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coronavirus | pandemia |

Cómo y por qué se transita el camino del gran error

Por Rafael Bayce.

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La pandemia que estamos sufriendo, y que nos costará a todos mucho más y por mucho más tiempo que lo que habrían costado medidas más sensatas, nació de descomunales errores de predicción que fueron asombrosamente creídos pese a los múltiples errores anteriores del predictor, y sin ser chequeados, ignorando varias y calificadas objeciones de inmejorables científicos que remarcaron las equivocaciones y hasta recalcularon correctamente los datos. Estos errores corrieron a favor de los intereses comerciales de la prensa global y de determinados beneficiarios, lo que ayuda a explicar esos tan absurdamente aceptados errores como rechazados aciertos.

 

Ferguson vs. Levitt

El investigador inglés Neil Ferguson, del Imperial College London, indujo la política británica (luego pandémicamente mundial) desde un trabajo presentado el 16 de marzo de 2020 en el que predijo, si no se tomaban enérgicas medidas de supresión, 30 millones de muertos en el mundo, 2 millones en Estados Unidos, 500.000 en Reino Unido y un faltante de camas siete veces mayor que las necesarias en los países ricos y 25 veces mayor en los otros.

Michael Levitt, de Stanford University, premio Nobel 2013 de Química por simulación de sistemas químicos complejos, se opuso terminantemente (entre muchos calificados críticos) desde el 23 de marzo, una semana después de las predicciones de Ferguson, a esos apocalípticos resultados, afirmando y publicando en trabajo académico, y de divulgación en Los Angeles Times, que habría que reducir los pronósticos a 200.000 en Estados Unidos y a 50.000 en Reino Unido porque algunos de los multiplicadores del modelo, como la tasa de contagio y la tasa de mortalidad, se habían basado en los números que dieron los primeros infectados y muertos en Wuhan, en China, y en la Lombardía italiana, poblaciones ancianas, hospitalizadas por múltiples coenfermedades letales, en medio de ambientes deteriorados y proclives a dolencias respiratorias, en sistemas de salud decadentes y con fuertes dosis de amianto acumuladas en pulmones. Levitt sostuvo que no había aún sólidas pruebas de alto riesgo del virus en cuanto tal, sin comorbilidades y en poblaciones de menor riesgo, y afirmó que, en lugar de esperar picos y curvas aterrorizantes, había indicios de comienzo de desaceleración en los primeros contingentes locales, por lo que la pandemia no sería mucho más letal que las enfermedades respiratorias anuales y que la magnificación mediática crearía pánicos contraproducentes, recesión económica con efectos sanitarios y varios daños colaterales.

 

Por qué se le creyó a Ferguson

Es difícil explicar por qué los decisores ingleses le creyeron inmediatamente, y sin revisar el prontuario de errores en anteriores epidemias, a Neil Ferguson y no al premio Nobel 2013 de Química, que marcó los errores y acertó en el recálculo siete días después. Sin embargo, es posible hipotetizar que la prensa global prefirió los cálculos aterrorizantes de Ferguson y no las afirmaciones más sensatas y fundadas de Levitt, ampliamente publicadas las del británico, invisibilizadas y silenciadas las del estadounidense.

La prensa -como se sabe- nace de dos necesidades que crecieron históricamente con el desarrollo de las comunicaciones y los transportes y se multiplican con la aceleración de la globalización. En efecto, la gente curiosea y necesita noticias cada vez más variadas y veloces, más allá de sus límites de experiencia directa, y precisa progresivos mediadores, no solo de noticias, sino de ideas y opiniones que deben simplificarse para su llegada a grandes públicos neófitos. Esos nuevos grandes ‘mediadores’ adquieren importancia progresiva y se revelan buenos vehículos de persuasión política y prolíficas cajas recaudadoras; en adelante, la selección de los temas, su enfoque y destaque estarán guiadas por la intencionalidad político ideológica editorial y la atractividad comercial de contenidos (semántica) y formas (sintáctica y pragmática).

Especialmente para su atractividad, las malas noticias y sobre todo las aterrorizantes, se revelan más recaudadoras que las buenas y pacíficas. ¿Por qué razón? Sería largo explicarlo puntillosamente, pero Baudrillard dice en pocas palabras que las buenas noticias pueden provocar envidia y resentimiento de las audiencias ante los afortunados; en cambio, las malas permiten celebrar la fortuna de no estar entre los desafortunados mientras se exclama “¡pobre gente!”, enmascarando así como compasión esa satisfacción.

