que nada lo es, sino que ha sido inventado y creído como tal, en cierto modo como las religiones y todo el imaginario sociocultural; el proceso de su imposición es un ejemplo perfecto del proceso descrito por Pierre Bourdieu como de ‘poder simbólico’, de dominación a través de una hegemonía no bélica, impuesta por medio de la naturalización de un arbitrario cultural, negado como tal y afirmado como natural. El contenido de los derechos humanos solo fue consultado a una ínfima minoría de las naciones y localidades durante el proceso de su imposición; responde en realidad a la exportación neoimperial pacífica, pero claramente etnocéntrica, de normatividades nacidas de países dominantes en diversos momentos (Inglaterra, Francia, Estados Unidos, el grupo de poder articulado por las organizaciones internacionales).

Su origen es político, en la medida en que intenta proteger al ‘demos’ del abusivo poder históricamente irrestricto de los ‘oligos’ (noblezas, monarquías, imperios, cleros, señores esclavistas y feudales); son más o menos contemporáneos de otra invención política exitosa y preñada de consecuencias duraderas: la soberanía popular. Una importante cualidad que reúne a estas invenciones ‘naturalizadas’ es que sustituyen a la revelación trascendente, religiosa, heterónoma, como ancla ética básica, en favor una autonomía trascendental, profana, espaciotemporalmente desligada de la trascendencia heterónoma revelada.

Pero sucede que ni los derechos humanos ni la soberanía popular son pacíficamente aceptadas por todos sus destinatarios, que fueron muy minoritariamente consultados, y que pueden no compartirlos. En primer lugar, toda la translocalidad histórica choca inevitablemente, en mayor o menor medida, más o menos conflictiva, con las localidades que subyuga y con sus heteronomías fundantes. Por ejemplo, el integrismo heterónomo revelado, trascendente, anclado en el corán, puede resistir normas, valores y creencias del complejo derechos humanos-soberanía popular que se plantea como autónomo, trascendental, humanamente originado; por eso mismo rechazable por ellos como non plus ultra de la normatividad. En segundo lugar, y como lo expresaron elocuentemente varias naciones africanas y asiáticas en un manifiesto muy considerado por Habermas: privilegia derechos subjetivos a proteger por el colectivo, en lugar de privilegiar deberes de los sujetos hacia el colectivo. Son derechos subjetivos, típicos del individualismo liberal, que hay que saber calificar, y que complejos ideológicos más colectivistas, que subrayan deberes objetivos, no tienen por qué aceptar, y menos inconsultamente.

Para quienes no integran el exitoso lobby histórico de los derechos humanos y de la soberanía popular, -que políticamente defienden de esos modos al demos, y una trascendentalidad autónoma frente a la trascendencia heterónoma-, ese complejo ideológico es sufrido por quienes pueden no compartirlo y que no fueron consultados para imponerlo, tal como los indígenas (en realidad los entonces dominantes) americanos sufrieron la conquista ibérica armada y la más pacífica evangelización católica. Leyendas de la historia de esa conquista cuentan que, a veces, un grupo de clérigos y soldados se aproximaba a un grupo de indígenas, y desplegaba ante ellos un escrito que leían a viva voz en español, por el que los invitaban a adorar al único dios y ceder todos sus bienes al rey de España; de negarse, sufrirían las consecuencias. Imagínense las caras de los indígenas así interpelados. Salvando distancias temporales, cuidémonos de que los derechos humanos y la soberanía popular no sean etnocentrismos de imposición semejante, ‘por tu bien’.

 

El caso de la ajedrecista en este contexto

Todo esto sea para contextualizar la decisión y declaraciones de nuestra ajedrecista derechohumanista y feminista.

