Hemos escrito muchas veces del tema, pero ahora que se abrió la nueva legislatura, y vimos varias caras conocidas, se me hace necesario volver a ponerlo a consideración de los lectores porque la calidad de los políticos y de la política es uno de los problemas más graves que afronta la humanidad.
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Un tema que ayudaría a comprender la magnitud de lo que afirmamos es que Cabildo Abierto, el partido del actual senador general Guido Manini Ríos, ha creado una especie de escuela de formación para sus legisladores y altos funcionarios, algunos de los cuales no son conocidos ni saben bien lo que piensan ni el propio Manini ni su señora.
Ejemplos de la decadencia de la calidad de los políticos y los que se dedican a la política sobran a lo largo y ancho del mundo.
En la primera semana de febrero, superando lo insuperable, el presidente de la primera superpotencia del mundo, Donald Trump, se burló de la democracia estadounidense, la más antigua del mundo, fundada en 1776, evitando por escaso margen de votos obsecuentes y genuflexos que en su propio juicio en el Senado se presentaran testigos que hubieran categóricamente demostrado, ante la opinión pública, la culpabilidad de quien era acusado de traición. Todos estos testigos eran diplomáticos y militares de alto rango amparados y obligados por sus juramentos de honor, y uno de ellos era nada menos que John Bolton, el superhalcón que fue consejero de Seguridad Nacional hasta el 10 de setiembre pasado y cuyo libro se prohibió imprimir, declarando que se trataba de «material clasificado».
Como siempre le ocurre a Trump, un hombre de honor, el excandidato Mitt Romney, exgobernador de Massachusetts y excandidato a la presidencia, votó a favor de la destitución por «respeto a sus principios». Lo mismo le había ocurrido al presidente con el difunto héroe de guerra, senador y excandidato presidencial republicano John McCain, que se había convertido en su más ferviente enemigo.
Donald Trump, imparable, parece encaminarse hacia la reelección, y fue definido por el gran periodista y economista conservador Martin Wolf, editor económico del Financial Times, como un peligro mayor no solo para los valores democráticos («este era el tipo de hombre que los Padres Fundadores temían», escribió), sino como alguien incapaz de generar un liderazgo global positivo, que administre asuntos claves como la gestión de los bienes comunes del mundo, el clima y la biodiversidad.
Bastante más cerca, en Brasil, el gobierno de Jair Bolsonaro parece enorgullecerse del aumento de las muertes a manos de policías (¿hay un «modelo Bolsonaro» para América Latina?; pronto lo sabremos en Uruguay) y se jacta de los resultados de su política de «gatillo fácil».
Ello motivó un editorial de El País de Madrid, titulado «Violencia en Brasil», en el que alude a que el año pasado se registraron 41.000 crímenes, lo cual mantiene a nuestro enorme vecino como uno de los países más violentos del mundo.
Dice el diario español: «Sin embargo, hay otro dato que no se puede obviar. Las muertes en operaciones policiales -también entre las más altas del mundo- han aumentado notablemente, sobre todo en el estado de Río de Janeiro, donde hubo más de 1.800 víctimas el año pasado, el máximo en dos décadas. Es un nivel de letalidad policial incompatible con un Estado de derecho afianzado, en el que las fuerzas de seguridad tienen el deber de proteger a la ciudadanía en lugar de ser consideradas por amplios sectores de la sociedad como una amenaza. Las estadísticas muestran que la mayoría de las víctimas de acciones policiales son hombres negros y pobres que mueren alcanzados por disparos en incursiones contra el tráfico de drogas en favelas. Rara vez las investigaciones sobre esas muertes determinan que los agentes se excedieron en el uso de la fuerza, lo que refuerza una sensación de impunidad».
El diario señala que Bolsonaro oculta que las cifras de muertos en operativos policiales han llamado la atención de la Organización de Naciones Unidas. Intentó blindar por vía de ley a los agentes que matan a meros sospechosos en los operativos (lo frenó el Congreso), pero avanza en materia de facilitar la compra y tenencia de armas, lo cual tiene resultados nefastos en Estados Unidos, como las masacres indiscriminadas que cada poco tiempo cobran decenas de víctimas.
