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La inteligencia uruguaya y la responsabilidad del escritor

Por Marcia Collazo.

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Mi participación en la Feria del Libro de Buenos Aires, con el altísimo honor que representó para mí, como escritora uruguaya, el haber asistido a dicho evento en representación de las letras nacionales, fue mucho más que un acontecimiento, por grande que este pueda ser. Fue también y ante todo una responsabilidad. Me tocó compartir dicha distinción con muchos otros colegas de este raro oficio de escribir. Unos íbamos como narradores, otros como poetas, pero estuvo presente además el elenco completo del pensamiento nacional, reflejado en libros de las más variadas temáticas. En un pabellón que pretendía remedar la rambla montevideana, y que efectivamente la remedaba en algunos aspectos, figuraba toda o casi toda la gama de las producciones de lo que nuestro filósofo Arturo Ardao denominó la ‘inteligencia uruguaya’. No lo dijo así por pecado de soberbia, o porque considerara que hay gente que es más inteligente y otra que lo es menos; sino porque configuró el concepto a partir de la dimensión rectora de la creación auténtica y original de un pueblo o de un sujeto determinado. Creo, dicho sea de paso, que la obra de Arturo Ardao no figuraba en nuestro pabellón oriental, y sé que no es posible llevar todas y cada una de las producciones de pensamiento nacidas en estos lares, pero deberíamos considerar que la filosofía latinoamericana anda de capa caída desde hace mucho tiempo -por no decir desde siempre- y que Ardao es uno de sus más conspicuos representantes. ¿Por qué afirmo que la filosofía latinoamericana anda de capa caída? No porque no sea en sí misma una emanación poderosa y propia, que lo es, sino porque cargamos aún con el estigma de haber sido colonias, de haber estado y de continuar estando relegados a una condición inferior, sometidos a diversas manifestaciones del imperialismo y del arquetipo occidental; y frente a ese arquetipo somos lo incompleto, lo malogrado, lo que puede parecerse, pero que jamás podrá parangonarse, ni adquirir un estatus de humanidad plena en comparación con el legítimo occidente. De ahí que la idea de la ‘inteligencia uruguaya’ sea un concepto luminoso, introducido por Ardao en muchas de sus obras, y ejemplificado a través de profundas reflexiones. Por ejemplo, Ardao menciona la reforma educativa vareliana y demuestra cómo, a pesar de que José Pedro Varela se basó en la teoría de Spencer, logró construir un proyecto propio pensado y estructurado por y para el país y en función de necesidades propias. Lo lindo, lo que merece ser destacado y celebrado, es que el acto creador, contemplado desde la narrativa, sigue siendo una de las más cabales expresiones de esa inteligencia a la que se refería nuestro filósofo. Pero hablé antes de responsabilidades. La lengua no sirve solamente al ser humano para expresar alguna cosa, sino también para expresarse a sí mismo. Y lo que expresamos de nosotros mismos es lo que llevamos dentro, como constructores de símbolos para ir dotando de significado al mundo. Jean Paul Sartre sostiene que la literatura no es una actividad gratuita y que las palabras tienen un enorme poder. Según Mario Vargas Llosa, a propósito de la expresiones de Sartre, escribiendo uno puede cambiar el mundo, porque la escritura no es sólo un decir, sino además una manera de actuar. Claro que la responsabilidad del escritor no pasa por convertirse en un energúmeno que se autocensura, ni en una suerte de Catón el Censor que anduviera pontificando acciones pretendidamente morales, ni en un anodino o almibarado sujeto que va por ahí diciendo cursilerías de variado calibre, sólo porque suenan bonitas. Eso sería la monstruosa aniquilación de la expresión literaria. La responsabilidad conlleva siempre la contracara de la libertad y de la verdad. Una libertad que no claudica ante nada ni ante nadie, y que se origina en la necesidad radical de dar un sentido al mundo en que