“Si las puertas de la percepción se depurasen, todo aparecería a los hombres como realmente es: infinito. Pues el hombre se ha encerrado en sí mismo hasta ver todas las cosas a través de las estrechas rendijas de su caverna.”
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William Blake
Solo los locos y las putas son realmente libres, aprendí por ahí, caminando caminos oscuros en alguna instancia de mi vida. (“¡Qué decir de una puta chiflada!”, bromeo con mi inconsciente, mientras escribo estas líneas). Será que la fantasía no es más que una absurda forma de ver la realidad morigerada por la imaginación. Tal vez todos somos locos desquiciados en potencia y nuestra imaginación es el vehículo de esa chifladura. Mas años de civilización no hacen otra cosa que reprimir ese vuelo constante, ese aleteo fantasioso. Tal vez allí está el artista, el poeta, el que pinta la realidad. En los albores del siglo XX –en 1924–, mientras Uruguay levantaba la medalla de campeón olímpico, en París, André Breton anunciaba el primer manifiesto surrealista, en el que la locura ocupaba su sitio especial: “Queda la locura, la locura que solemos recluir, como muy bien se ha dicho. Esta locura o la otra… Todos sabemos que los locos son internados en méritos de un reducido número de actos reprobables, y que, en la ausencia de estos actos, su libertad (y la parte visible de su libertad) no sería puesta en tela de juicio. Estoy plenamente dispuesto a reconocer que los locos son, en cierta medida, víctimas de su imaginación, en el sentido que esta le induce quebrantar ciertas reglas, reglas cuya transgresión define la calidad de loco, lo cual todo ser humano ha de procurar saber por su propio bien. Sin embargo, la profunda indiferencia de los locos da muestra con respecto a la crítica de que les hacemos objeto, por no hablar ya de las diversas correcciones que les infligimos, y permite suponer que su imaginación les proporciona grandes consuelos, que gozan de su delirio lo suficiente para soportar que tan solo tenga validez para ellos”. “No será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar la bandera de la imaginación”, proseguía Breton. Detrás de la locura se esconde la libertad en su forma más revulsiva y repulsiva para la civilización. Es el ser humano sin red de contención, sin arneses que lo sostengan, sin la piola de la realidad. Escribe Michel Foucault que “el burdel y el manicomio serán esos lugares de tolerancia: la prostituta, el cliente y el rufián, el psiquiatra y su histérico […] parecen haber hecho pasar subrepticiamente el placer que no se menciona al orden de las cosas que se contabilizan…”. Allí se esconde quizás la verdadera libertad, la libertad desembarazada de los modos, de los usos de una sociedad esencialmente modeladora. Culmina Foucault sentenciando: “En todos los demás lugares el puritanismo moderno habría impuesto su triple decreto de prohibición, inexistencia y mutismo”. (1) Tal vez, la verdadera libertad se esconde en la cama, o en la sinceridad de las palabras y los actos, no tamizados por la evolución de las pulsiones y los decretos del régimen. El asilo es el lugar en el que se civilizan las pulsiones o por lo menos el sitio que lo intenta por decreto. Se pretende frenar las ansias de vagar sin compromiso, por fuera de las reglas y los cánones de aquel sistema. No es un panegírico a la locura, sino una reflexión sobre el estado actual de la cordura, que –créanme– deja mucho que desear. ¿Qué relación existe entre la locura y el arte? ¿Hasta qué punto el artista, suprasensible, abierto a los cambios más mínimos, es una especie de orate, de lunático con tinta en mano? La chifladura, en su desesperada sinceridad, en su actitud border, sirve a los artistas cool en su misión secular de serlo. Pero a pesar de ser seductora y de que el romanticismo la llevó a un límite tentador, esa dama es oscura, más que el dandismo decimonónico. No hay nada de romántico en la locura en el siglo XX. Nada glorioso en las sangrientas lobotomías con que nuestros ancestros creían curar la locura; o los ruidosos electrochoques con los que nuestros padres y abuelos fantaseaban curar las patologías de la mente, o las toneladas de pastillas con las que nosotros mismos atoramos a nuestros orates. La libertad del loco se da de bruces con la cordura del sistema, y viceversa. El artista coquetea con ser maniático, orate, chiflado que está por encima del mundo, porque esconde, en definitiva, una actitud semimesiánica. Pero no hay nada