Desde hace más de cuatro años hemos dicho y fundamentado reiteradamente que está en marcha una nueva campaña de la derecha (política, económica y mediática) contra las empresas públicas, que siempre han sido su mayor objeto de deseo, y que esta campaña, superior incluso a la del gobierno de Luis Alberto Lacalle en 1992, sería acompañada por algunas personas dentro del partido de gobierno y, sobre todo, por algunos que están en las fronteras de la fuerza política, de un lado y del otro.
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Desde mediados de 2015 vivimos la “batalla de Ancap”, cuyo objetivo es múltiple: por un lado, debilitar la imagen de dos presidenciables frenteamplistas –Daniel Martínez y Raúl Sendic, y sobre todo de éste último, contra el que hay una animosidad muy llamativa–, y por otro desmerecer seriamente la imagen de Ancap y, con ello, impulsar la idea de privatizar total o parcialmente las empresas públicas. Esta rabiosa campaña, llevada adelante sobre todo por esos medios masivos de difusión que acertadamente fueron llamados «poderes fácticos», creció en sus manipulaciones y hoy golpea seriamente las imágenes de Danilo Astori (el más castigado, junto con Raúl Sendic), Fernando Lorenzo, José Mujica y, por extensión, afecta gravemente a todo el Frente Amplio, que por momentos parece estar al borde de la ruptura. De cómo ha afectado la imagen pública de Valenti en las mediciones realizadas, no sabemos, porque las encuestas aún no miden el peso que Esteban tiene en la opinión pública. Pero probablemente está lejos de los zócalos, tocando el techo. Más precisamente, en los suburbios de la estratósfera.
Ahora bien, el Frente Amplio se partirá o no (ya ocurrió una vez, cuando Hugo Batalla se fue a armar fórmula con Julio María Sanguinetti), perderá las elecciones o no, los candidatos subirán o bajarán, pero hay un propósito permanente de los adversarios de la izquierda: deteriorar la imagen de las empresas públicas para pasarlas, como ocurrió durante los gobiernos de Fernando Collor de Mello, Alberto Fujimori y Carlos Menem, al dominio privado y, seguramente, extranjero. Esto que afirmamos puede parecer una posibilidad remota, pero los lectores deberían escuchar bien esta advertencia, porque hay demasiadas voluntades que le tienen ganas a las empresas del Estado, y la defensa de éstas está muy, pero muy debilitada
Sería inútil, inconducente y materialmente imposible contestar todo lo que se escribe abonando la teoría de que las empresas públicas son un desastre nacional, pero el domingo se publicó en El País un artículo titulado, precisamente, «Las empresas públicas» y firmado por su director, Martín Aguirre, cuyo planteo resulta atendible y, como siempre, muy inteligente.
Dice el doctor Aguirre: “Analizando el espectro político parece haber al menos tres posturas claras en torno a por qué el país debería seguir conservando la propiedad de estas empresas.
La primera es tal vez la más extrema, tiene su núcleo en el Frente Amplio […]. Y sostiene en forma más o menos explícita que lo privado es en esencia negativo, y que es el Estado el que debería tener el control de la mayor parte de la actividad económica, como forma de alcanzar una sociedad ‘más igualitaria’. A esa línea, integrada por comunistas, MPP y parte importante de socialistas, no le afectan ni las pérdidas, ni la mala gestión, ni las tarifas exageradas […]. Es un tema ideológico, casi un dogma religioso. Lo público es bueno, lo privado malo, y chau.
Hay un segundo grupo, que también está mayoritariamente dentro del Frente Amplio aunque aquí ya hay foráneos, que ve a las empresas públicas como un aliado de las cuentas públicas. O sea que entienden que el hecho de que el Estado sea dueño de las empresas que brindan servicios esenciales en forma monopólica, si se manejan con un criterio de eficiencia, habilita ingresos que el gobierno puede usar para apuntalar sus políticas económicas y planes sociales. […] La tercera postura es tal vez la más plural. La que es sostenida por gente de orígenes políticos e ideológicos más diversos. Y es la que entiende que en un país y un mercado chico como el nuestro, la propiedad estatal de estas empresas ‘estratégicas’ debería tener como justificación el ser un apoyo y un impulso a la actividad privada, verdadero motor de la economía de un país”.