vivimos; y una verdad que, aunque pueda llegar a ser insoportable, desagradable, sucia, inmoral o violenta, debe ser dicha en la belleza rotunda de la forma, como expresa Abelardo Castillo, el escritor argentino recientemente fallecido, en su obra Desconsideraciones. ¿En qué sentido enlazo las reflexiones de Castillo con el concepto de inteligencia de Arturo Ardao? En el hecho de que un escritor puede tomar -y de hecho toma- todas las impresiones y experiencias que su propia vida y su peculiar entorno le ofrecen a la hora de narrar, pero lo hace a su manera intransferible y en cierto modo “desconsiderada”, y por medio de su poder personalísimo de inteligir ese entorno. Así, por ejemplo, Chéjov habría aprendido “la irresistible fuerza de la vida humana, y su absurdo, en los enfermos terminales” que trató en su rol de médico; y entre nosotros, autores como Eduardo Acevedo Díaz, Marosa di Giorgio y Mario Levrero -sólo por nombrar a algunos- son buenos exponentes de lo dicho. Acevedo Díaz, que vivió a fines del siglo XIX y en los primeros años del XX, en pleno paradigma patriarcal -como se afirma en nuestros días-, supo crear unos personajes femeninos tan poderosos y radicales que aún hoy asombran por su luminosidad y contundencia, y que difícilmente podrían ser superados en la maestría de su realización. Marosa recrea en su poesía el universo mágico y panteísta de una infancia circundada de cierta naturaleza fantástica y exuberante que reproduce, paso a paso, las etapas y las expresiones más crudas, recónditas y viscerales de la vida humana. En su poesía sobresalen la pérdida y el despojo, la desnuda virulencia de estar vivo, la implacable vulneración de la inocencia. Levrero produjo, por su parte, un universo cargado de opresión, obsesiones, crueldades y distorsiones, que sin embargo no es ajeno al alma de cualquier ser humano, dividido entre una cotidianeidad abrumadora y opresiva, y la necesidad angustiante de hallar sentido a lo que atisba a través de las manchas de humedad de su casa, las huellas de una grosera condición humana o las rajaduras del espejo del baño. ¿Era esto la vida? Eso me pregunté yo misma un día, hace ya como diez años. Estaba sentada al borde de la cama, poniéndome las medias. Acababa de apagar el despertador, me sentía el ser más desgraciado del mundo y no era capaz de hallar el menor aliciente para enfrentar mi nueva jornada existencial. ¿Era esto la vida? Levrero nos sumerge en esa pregunta hasta la náusea, pero la pregunta no deja de estar ahí, latente, implacable, y no deja de ser perfectamente legítima. Acaso la responsabilidad del escritor podría resumirse, en el caso de Levrero, en la honestidad de poner de relieve, de forma descarnada y abrupta, ese vacío tan terco como inevitable que nos acecha día a día en nuestras vidas. Castillo no ve a los escritores como seres excepcionales, que por cierto no son; los ve como seres capaces de crear un lugar donde lo excepcional acontece. Lo excepcional viene a ser aquello capaz de transformar nuestras vidas, no a través de ideas vacuas propias de la autoayuda, como la superación personal, el empeño, el sacrificio, la esperanza y otras lindezas por el estilo. No. Lo excepcional es la invención de la palabra y del universo preciso, ese que se halla en verdad dentro de cada uno de nosotros, y que el escritor rescata para dejar salir afuera la locura, la vanidad, la estupidez, la crueldad, la mezquindad y la pasión que cada ser oculta y alimenta. Si además podemos hacer de todo eso un símbolo, un camino, una posible respuesta, tanto mejor. Habremos asumido, de la manera más valiente y franca, la responsabilidad cabal del escritor. Y por eso, entre otros motivos, es necesario que los jóvenes lean; y por esto, también, celebro haber estado en la Feria del Libro de Buenos Aires, rodeada de los colegas del oficio y de tantos y tantos libros de las más diversas temáticas, que son otros tantos exponentes de la inteligencia en verbo y en decurso, en historia, sentimiento y acción.

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