No es la primera vez que Daniel Sturla, una de las voces de la iglesia católica de Uruguay, ataca la llamada “ideología de género” y el movimiento feminista, a sus avances en materia de salud sexual, matrimonio igualitario, derecho a decidir de las mujeres y diversidad de género, definiendo esta última como “locura que va contra el Creador”.
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Ya en diciembre del año pasado criticó fuertemente la aprobación de la Ley integral contra la violencia basada en género, alegando que se trataba de una ley imperialista, totalitaria e imprecisa que sobreprotege a las mujeres y que no tiene en cuenta los dramas por los que pueden pasar los hombres. Valoró que era el resultado de una difusa pero muy bien organizada “ideología de género”, desnaturalizando la humanidad del hombre.
En este marco llamó a defender la libertad y la dignidad de todas las personas desde que nacen hasta que mueren, y subrayó que, a pesar de que esta ley no es la mejor manera, es importante acabar con la violencia que abruma a las mujeres y que deja altas tasas de femicidios cada año. La llamada “ideología de género” ha sido desde hace varios años piedra angular del discurso de la iglesia católica y de la derecha más conservadora. La “ideología de género”, tildada de corriente contraria al orden humano y a la familia constituida por un esposo, una esposa y los hijos, es a nuestro siglo lo que el comunismo fue a la Guerra Fría: una amenaza. El uso de este concepto es el resultado de una construcción del nuevo enemigo por grupos conservadores. Si bien el concepto en sí es peyorativo, alguien debería explicarle a Sturla y a sus seguidores que la ideología no es ni buena ni mala, pues los augurios del sacerdote salesiano no tienen menor carga ideológica, por más que le pese. Todo está atravesado por la ideología, o por distintas ideologías, y la única diferencia entre la ideología de Sturla y la ideología de las feministas es que la suya es la del heteropatriarcado y la de las feministas es la de la libertad y la igualdad.
Cuando la derecha y el conservadurismo salen de sus cavernas para criticar y tratar de destruir las conquistas y los derechos de las mujeres, es porque temen. Temen porque la condición de mujer ya no se silencia, porque no toleran la violencia en ninguna de sus formas y porque, precisamente por eso, defender la vida es la principal prioridad.
Cuando Sturla ataca al movimiento feminista, cuando advierte del peligro que suponen las mujeres en un mundo machista, tiene miedo. Tiene miedo, por ejemplo, de que alguien abra las puertas y las ventanas de la Iglesia Católica y airee todos los casos de abusos sexuales que existen, como los 44 que se dieron en noviembre del 2016 y que llegaron en forma de denuncia a la Conferencia Episcopal Uruguaya, pero que, sin embargo, nunca fueron remitidos a la Justicia. Es curioso que sea más pecado que dos mujeres se quieran casar o que dos hombres quieran adoptar, que el hecho de que la iglesia legitime y consienta que sus servidores se aprovechen de su posición privilegiada, disfrazados de esos predicadores de la paz y de la justicia divina, para abusar de decenas de jóvenes. Seguramente Sturla se va a dormir cada noche con el miedo de ser delatado. Tiene miedo también de que en la batalla por las comprensiones culturales gane el matrimonio entre personas del mismo sexo, el derecho de las mujeres a decidir si quieren parir o no, el consumo de marihuana y el reconocimiento y aceptación de transexuales e intersexuales.
La disputa por la hegemonía cultural lleva tiempo enfrentando a religiosos conservadores con grupos y partidos de izquierda, y tienen tanto miedo del avance de la libertad y de la democracia, que se presentan a elecciones para disputar el espacio público y tratar de imponer su visión. Ir en contra del movimiento feminista no es casualidad, está dentro de una estrategia política y es situado en el centro de la agenda en un posible intento, quién sabe, de ir cerrando filas con grupos conservadores de derecha de este país que, casualmente, votaron que no a la aprobación de la ley feminista.