El doctor Aguirre termina preguntándose: “¿Alcanzará sólo con los dogmáticos para seguir legitimando la necesidad de tener un esquema de empresas públicas como el de hoy?”.
La historia, su mandato y el desarrollo nacional
Llama la atención que Aguirre Regules omita decir que hay un grupo de personajes muy relevantes, políticos, empresarios, técnicos, economistas, abogados y periodistas que defienden la idea de que lo privado es mejor que lo público. Los partidarios de este dogma casi religioso están más o menos ocultos según las circunstancias, pero si lo procurara, al doctor Aguirre no le costaría mucho encontrarlos en las tertulias, en el semanario Búsqueda, en El Observador, en su diario (El País) y en su propio partido .
El planteo del doctor Aguirre tiene, además, un sesgo evidente y una intencionalidad inocultable, ya que es obvio que, aunque no lo diga, sostiene que hay que innovar en el esquema de las empresas públicas que tenemos hoy, y, siempre con el horizonte puesto en lo privado, prescinde además de las raíces históricas, de las grandes personalidades que han impulsado la existencia de las empresas públicas y, lo que es más importante, del rol que han tenido en el proyecto de desarrollo nacional, y aun en las grandes crisis provocadas por la derecha (de carácter netamente privado), entre las cuales destacamos la de 1982 y la de 2002.
Todos los males del mundo se achacan hoy a las empresas públicas, pero nadie podrá decir que fueron culpables de la corrida bancaria de 1965, provocada por el Banco Transatlántico y otros, todos privados, que costó miles de millones de dólares de la época, fundió incontables empresas y provocó no pocos suicidios. Aunque seguramente menos que los del crack de 1971 –el Banco Mercantil, privado, ¿se acuerdan?–, el de 1985 –que terminó con la compra, por el Estado, de las carteras podridas, ¿se acuerdan?– y el de 2002, en el que tuvieron estelar participación los bancos Comercial y de Montevideo, todos de carácter privado. Allí también el sistema financiero fue rescatado por el odiado Estado, que financia las no menos odiadas empresas públicas.
Primera conclusión: a la hora de pagar las cuentas de los “brillantes agentes económicos privados”, y de muchas grandes empresas, entre ellas algunos diarios muy grandes de plaza y, por qué no decirlo, de salvar al país, está siempre el Estado, y sosteniéndolo están las empresas y bancos públicos.
Pero las empresas y bancos públicos no nacieron para salvar a privados quebrados o avivados (aunque lo hayan hecho sistemáticamente a lo largo de toda su historia), sino que fueron concebidas como puntales de un “pequeño país modelo” –y vigas maestras de su proceso de desarrollo– por José Batlle y Ordóñez, en un proyecto que luego fue ratificado por personalidades principales de otros partidos políticos.
Fundación y después
Batlle y Ordóñez, presidente en 1903 y 1911, impulsó un gran movimiento reformista que modificó la estructura económica nacional. El Estado debía ser el gran impulsor del desarrollo nacional, sirviendo de base a la actividad privada, y reteniendo para la decisión nacional áreas estratégicas (que no pueden quedar en manos privadas, y menos extranjeras), que además son generadores de grandes ganancias. Batlle nacionalizó el Banco de la República y el Banco de Seguros en 1911 (rompiendo monopolios privados en manos extranjeras), creó el Banco Hipotecario y Usinas Eléctricas del Estado (luego Usinas y Teléfonos del Estado, que más tarde se abriría en UTE y Antel) en 1912, y la Administración de Ferrocarriles y Tranvías del Estado en 1915. Más adelante, el segundo batllismo crearía Obras Sanitarias del Estado (OSE) en 1952 y la Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Portland en 1953.