El clima opresivo del gobierno de Bolsonaro se extiende por todas partes. El editorial concluye afirmando: «La muerte de un antiguo policía sospechoso del crimen que le costó la vida a la concejal izquierdista Marielle Franco ha puesto el foco sobre las bandas criminales de exagentes y sobre sus conexiones con políticos locales, sospechas que salpican al senador Flávio Bolsonaro. El presidente no puede obviar esta realidad. Tiene la obligación de despejar cualquier tipo de relación y tomar medidas para evitar un mayor daño a la democracia».
Pero como Trump, Bolsonaro es capaz de batir sus propios récords.
Pero no es solamente el presidente. Hace pocos días, el ministro de Economía de Brasil, Paulo Guedes, graduado en la Universidad de Chicago, como nuestro futuro canciller, afirmó en un importante discurso oficial que los funcionarios públicos son «parásitos». ¿Sabe el ministro chicaguiano que él es, junto con el presidente y los demás ministros, uno de los más privilegiados funcionarios públicos, y que lo son absolutamente todos los integrantes de las fuerzas armadas y de seguridad que cada vez más constituyen el soporte del gobierno, incluso a nivel del gabinete ministerial?
El inefable Guedes, que lleva adelante contra viento y marea su programa de recortes de gastos sociales y privatizaciones, justificó una importante devaluación de la moneda diciendo que «hasta las sirvientas estaban yendo a Disney».
Eso sí, Bolsonaro debió abandonar un estadio al ser abucheado masivamente mientras miles de obreros paraban ante la incipiente privatización de Petrobras, que no debe tener contentas para nada a las Fuerzas Armadas de Brasil, conocidas por su nacionalismo económico desde la época de la dictadura que creó la Doctrina de la Seguridad Nacional, que el presidente brasileño tanto ha elogiado.
En Uruguay también tenemos lo nuestro.
Al cierre de esta edición no conocemos todavía el proyecto de Ley de Urgente Consideración que el gobierno piensa (¿amenaza?) remitir al Parlamento. Conste que sobre esta ley, que el Parlamento deberá discutir en 90 días, los blancos vienen hablando desde hace ya un año, en el que Luis Lacalle Pou anunció una ley de 500 artículos que iba a marcar el paso de toda su gestión.
En un año, aún no conocemos lo que en esta misma columna llamamos “la madre del borrego”. Hoy conocemos la versión herrerista del mencionado proyecto de ley, pero ya se ha anunciado que solo es la versión troglodítica, blanca, herrerista, neoliberal y sin disimulos. Nadie olvidará que esta ley vino para regular la fabricación de chorizos, pero tampoco que el Partido Nacional, la colectividad de Oribe y de Wilson, trató de contrabandear una vergonzosa disposición que habilita a que los colonos no vivan ni trabajen la tierra que obtuvieron del Estado y que parece amparar a varios y muy ricos altos funcionarios blancos.
Ese mismo primer borrador anuncia la liberación de la importación de combustibles y modificaciones sobre el control de internet y de ondas, que podrían dejar en manos de poderosos grupos y millonarios extranjeros el dominio de dos instrumentos fundamentales para la seguridad nacional en el siglo XXI: los combustibles y las telecomunicaciones. El mismo borrador ha sido cuestionado por los profesores por afectar gravemente la enseñanza pública y sobre sus disposiciones sobre seguridad se ha denunciado que violan la Constitución, erosionan tratados internacionales e imponen reglas que violan derechos humanos.
La gente disfruta en los tablados con la impagable imitación del presidente electo que realiza Gastón Rusito González, pero la cosa es seria y hay cuestiones verdaderamente graves y de la mayor importancia que nos hace ver que tal vez no seamos tan distintos de gobiernos que son el hazmerreír del mundo y sobre todo de los grupos económicos y millonarios que resultan privilegiados por ellos.
Mientras tanto, en una tómbola secreta, los partidos que integran la coalición de gobierno proponen nuevas ideas para la famosa ley y se oponen a algunas de las ya anunciadas. El producto final se parecerá a Frankenstein y desechará fragmentos y pondrá otros en una negociación en la que la sociedad no participará ni ahí. El engendro lleno de cicatrices muy probablemente se parecerá al original porque el herrerismo neoliberal ha demostrado que -hasta ahora- viene ganando a sus socios todos los embalajes.