Nicolás Iglesia Schneider, trabajador social especialista en temas de religión y política, afirma que, si bien la Iglesia Católica reivindica la defensa de los derechos humanos y de la vida contra la pobreza y la violencia, se hace un flaco favor cuando critica a los movimientos feministas que luchan por el matrimonio igualitario o por el aborto. Este discurso, que está repleto de contradicciones, hace perder legitimidad y valor a la iglesia en primer lugar y, como consecuencia, a los movimientos por los derechos humanos que tienen algún tipo de relación con la institución religiosa. De hecho se pierde, según opina Nicolás Iglesia, la posibilidad de cooperación y de diálogo constructivo con sectores religiosos que tienen dentro de su colectividad gente que lucha por los derechos de las mujeres y de los homosexuales, y se da ventaja a los grupos cuyos discursos son más reaccionarios y conservadores. Hay ya muchos países en América Latina, como Perú, Brasil y Costa Rica, en los que en la arena política han aterrizado miembros conservadores que convierten la política en el campo de batalla en el que rebatir y confrontar el resto de visiones y tendencias políticas que defienden la igualdad entre géneros y la libertad de elegir sobre la vida y el cuerpo de cada cual.
El discurso de la familia y de la vida quedó como bastión de los grupos conservadores y, siendo ambos conceptos muy valiosos, han quedado reducidos a un sector que los ha capitalizado, llevándolos hacia su terreno para enfrentar a la sociedad y a sus individuos. Según Iglesia, el “no creer en Dios” parece estar asociado automáticamente al rechazo de ideas morales referentes a la sexualidad, al cuerpo y a la familia. El hecho de que la iglesia en muchas ocasiones posea un sentimiento de superioridad moral parece justificar cualquier conflicto en nombre de Dios y de sus valores. La mayoría, tanto creyentes como no creyentes, no cree en ese Dios que castiga, que controla y que condena a unos y no a otros. “Las instituciones religiosas que fomentan y sostienen relaciones desiguales entre los seres humanos generan violencia y discriminación”, asegura. Existen grupos religiosos vinculados a la diversidad sexual que trabajan activamente para dar mayor visibilidad a otras formas de comprender la existencia sin reproducir esquemas heteropatriarcales.
El trabajo de las comunidades de fe con el trabajo de la sociedad civil supone un enriquecimiento muy fuerte a la hora de concretar y materializar cambios en la cultura y garantizar los derechos humanos a los que más los necesitan. Hay sectores religiosos cuyo modus operandi es más parecido al de una empresa que al de una institución religiosa. La influencia de estos sectores en la política y, sobre todo, en la configuración del imaginario social y de las concepciones culturales, tiene como objetivo aniquilar la diversidad; sin embargo, hay sectores religiosos que trabajan con una perspectiva que tienda hacia la diversidad, la liberación, la democracia, la equidad y la dignidad. Existe, por tanto, según parece, la voluntad de construir una Iglesia Católica Romana más abierta. Lilián Celiberti, coordinadora de Cotidiano Mujer, habla de tres puntos claves a la hora de abordar el asunto de las declaraciones de Sturla.
En primer lugar, afirma que estos dichos representan a una comunidad que, en todo caso, no es mayoritaria en Uruguay, sino minoritaria y, por supuesto, respetable. Sin embargo, la postura que defiende dicho sector no es la postura de las feministas y, asegura, “no debemos permitir que ni Sturla ni nadie nos dicte qué es lo correcto, qué es lo que está bien y lo que está mal”.
En segundo lugar, enfatiza que la “ideología de género” aparece hace un tiempo como el caballito de batalla de la derecha y de los sectores conservadores de la misma forma que aparecieron las llamadas “brujas” a las que cazaron. Este caballito de batalla sirve, como sucede en la mayoría de los casos, para la inquisición del pensamiento y de la ideología que se cree superior.
En tercer y último lugar, menciona Lilián el que podría ser el motivo más crucial de todo este asunto, y es que no podemos permitirle a la Iglesia Católica en América Latina que hable del colonialismo feminista cuando esa misma iglesia fue la cruz y la espada que sometieron a las mayorías originarias de este continente y generó el colonialismo más extendido, no sólo en términos militares, sino en términos culturales y políticos. Las mujeres, las feministas, las que quieren decidir, las que no aceptan ni los abusos ni la violencia, se van a limitar a advertir a Sturla y a sus seguidores que el que de ida ensucia a la vuelta limpia; y que de lavar los trapos sucios ellas pueden encargarse solas.