Las empresas públicas cubren en su accionar todo el territorio de la República, por lo cual son factor de cohesión y, en el mejor sentido de la palabra, de seguridad nacional. Precisamente por ello es que generan las transferencias cruzadas (el que paga más en centros poblados más “ricos”, subsidia o permite que llegue el servicio a los pobladores de los rincones más alejados del país), uno de los mayores objetos de odio de los economistas neoliberales, partidarios de que sólo tenga bienes y servicios aquél que pueda pagarlos. Para ponerlo negro sobre blanco: si no hubiera empresas públicas de carácter nacional, ni la energía eléctrica, ni el agua y el saneamiento, ni buena parte de las comunicaciones llegarían a los departamentos más pobres. Fue lo que ocurrió en Argentina cuando Carlos Menem privatizó (vendió a un grupo de amigos ricos nacionales y extranjeros) las grandes empresas de servicios públicos, entre las que descollaba YPF, símbolo de la soberanía nacional. Cantidad de zonas (cantidad de seres humanos) dejaron de tener servicios, por no poder pagarlos.
Y siguiendo con el ejemplo de Menem: cuando ocurrió lo que ocurrió, varias regiones comenzaron a tener agua literalmente venenosa, porque las empresas privadas (y eso está en la lógica económica que rige el mundo) se guían únicamente por la maximización de su ganancia, mientras que las empresas públicas están presididas orgánicamente por un principio de solidaridad.
Además –un además grande como el océano– son las empresas públicas las que pueden encarar obras de largo aliento en beneficio de la comunidad y realizar investigación, y el caso más reciente y deslumbrante es la transformación de la matriz energética.
Al respecto, podemos recordar las declaraciones efectuadas en octubre de 2014 por el entonces director Nacional de Energía, doctor Ramón Méndez, en el sentido de que “la llegada al poder del Frente Amplio (FA) implicó un cambio radical en materia energética: se definió una política pública de largo plazo, ‘casando’ lo técnico con lo político; se gestionó un fuerte respaldo político y social; se definió un marco institucional y regulatorio adecuado; y se diseñaron diversas estrategias exitosas de participación público-privada ad hoc con las empresas públicas como principal instrumento. […] en 2008 el gobierno presidido por el doctor Tabaré Vázquez aprobó, por primera vez en la historia uruguaya, una política energética para los siguientes 25 años. Esta política está permitiendo transformaciones del sector de una envergadura desconocida en nuestra historia. Entre otras acciones, ha permitido una fuerte incorporación de energías renovables, la construcción de una terminal regasificadora de gas natural licuado, una transformación estructural del sector eléctrico, la búsqueda de gas y petróleo en nuestro territorio, una fuerte promoción de la eficiencia energética que alcanza a todos los sectores de consumo, además de contribuir a la inclusión social de los uruguayos. […] La apuesta por las energías renovables ha permitido una rápida incorporación de energía eólica, solar, biomasa y biocombustibles y, de esta forma, Uruguay será el año próximo el primer país en el mundo en superar ampliamente el 50% de energías renovables en la matriz energética global, incluyendo todas las formas de energía utilizadas para el transporte, la industria, los hogares, el comercio y el agro. Este porcentaje superará el 90% en el sector eléctrico en particular. Esto implica una fuerte reducción del impacto ambiental del sector, la disminución de la pérdida de divisas por importación de petróleo, el aumento de la soberanía energética y la reducción y estabilización de costos, además de generar miles de puestos de trabajo. La terminal regasificadora, por otra parte, permitirá garantizar el abastecimiento de gas natural, el menos contaminante de los energéticos tradicionales, además de ser el más dúctil y de menor costo. La terminal permitirá independizarnos del único vendedor de gas natural que teníamos hasta ahora, abriendo Uruguay al mundo. Esta inversión, que aportará infraestructura portuaria al país por varios cientos de millones de dólares y con una vida útil de un centenar de años, hará posible una reducción de los costos energéticos, tanto de la electricidad como del propio gas natural para industrias y hogares. También permitirá la exportación de energía a la región. Todo esto genera una transformación estructural del sector eléctrico, reduciendo 30% los costos de generación, reduciendo 70% la dependencia de la variabilidad climática y aumentando la soberanía y sostenibilidad de largo plazo de nuestra matriz energética.
