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Columna destacada | Instrucciones | abril |

Aquellos revolucionarios orientales

Las Instrucciones del año XIII y la historia de los héroes

El mes de abril es, en términos historiográficos y en materia de efemérides, el de las Instrucciones del año XIII.

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Desde aquel no tan lejano 5 de abril de 1813 en que José Artigas pronunció la oración inaugural del Congreso de Abril, hasta este hoy (que será ayer dentro de pocas horas), las referidas instrucciones constituyen un documento fundamental en el contexto de la revolución oriental. En efecto, expresan, ante todo, un pronunciamiento revolucionario del que todos sus protagonistas eran conscientes sin que se les moviera demasiado el pelo, puesto que, a esas alturas, habían pasado —como pueblo, es decir como entidad soberana dotada de determinación y de poder de decisión— por dos años de tumultos, de peligros y de padecimientos que no habrán sufrido las dos o tres generaciones anteriores a ellos en toda su existencia.

Aquellos revolucionarios orientales se dedicaron a transformar el mundo, más que a interpretarlo, y de ahí la cita de Marx que preside este artículo. Sin embargo, en una visión de largo alcance, imprescindible para dar sentido a la historia, podemos sostener que las Instrucciones han sido y continúan siendo una inspiración perdurable para la democracia uruguaya. Así lo entendió Héctor Miranda en su clásico libro homónimo. Pero ellas encarnan, además, un verdadero mito fundacional para nuestra nación, en tanto su contenido refleja y abarca otros relatos, narraciones, visiones autoafirmativas que pretenden constituir identidad cultural y que construyen imaginariamente el cuerpo de la nación. Los relatos de identidad, indudablemente instalados en la revolución artiguista, son al mismo tiempo relatos de diferenciación o de alteridad, y sólo ellos pueden explicar la persistencia de comunidades dotadas de objetivos y propósitos propios. Así, en el caso de la Banda Oriental y su revolución, se rompieron dos vínculos de sometimiento: uno con España, el otro con Buenos Aires, cuya historia como capital del virreinato nunca dejó de marcar el compás de sus ansias de dominio sobre la denominada Patria Grande, en la que entrábamos. Véase, si no, lo que dice Héctor Miranda con relación al poblamiento español en la bahía de Montevideo: “Buenos Aires miró como una vasta estancia, pastoril y provechosa, aquella desierta franja de tierra, y su gobernador, no obstante las órdenes reales, pensó con displicencia que no era necesario fundar en las costas vecinas ningún establecimiento seguro y permanente”. Lo hizo finalmente, es cierto; pero la angurria de la otrora capital, reina y señora del Río de la Plata, no se moderó jamás, y sólo cedió ante la resolución inquebrantable de los habitantes de esa “linda estancia” (o sea, nosotros, los orientales), a quienes miraron siempre con inocultable alarma y una buena dosis de frustración (Bartolomé Mitre, ante cada fiesta patria del 18 de Julio en Uruguay, decía que debía guardarse luto en lugar de celebrar).

Apenas nacidas a la vida política, las Instrucciones del año XIII causaron un gran revuelo en ambas orillas del Río de la Plata, pues plasmaban, y presentaban al mundo, una multitud de conceptos (independencia, soberanía particular de los pueblos, república, confederación, igualdad, libertad, garantías contra el despotismo, etc) que seguían siendo objeto de controversia (por ejemplo, la idea federal y la exigencia de que el Gobierno de la confederación se encontrara “precisamente fuera de Buenos Aires”), y todo ello en medio de una Asamblea General Constituyente integrada por las más diversas tendencias ideológicas y recorrida por los más desmesurados anhelos de poder.

Nos referimos antes al mito fundacional de la nación, que fue alimentado en la revolución oriental desde sus inicios. Se generó una épica, un sentimiento de trascendencia, de grandeza y de forja identitaria en el que los orientales no se limitaron a alzarse en armas por obediencia a la Junta de Mayo, también revolucionaria, sino que se erigieron rápidamente en sujetos de transformación histórica, es decir, en seres capaces de asumir la conducción de sus propias existencias, poner de manifiesto su voluntad, torcer el rumbo de los acontecimientos y tomar decisiones, aunque éstas implicaran dolor, sacrificio y tormento. No deben olvidarse, en ese contexto, las dos asambleas orientales de 1811, decisivas en la conformación de un pueblo activo, determinado, movilizado y combativo. Pues bien; en la “Oración inaugural” del 5 de abril de 1813, en la apertura del Congreso del cual emanaron las Instrucciones, dice Artigas: “Nuestra historia es la de los héroes. El carácter constante y sostenido que hemos ostentado en los diferentes lances que ocurrieron anunció al mundo la época de la grandeza. Sus monumentos majestuosos se hacen conocer desde los muros de nuestra ciudad hasta las márgenes del Paraná. Cenizas y ruina, sangre y desolación, ved ahí el cuadro de la Banda Oriental y el precio costoso de su regeneración. Pero ella es pueblo libre”.

Esta Oración inaugural y estas Instrucciones representan un momento fundacional porque marcan, precisamente, el término (o la supresión) de un mundo y la construcción consciente de otro al que se quiere dotar de nuevos atributos cargados de autodeterminación. Llama la atención que la historia de las ideas y la mayor parte de las producciones académicas de la filosofía latinoamericana no se hayan detenido en la revolución oriental ni en la figura de José Artigas, ni en estos cruciales aspectos. En cambio, se recuerda y se analiza continuamente la obra y el pensamiento de próceres como Simón Bolívar, en un contexto que configura esos abusos de memoria y abusos de olvido de los que habla tan acertadamente Paul Ricoeur. Claro está que ese olvido y desatención es parte del problema que aqueja a América Latina en cuanto a su propio reconocimiento y a su emerger en una constelación de nuevos estados-naciones como protagonistas históricos con derecho al verbo, como dice Leopoldo Zea.

Si hacemos un razonamiento inductivo y vamos de las Instrucciones del año XIII al proyecto liberador de América en su conjunto, resulta que, tal como expresa el filósofo Arturo Andrés Roig: “Cuando se habla de América (…) en la medida que no se avanza hacia una consideración de su realidad social, existe el peligro de su simplificación y de quedarse por tanto en un nivel abstracto”. Para que eso no ocurra con las Instrucciones artiguistas, es preciso, no solamente recordar y conmemorar, sino dejarnos inspirar en el presente, desde la interpelación del pasado y hacia la configuración del futuro. Sólo así podremos seguir enarbolando nuestra condición de sujetos de transformación en este largo y complejo devenir al que llamamos historia.

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