Por Daniel Barrios
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Son muchos los historiadores que se cuestionan acerca de la fecha y hasta si Napoleón -a quien se le atribuye la segunda frase- llegó a pronunciar esa premonición acerca del terremoto mundial que ocasionaría el gigante asiático cuando recuperara el esplendor económico, cultural y científico que había caracterizado los primeros siglos de la dinastía Qing.
El efecto mariposa, que toma su nombre del citado proverbio chino, es un concepto de la teoría del caos según el cual una pequeña variación o perturbación en las condiciones de un determinado sistema, mediante un proceso de amplificación, podrá generar un efecto considerablemente grande a corto o mediano plazo de tiempo en el resto de los sistemas.
Más allá de falacias o verdades científicas; de si fue o no el emperador francés quien hace mas de doscientos años pronosticó la influencia planetaria que tendría el Imperio del Medio; independientemente de si la teoría del caos es aplicable o no a los sistemas económicos y políticos; se trate de saltos, despertares o aleteos, lo cierto es que la influencia de la República Popular en las finanzas y la economía mundial, por exceso o por defecto, por la positiva o la negativa, por acción u omisión, es cada vez más incontestable e incontrastable. La crisis bursátil de la semana pasada es una ulterior prueba.
En sólo seis sesiones la Bolsa de Shanghai perdió 15% de su valor y Shenzhen, donde cotizan las firmas tecnológicas, casi 20% de su capitalización. Esta suerte de tsunami bursátil arrasó al resto de los índices de todo el mundo que tocaron este lunes su nivel más bajo desde 2010, con pérdidas de más de 4.5 billones de dólares, el peor inicio de año del que se tenga memoria.
Los motivos explícitos y evidentes del desplome accionario fueron los cambios regulatorios que afectaron la expectativa de los inversores y la continua devaluación del yuan (casi 5% frente al dólar estadounidense en 2015 y 1,5% adicional en lo que va del nuevo año) que hace perder interés en los activos valorados en esa moneda y acrecientan el temor de una guerra de divisas o “devaluaciones competitivas” para reactivar sus exportaciones. Tras años de apreciación de la moneda china en relación a las principales divisas internacionales, la perspectiva de un menor crecimiento ha provocado un fuerte incremento de las fugas de capital, lo que inevitablemente empuja a la baja el valor del yuan.
Sin embargo, los motivos implícitos y subyacentes que explican la caída libre de los índices bursátiles y de las principales materias primas (el petróleo llegó a su menor cotización en 12 años) trascienden el mundo de las finanzas, van mucho más allá de las variaciones de los activos de renta variable y los tipos de cambio. Es en el mundo real (y no el de la especulación financiera) donde hay que buscar las respuestas que expliquen los porqué del colapso bursátil.
Las decisiones de inversión que determinan la evolución de las Bolsas se fundamentan en los datos macroeconómicos disponibles, a partir de los cuales se formulan expectativas sobre la coyuntura económica futura.
Son precisamente esos datos de la economía china la causa última de esas turbulencias. Más precisamente es la desaceleración provocada por la transición de un modelo basado en la inversión y la manufactura hacia otro anclado en el consumo y el sector servicios, la que ha provocado un marcado enlentecimiento (¿frenazo?) de los ritmos de crecimiento a los que nos tenía (mal) acostumbrados la economía china, la causa final de la volatilidad de los mercados de capitales.
“Las repercusiones globales de la reducción de la tasa de crecimiento, a través de la disminución de sus importaciones y una menor demanda de materias primas, han sido mucho mayores de lo que hubiéramos esperado”, declaró esta semana Maurice Obstfeld, el nuevo economista jefe del Fondo Monetario Internacional (FMI). Estas mismas razones ya habían llevado a que el último día del año pasado, Christine Lagarde, directora gerenta del FMI, pronosticara un 2016 de crecimiento “decepcionante y desigual” para la economía mundial.
La República Popular ha sido el principal, y cuasi excluyente, responsable de la “década dorada” de la la gran mayoría de los países productores de materias primas, gracias a su aparentemente inagotable demanda de minerales, productos agrícolas y energía.
Un año atrás, China suponía 12,3% de las exportaciones y 10,2% de las importaciones del comercio global de mercancías, según datos de la Organización Mundial del Comercio. Y según los cálculos del FMI, entre 2010 y 2015, Beijing contribuyó en 35% al aumento del PIB mundial.
La preocupación, los temores de los inversores, las preocupaciones de los gobiernos del mundo no es (o no debería ser) el colapso accionario, sino la evidencia de que China, como lo ha venido haciendo desde hace más de una década, ya no será más el salvavidas del crecimiento global, sin que hasta ahora se haya encontrado otra economía que la pueda sustituir.
“Estamos ante un serio desafío que me recuerda a la crisis de 2008” alertó esta semana George Soros en un foro económico en Sri Lanka, y comparó la situación de China a la que se desencadenó con la caída del gigante financiero Lehman Brothers.
Personalmente no soy tan apocalíptico. No sólo porque los fundamentos de la economía china son mucho más sólidos que los que tenía Estados Unidos (y Europa) cuando se desató la crisis, sino que además Beijing, a diferencia de Washington, tiene controles mucho más estrictos y un mercado de capitales menos abierto a la inversión extranjera que limita el “efecto contagio” y la caída de los valores estadounidenses que sufrieron los bancos del mundo como consecuencia de la crisis de las hipotecas “basura”.
De todas formas espero que los presagios del inversor de origen húngaro se demuestren tan equivocados como cuando aseguró que la crisis de la deuda europea, originada en Grecia, era “más grave que la crisis de 2008”.
En última instancia la cuestión fundamental no es si las Bolsas chinas ganan o pierden algún punto porcentual. El “ser o no ser” está en la capacidad de la economía china de adaptarse al nuevo modelo -“la nueva normalidad” como gusta llamarla al presidente Xi Jinping- que supone un crecimiento más sostenible pero más bajo, de menos ahorro e inversión y mayor consumo, menor producción industrial y más servicios y valor agregado, sin que estas transformaciones radicales no la hagan caer en una recesión. La economía china comenzó un aterrizaje, dependerá de la capacidad de sus “pilotos” ue sea normal o forzoso.
Para la tradición china, ante un huracán, la caña de bambú nunca se quiebra -a diferencia del roble o el pino-, se dobla para luego volver a enderezarse. Que así sea para su economía. Y para la del resto del mundo.