En primer lugar, indudablemente, sus decisiones pueden ser unánimemente elogiadas como altruistas, porque sacrificó honores e ingresos para defender ideas; porque siempre debe concitar cierta coincidencia y aplauso esa actitud, sea cual fuere el contenido sustantivo de las ideas defendidas. En ese sentido, su negativa a visitar un lugar debido a su disidencia con sus valores y con la organización de su cotidiano, es irreprochable. Aunque su acusación a esos valores y normas cotidianas árabes resultó exagerada e infundada, ya que los organizadores revelaron que, justamente, con las medidas tomadas intentaban flexibilizar las drásticas y clásicas normas islámicas y árabes que chocaban tan frontalmente con estándares occidentales. La ajedrecista, acusadora de inflexibilidad a los árabes sauditas, resultó más intolerante e inflexible que sus acusados; no la iban a someter a las normas que esperaba se le aplicaran. Se curó en salud y no hubo enfermedad a prever. Las cuatro cosas que se negaba a aceptar y que motivaban su negativa a ir a Riyadh y participar en el mundial de ajedrez, no se materializarían en la ocasión, pese a los fundados temores de la ajedrecista; que se perdió de apoyar justamente un movimiento de apertura de los árabes hacia el ideario occidental.

Pero, en segundo lugar, así como nadie discute que cualquier visitante extranjero debe someterse a las normas del país que visita como extranjero, tampoco deberían resistirse los valores, creencias y tradiciones locales. Si quisiéramos reformar las normas, valores, creencias y tradiciones locales de todas las naciones y localidades que difieren con nosotros seríamos más intervencionistas y conquistadores que todos los conquistadores armados y los evangelizadores desarmados del Renacimiento. No podemos quejarnos de lo que los españoles hicieron con los indígenas americanos si criticamos, multamos y descalificamos a las culturas que hoy difieren con la nuestra, como la árabe o la islámica. Estaríamos reiterando las tan denostadas conquista y evangelización, sin darnos cuenta, imponiendo versiones actualizadas de invasión por la cruz y la espada. Siempre será recordada la altisonante intervención de una indignada africana en el Congreso de Beijing, que, ante la lluvia de críticas a sus valores y costumbres, gritó: “¿Quiénes son ustedes para decirme lo que debo hacer con mi clítoris?”.

Ana hace muy bien en subordinar su interés monetario a su dignidad ética, si así le parece que lo merecen sus valores y creencias. Pero no acusando a sus anfitriones de sostener exigencias que no eran tales, y por medio de las cuales precisamente ellos querían flexibilizarlas para evitar críticas occidentales. Y tampoco descalificando la cultura y las tradiciones que sean diferentes a la propia, como hicieron conquistadores y evangelizadores con las de nuestros ancestros. Lo que hicieron los conquistadores y evangelizadores, entre tantos otros a lo largo y ancho de la historia, ha sido adecuadamente nombrado con una palabra moderna: ‘etnocentrismo’, pensar y sentir que las creencias, valores, normas, costumbres propias son las mejores; y que las alternativas son inferiores, y merecen sustitución, por convicción o más crudos medios de imposición, porque así lo exigirían el progreso y el bienestar general. Imponer nuestros derechos humanos, no meramente sostenerlos y buscar adhesiones a ellos, es etnocéntrico.

Ana no es tan indudablemente heroína como podría pensarse; es más debatible lo suyo, en un contexto filosófico e histórico amplio de debate que le dé un marco reflexivo mayor que el usual. La translocalización, en su etapa más reciente de globalización transnacional, contiene los etnocéntricos derechos humanos liberales como cuñas de invasión cultural, como puntas de lanza del poder simbólico de instaurar la naturalización del arbitrario cultural que sostienen, etnocentrismo que, obviamente, caracteriza también a tantas otras propuestas de creencias, normas, valores y tradiciones que también ignoran y deslegitiman a otras. El liberalismo derechohumanista ha sido sorprendentemente adoptado por las izquierdas que, a veces, hasta lucen más realistas que el rey en estos temas. La explicación política táctica de dicha sorpresa es posible pero llevaría mucho espacio; baste con anotarla. No estoy en contra de ellos; solo prevengo de sacralizarlos, como todos los idearios imperiales, conquistadores y evangelizadores que usan poder simbólico para imponerse. Mirémonos en el espejo y en el espejo de tantos otros en la historia; tengamos esa valentía. Y no consagremos héroes y heroínas sin pensar mucho más en profundidad una anécdota mediáticamente contada. Pueden ser etnocentrismos encubiertos, reiteración histórica de otros que ya condenamos como tales; no los asumamos ni celebremos con tanta ingenua alegría.

La jugosa anécdota de Ana, la ajedrecista ucraniana campeona, como les dije al principio, puede dar para mucho.

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