No termino de acostumbrarme a la nueva modalidad política que exhibe Uruguay desde las últimas elecciones, o más bien me causa perplejidad, preocupación y buena dosis de espanto la enorme cantidad de discursos, digamos negativos, digamos excluyentes, digamos amenazantes, que la impregnan, un día sí y otro también. Si tuviera que resumirlo todo en un concepto, diría que estamos sumergidos en un pantano de odio. Es, en efecto, como si unas aguas oscuras y malolientes hubieran ganado nuestro suelo, haciendo burbujas verdes en la superficie, ya que de burbujas venimos hablando desde marzo de 2020; y por acá y por allá emergen en ese pantano figuras de mandíbulas contraídas, pelos duros, ceños fruncidos, puños apretados, cuellos rígidos y miradas sardónicas, que se dedican a hacer lo que, según parece, mejor saben hacer: atacar, violentar, desacomodar; causar aflicción a la sociedad. Porque se trata (nadie se llame a engaño) de una actitud que atenta contra el cuerpo social en su conjunto, y no contra unos pocos o unos muchos. Podría pensarse que el discurso del odio se dirige básicamente contra los frenteamplistas, o sea contra la mitad o un poco más de la mitad de la población. Esto ya sería en sí mismo grave, incomprensible, inaudito, por las consecuencias que puede acarrear en el futuro (recordemos que el futuro nos acecha siempre a la vuelta de la esquina). Pero no. Va más allá y contamina a la comunidad toda, de punta a punta del país.
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Nadie en su sano juicio puede creer que todos los votantes de la coalición de gobierno son seres malévolos, dotados de aviesas intenciones y cargados de ánimo destructivo. Y sin embargo el odio, y todo lo que conlleva (maldiciones, amenazas, predicciones nefastas y terrores varios) se ha desplomado sobre nuestro país, y lo ha hecho más concretamente desde enero de 2018, cuando comenzaron a hacerse visibles las pretensiones de los autoconvocados de Un Solo Uruguay. Sus frases todavía resuenan por el amplio espectro de las redes sociales, así como en nuestras cabezas. ¿Se acuerdan? Fuera Bonomi… Fraude amplio… Focas… Yo no los voté… Con los blancos vivimos mejor… Acá va a correr sangre… y muchos más eslóganes que permanecen en el discurso viviente, redes mediante, ya por apoyo, o por franco repudio. De la mano de esas frases se instaló entre nosotros una nueva modalidad política de confrontación y de apelación a un autoritarismo que, como todo autoritarismo, es intrínsecamente arbitrario. Su altar supremo es la frase: “Haz lo que yo digo pero no lo que yo hago”. Es también un juego peligroso, ya que sus reglas sólo benefician a una de las partes y por lo tanto, para obtener obediencia, será necesario acudir a la ley del más fuerte y al aparato de la persecución, la merma de derechos y la deformación de los grandes conceptos de una democracia.
Bastará con dar dos ejemplos. Uno se relaciona con las demandas interpuestas ante la justicia por quienes se han sentido agraviados o violentados en las redes sociales. Uno de los primeros casos de notoriedad en tal sentido fue el de Laura Raffo. Pero cuando, además de Laura Raffo, accionaron otros demandantes (algunos de izquierda, aunque no todos), los esbirros del autoritarismo, que han naturalizado la violencia y la amenaza, pusieron el grito en el cielo y pretendieron echar mano de insólitos y risibles pseudo argumentos. Así, hay quienes se quejan de que se pretende limitar el derecho de expresión mediante amenazas de acudir a la justicia (o sea, apelar a la ley sería limitar el derecho de expresión). Hay también quien se pregunta si está mal odiar a los odiadores, como si la pregunta pudiera ser legítima. O sea, como si el odio pudiera ser moral o arreglado a la ley, al menos en algún caso. O como si fuera posible sembrar la duda al respecto. Eso es lo que les queda en última instancia: sembrar la duda. En lo personal no creo en la virtud del odio, y mucho menos en el derecho al odio, del cual también se habla, insólitamente; puesto que se trata de un sentimiento, emoción o pulsión que conlleva siempre, en su germen, la semilla de la violencia. No debería confundirse, además, el odio que podríamos llegar a sentir en algún momento hacia un torturador, un violador, un estafador, un sicario, con los canales jurídicos, legales e institucionales mediante los cuales deben ser juzgados tales sujetos.
Que todos somos capaces de odiar, no es argumento para avalar el odio. Imaginemos a un juez embargado de odio, y en esa sola imagen tendremos la respuesta a nuestra interrogante. Entreverar la baraja echando mano a argumentos delirantes y tortuosos que sólo apuntan a encastrar la cancha, solamente contribuye a echar más leña a la hoguera del odio.
El segundo ejemplo al que deseo referirme es al concepto de grieta, en el sentido social y político del término. Una grieta es una rajadura en una estructura, y en algunos casos puede llegar a ser muy peligrosa, pues tiende a ensancharse. La palabra alude a la intención de dividir. ¿Cómo identificar a un agrietador (perdón por el neologismo)? Es fácil. Tiene una lógica arrogante por un lado, y un sentimiento de marcada impunidad por el otro. No se hace cargo de sus dichos y de sus actos y se apoya en la autoridad de la fuerza. Desprecia las leyes; si puede, las cambia a su favor. Se considera superior al resto, o más bien a aquellos que no visualiza como sus iguales o que no piensan como él. Y por sobre todas las cosas, es un provocador. Instiga, ofende, acicatea, miente descaradamente, pretende en suma violentar y someter a su o sus contrincantes mediante el insulto, el desprecio y la injusticia.
Ser uruguayo, ser uruguaya hoy, es estar presa de sentimientos de abatimiento. Nada o casi nada existe entre nosotros para celebrar, o al menos para aferrarse a un aliciente moral. A la pandemia se suman las actitudes y los discursos del gobierno, en el sentido de dividir y levantar un muro imaginario, al mejor estilo de Trump, entre los de acá y los de allá. No solamente nos castiga la enfermedad viral, sino también la enfermedad del odio, y todo eso impacta fatalmente en el imaginario social instituyente, concepto acuñado por Cornelius Castoriadis, según el cual la imaginación crea representaciones de lo social, de lo que somos, porque el pensamiento presupone el lenguaje, y el lenguaje es imposible fuera de la sociedad. Por lo tanto, un discurso de odio, por muy estúpido o loco que parezca, impregna nuestro imaginario e impacta en la propia existencia histórica de nuestra sociedad. Si ya veníamos siendo, en buena medida, una sociedad consumista e individualista, ahora además somos una sociedad altamente cínica, porque el cinismo ha sido enarbolado desde la propia cúpula del poder, y por lo tanto ya nadie teme mentir, vituperar e insultar a medio mundo. Esto lo saben bien los insultadores, por supuesto. Buscan el control del imaginario social, de su reproducción y difusión. Analizan el impacto que tiene sobre las conductas y acciones individuales, pero no para combatir el problema, sino para mejor cumplirse con el objetivo de dividir, estigmatizar, amenazar, presionar y violentar. Es preocupante, por supuesto, porque en este barco estamos todos, y están especialmente los niños y niñas que dentro de muy poco, tomarán el timón. Me parece que ya es hora de mirarnos a las caras, explorarnos en silencio, y sobre todo callarnos y meditar. Hacer un alto, en definitiva, para repensar el próximo paso, sea cual sea. En esto seguramente nos estamos jugando la vida, en un infinito juego de sentidos.