Veamos otro singular ejemplo del mundo del entretenimiento: la instrucción básica de Walt Disney para el dibujo de sus animalitos humanizados era: “Make it cute!” (háganlo bonito); y así fueron los dibujos animados hasta que los psicólogos sociales descubrieron, unas décadas más tarde, que los bonitos no siempre provocaban reacciones favorables, porque podían generar envidias, celos y resentimiento entre todos aquellos, o cuyos hijos o mascotas eran menos lindos. El resultado aparece claramente en la imagen elegida para E.T. en la taquillera película de Steven Spielberg de 1982; el personaje central ya no es lindo (cute) sino merecedor de la ternura maternal (“make it motherable”, suficientemente lindo pero más baby-like que cute), que provoca atracción, pero sin el rechazo resentido del lindo.

No podían entonces los medios darles amplificación a las críticas y reducción de Levitt o a las observaciones posteriores de Ioannidis; no aterrorizaban ni permitían la alegría pseudo horrorizada de las magnificaciones de Ferguson ni las amplificaciones posibles desde esa tan deseable desmesura inicial. La verdad y la realidad muchas veces no pagan tanto como la hiperrealidad construida desde la desmesura elegida. Y aquí estamos, encerrados, consumiendo pantallas y tecnología comunicacional de punta, para mayor gloria de Gates y compañía, que también lucrará con las inversiones sanitarias y la búsqueda de tratamientos y vacunas. Sin hablar de los lucros políticos de los encierros y prohibiciones de circulación y reunión, y de los lucros para la monotematicidad que impide ver otra cosa que la obsesión ubicua impuesta.

 

La ciencia y la Academia deben ser revisadas

Se acostumbra decir, y los políticos descargan así parte de sus responsabilidades, que la ciencia y la Academia están detrás de las decisiones políticas, cosa que los científicos aludidos niegan, también convenientemente para su poder y estatus. Ahora bien, ¿de cuál ciencia estamos hablando? ¿La multiequivocada de Ferguson, política y económicamente funcional a gobernantes y lobbies financieros, químico farmacéuticos y mediáticos? ¿O la de Levitt y los laureados disfuncionales a lobbies y prensa?

Hay un gran científico, también de Stanford, John Ioannidis, que entre otros cargos tiene el de supervisor de la calidad de la investigación científica producida en el mundo, con análisis de los más recientemente publicados y de los más antiguos influyentes de decisiones importantes. Hizo historia en 2005, con un trabajo titulado Por qué la mayoría de los hallazgos de investigación publicados son falsos, seguido en 2012 por otro, titulado Algo que no suma, refiriéndose a la magnificación enorme de las investigaciones que recomiendan tratamientos caros, y de las que son financiadas para mostrar características positivas de los tratamientos inútilmente caros propuestos.

Desde el libro que publiqué en 1983 contra las funciones de producción de la econometría (y la epistemología de Milton Friedman), hasta el curso de posgrado en 2019 en el que demuestro la inconclusividad y fragilidad de las investigaciones sobre marihuana que sustentan decisiones prohibicionistas, he coincidido sistemáticamente con esta línea Ioannidis, que habría impedido la magnificación, dramatización y depredación que la pandemia acarrea y acarreará, desde equivocados pronósticos aumentados para las arcas de la prensa y los lobbies beneficiarios.

La mayor parte de la ciencia, bautizada como tal por los lugares y autores que imponen argumentos de autoridad, es ‘trucha’, aunque no es fácil tener la calificación técnica y la formación filosófico metodológica como para enjuiciar esa producción. Por fortuna para los lectores de Caras y Caretas, tuvo usted la prueba cuando demostré que no había datos suficientes como para usar el modelo epidemiológico SIR en Uruguay y que cualquier afirmación diagnóstica o prognóstica sería atrevida e irresponsable si se hacía desde esa ‘ciencia’. Pero ni eso ni la dupla Levitt-Ioannidis, sumada a otros científicos profundos que les hemos mencionado a través de estas nueve sucesivas columnas sobre el coronavirus, venden tanto como la mala noticia o la aterradora. Lo vio con gran claridad Nietzsche en sus conferencias de Basilea de la década de 1870: la prensa sería -en definitiva- la peor pandemia.

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