Por G.P. El cine es punto de vista. Así de sencillo. Si nos tomáramos el trabajo de encargarle a dos o más realizadores audiovisuales, todos ellos competentes, el mismo trabajo, el de enfocarse en un mismo tema (la recolección de uvas en el año 1942, por ejemplo), obtendríamos como resultado películas diferentes, aun cuando la propuesta implicara manejarse en códigos no ficcionales. Esto es así por definición. No hay una sola verdad, como consideran algunos opinólogos. Porque el concepto de verdad, en el cine, siempre se verá desplazado. Porque lisa y llanamente, como bien saben los cineastas, y mucho antes los historiadores y otros cientistas sociales, la verdad no existe, o bien es relativa a miradas, contextos y otros tantos factores. Se trata, en todo caso, de aproximarse a ella, pero sabiendo que es en vano si lo que estamos haciendo es manipulando imágenes y sonidos. El ya mencionado ‘punto de vista’ es además lo que diferencia al cine de la televisión, aunque una producción televisiva decida enfocarse hacia el documental puro y duro. Esto es así porque la pantala chica conduce a miradas más bien informativas que deben atender a narrar y no pueden perder el tiempo en desviarse ni experimentar demasiado ni confundir con subjetividades. Son pantallas muy diferentes. Y es por eso que obtendrán resultados también diferentes si analizan temas similares. Un equipo periodístico que cuente en sus filas a un personaje respetado y prestigioso como conductor y a un guionista de alto rigor intelectual y poseedor de buenas herramientas narrativas no tendrá problema alguno en desarrollar un exitoso reportaje televisivo clásico. Como no tienen testigos ni posibilidad de entrevistar a protagonistas de la vendimia del 42, optarán por armar el relato en base a lo que se sabe y lo que se ha escrito, cuidando que el espectador entienda de forma didáctica qué es el vino, cuál es su importancia histórica y cómo se produce, apelando a un reparto de entrevistados que aporten una dinámica coralidad y alguna que otra sorpresa (un enólogo francés, un expresidente que fue dueño de una bodega, por ejemplo), e incluso darse el lujo -más o menos bizarro- de incluir a connotados alcoholistas para una lectura expresiva de recortes periodísticos de la época. Con una producción decente y un buen equipo técnico, no pasarán apuros. Se contará el cuento, aunque no haya mayores riesgos. De esa manera nos enteraremos -entre otras cosas- de que el vino uruguayo de la época ya era bueno, muy bueno, aunque el argentino se decía que era un poco mejor, pero por ciertos azares del destino fueron los uruguayos los que ganaron prestigiosos certámenes internacionales. Y que le tapamos la boca a Europa. Y agrego el plural, porque toda posible neutralidad desaparece en el tono épico que debe narrarse esta historia, pese a la sobriedad profesional que le intente imprimir el narrador. Quedaremos con la sensación de haber visto algo serio, fundado, cercano a una verdad, consistente y sensata. Un director de cine, con cierta experiencia en documentales, sabrá que su partido se juega en conseguir las figuritas difíciles; esto es, imágenes y más imágenes. Su desafío se trata de cine y eso no se logra con un simple montaje de entrevistas. Se propondrá que no haya un solo momento del metraje que no sea narrado con imágenes de archivo, de la época, y si para lograrlo haya que forzar algunas cosas que pueden no coincidir, no importa. Todo vale. Lo importante es que tiene a los recolectores de vendimia en acción, y tiene también a todos los bodegueros, sommeliers, enólogos y demás interesados en el tema para entrevistar y armar un relato. Para complementar las imágenes de archivo, integrará a un dibujante que pueda llenar con buenas ilustraciones los espacios vacíos o donde necesite un golpe de efecto. ¿Qué historia contar? Tampoco basta con el reportaje. Así que a la hora de buscar un punto de vista, decidirá contar sobre la vida de los recolectores: de sus talentos, de sus capacidades de sobrevivencia, de sus personalidades, de cómo los afectó la historia que se cuenta. Las voces en off serán más o menos las mismas que en la producción televisiva, aunque no se verán sus caras, y se dejará llevar por la tentación de dramatizar fragmentos de entrevistas de algunos recolectores. Lo que terminará contando será una historia épica, de héroes de clase trabajadora, de cómo lograron el éxito a base de hacerlo bien, aunque alguna que otra vez tuvieran que echar mano a alguna trampa y apoyarse en presiones extravinicultura. Si no se sabe mucho de vino, no importa: ambos relatos lo dejarán satisfecho. Pero si no se sabe mucho de fútbol -como nos sucede a la mayoría de los uruguayos- la serie televisiva El origen y la película Sangre de campeones lograrán dejarnos satisfechos. En El origen, gracias al buen trabajo de Mazzucchelli, nos daremos un buen baño de historia y de teología futbolera. Tendremos, en todo caso, una mirada demasiado batllista (y bienpensante) de las gestas del 24, del 28 y del 30. Y nos quedará claro que Uruguay jugaba muy bien al fútbol. Sangre de campeones, mientras tanto, incomoda un poco, porque además de dejar claro que éramos muy buenos en el manejo de la pelota, habla de la contracara, de la dureza del fútbol y la épica aparece un poco desteñida y menos optimista. Y pasa lo que puede pasar en estos casos: que se pretenda y exija una verdad imposible, que no es más que una construcción ignorante hecha por coleccionistas de datos enciclopédicos (definición bastante aceptada de periodista futbolero). Las pataletas de Atilio Garrido y la dirigencia de Nacional no hacen más que confirmar lo del principio: que el cine es punto de vista y que Sangre de campeones logra entonces un cometido tal vez no previsto por sus realizadores: perturbar la comodidad de épicas construidas por dirigentes y periodistas acomodados al poder. Porque, se sabe, y podría dar lugar a un ensayo cinematográfico de Mario Handler si se lo propusiera, el fútbol es también territorio de la lucha de clases.
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