Esta profunda transformación fue posible por el fuerte liderazgo del Estado, con nuestras dos empresas públicas energéticas como los principales instrumentos, sumado a la inversión privada mediante diversas estrategias de participación público-privada, bajo las reglas de juego definidas por el Poder Ejecutivo. En los últimos años, las inversiones asociadas a la política energética sumaron más de U$S 7.000 millones (U$S 2.200 millones en parques eólicos, 400 millones en plantas de generación a partir de biomasa, 250 millones en plantas fotovoltaicas, 320 millones en la interconexión eléctrica con Brasil, varios cientos de millones en nuevas líneas de distribución y trasmisión, 1.150 millones en la regasificadora, 340 millones en la desulfurizadora, 200 millones en plantas de biocombustibles y 2.000 millones en exploración en busca de gas y petróleo, etcétera), siendo que 70% de dicho monto se hizo en asociaciones público-privadas. Cada año, Uruguay invierte 3% de su PIB en la transformación energética, un porcentaje que quintuplica el promedio de la región. Esto se logró mediante licitaciones internacionales transparentes, que atrajeron sistemáticamente a decenas de empresas de primer nivel mundial que confiaron en Uruguay para invertir, lo que permitió una fuerte competencia que redundó en una reducción de los costos. Estas inversiones permitieron crear miles de puestos de trabajo, transferir tecnología, desarrollar nuevas capacidades industriales y otras formas de derrame sobre la economía nacional. Asimismo, el Fondo Sectorial de Energía –administrado por la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII), la Dirección Nacional de Energía, UTE y Ancap– financia cada año 25 proyectos de investigación y desarrollo para resolver los cuellos de botella de esta política pública. En cinco años se multiplicó por diez el número de investigadores uruguayos que trabajan en temas energéticos”.
Respuesta al doctor Aguirre
De modo que las empresas públicas no son el fruto de la convicción de que lo privado es malo, sino que brindan el sustento para la actividad privada; no son meros recaudadores de tarifas, y sí es cierto, como opina explícitamente el ingeniero Juan Grompone, exitosísimo empresario privado, que “en un país y un mercado chico como el nuestro, la propiedad estatal de estas empresas ‘estratégicas’ tiene como justificación el ser un apoyo y un impulso a la actividad privada”.
Las empresas públicas cubren ese rol y muchos otros. Son las que maximizan el interés público, y por eso pueden aplicar las transferencias cruzadas, son factor de cohesión y seguridad nacional, son las que invierten en investigación y por eso pueden hacer que Uruguay lidere, como lo hace hoy, una revolución tecnológica en materia energética; son el sustento y sostén de la actividad privada, y proveen los recursos que nos han salvado de las grandes crisis (que nunca fueron originadas en el sector público), y han ayudado y ayudan a solventar deudas de los privados.
Son, y dejé esta frase para el final, ahora que rompe los ojos, el patrimonio nacional en su más pura expresión, y deben ser cuidadas como tal.
Por eso el pueblo uruguayo no quiso que se privatizaran en 1992 (72% de sufragios contra 27%), y por eso la “batalla de Ancap” (que cada vez queda más claro que fue una operación política con fines múltiples) terminará, como debe, en la nada.
Que esta respuesta al doctor Aguirre Regules llegue también a quienes hoy están enzarzados en una batalla política menor que daña a las empresas públicas y al Frente Amplio.
Demos al pueblo uruguayo una nueva muestra de unidad para que pueda seguir teniendo esperanzas.