glorioso en un demente andrajoso –con orines y excremento colgando de sus pantalones bajos repletos de bolsas de nailon, su cara oscurecida y curtida de la mugre y el sol, sus pocos dientes negros– caminando por las calles como un ser anónimo, que lejos está de Baudelaire, de Blake o de Rimbaud. Locura poco memorable. La sinrazón de la razón. Un sinsentido. Habla Foucault y nos llamamos a silencio: “En la época clásica, la razón nace en el espacio de la ética. Y es esto, sin duda, lo que da al reconocimiento de la locura en esta época –o, como se quiere, a su no reconocimiento– su estilo particular. Toda locura oculta una opción, como toda razón una opción libremente efectuada. Esto puede adivinarse en el imperativo insistente de la duda cartesiana; pero la elección misma, ese movimiento constitutivo de la razón, en que la sinrazón queda libremente excluida, se revela a lo largo de la reflexión de Spinoza y los esfuerzos inconclusos del Tratado de la reforma del entendimiento. La razón se afirma allí, inicialmente, como decisión contra toda la sinrazón del mundo, con la clara conciencia de que “todas las ocurrencias más frecuentes de la vida ordinaria son vanas y fútiles”; se trata, pues, de partir en busca de un bien “cuyo descubrimiento y posesión tuviesen por fruto una eternidad de alegría continua y soberana”: especie de apuesta ética que se ganará cuando se descubra que el ejercicio de la libertad se realiza en la plenitud concreta de la razón, que, por su unión con la naturaleza en su totalidad, es el acceso a una naturaleza superior”. (2) ¿En qué punto se encuentran entonces la locura y la razón? ¿Cuál es esa delgada línea que divide al orate del genio? ¿Cuál es el papel de la imaginación y la alteración de los sentidos? ¿Qué es el loco en esta sociedad? ¿Qué papel debe representar en estos tiempos de hedonismo y de pastillas, de sueños 2.0, de “compradores anónimos” y amor por internet? Todas las épocas han tratado de diferentes formas a sus orates, más o menos comprendidos, más o menos parecidos al resto del rebaño. Caminaban por los harapientos caminos en plena Edad Media, en una Europa más harapienta todavía. Causaron estupor y miedo y se alejaron de ellos cuando la peste negra estalló en el año de “su” Señor de 1348, en el que uno de cada tres europeos sucumbió a la peste venida de Oriente. La locura fue gastándose con el tiempo y aquellos pendencieros, fácilmente irritables o irritantes, fueron desterrados por la imaginación a otras tierras lejanas. Así nació de repente la Nef des fous –la nave de los locos–, en medio de un mundo que cambiaba estéticamente, que exigía más libertad. Los locos fueron recluidos en un barco sombrío que navegaba por los ríos de Renania y los canales flamencos. Y allí quedó la locura, cuerda como siempre, en una obra del Bosco, en un libro de Brandt. Cuando no, en las palabras hábiles de Erasmo de Rotterdam: “La razón, para ser razonable, debe verse a sí misma con los ojos de una locura irónica”. La locura entonces fue ocupando un lugar dual, una especie de esquizofrenia bipolar (en sí misma una ironía) entre la locura del genio y la locura del maniático desequilibrado que queremos lejos. Y hasta en eso los burgueses son (somos por agregación) adictos al drama. Querida imaginación, decía Breton, “lo que me gusta sobre todo de ti es que no perdonas”. Nunca perdona y aprieta la genialidad, hasta que ahorca la demencia. ¿Dónde está el loco al que queremos navegando y el loco al que queremos creando? ¿Cuál debe ser entonces nuestra Nef des fous posposmoderna? ¿El artista actual debe ser orate genio y desequilibrado en esa condición? ¿Crear y estar más allá del camino, mirando hacia otro lugar donde nadie mira, alzando su cabeza y generando que el rebaño lo siga sin saber bien por qué? ¿O tal vez ser sencillo canal de las impresiones seculares? Escribió hace algunos años nuestro gran poeta Rafael Courtoisie: “El amor de los locos. Un loco es alguien que está desnudo de la mente. Se ha despojado de sus ropas invisibles, de esas que hacen que la realidad se vele y se desvíe. Los locos tienen esa impudicia que deviene fragilidad y, en ocasiones, belleza. Andan solos, como cualquier desnudo, y con frecuencia también hablan solos (‘Quien habla solo espera hablar con Dios un día’)”. 1. Foucault, Michel. Historia de la sexualidad 1. La voluntad del ser. Ed. Siglo XXI, Madrid, 1977. Pág. 10-11. 2. Foucault, Michel. Historia de la locura en la época clásica I. Ed. FCE, Colombia, 1998. Pág. 118.