Porque sí, camaradas de Twitter y militantes del algoritmo: la subjetividad no flota en el aire, no nace en TikTok ni muere en X. La subjetividad se estructura en la relación social con la producción, con la distribución, con el reparto del tiempo, del suelo y del hambre. ¿Qué materialidad proponíamos cuando la tecnología privatizada construía individuos antisociales y antidemocráticos, moldeados por algoritmos adictivos y discursos de odio personalizados? ¿Dónde estábamos cuando las plataformas enseñaron que todo es competencia y que la culpa siempre es del otro pobre, del otro repartidor, de la otra uberista, del otro migrante, la otra feminista, en fin, del otro que no se sacrifica en la misa neoliberal del mérito?
Marx no está muerto. Está secuestrado. Lo enterramos bajo likes, lo expulsamos del análisis político y lo sustituimos por «emociones colectivas» y «comunicación eficaz» de estrategas de marketing carentes de compromiso con la historia.
Pero no se puede disputar hegemonía sin leer las grietas del modo de acumulación. No se puede disputar el alma sin entender el cuerpo. «Lo nuevo no nace», porque nuestra acción no lo fecunda. Definitivamente no somos los «monstruos», pero sí parecemos ser quienes les preparan el lecho en los claroscuros de la noche.
Hoy los cuerpos están precarizados; en otros casos, incluso descuartizados. La desindustrialización ha devuelto la lucha de clases al plano del delivery. La competencia entre pauperizados se ha vuelto espectáculo. En tiempos de Netflix, del capitalismo de plataformas, la autoexplotación se disfraza de libertad. Y en esa libertad encubierta, la extrema derecha siembra su evangelio: que el Estado es un parásito, que las feministas destruyen la familia, que el migrante roba el trabajo, que el pobre es pobre porque quiere…
Su síntesis es tan perversa como brillante. Mientras nosotros intelectualizamos nuestras derrotas y disputamos pronombres o adjetivos, la derecha construye narrativas ancladas en la rabia, el miedo, el sentido del deber y de la pérdida, relatos acorde a los cambios materiales propios de nuestra época. La derecha narra la nostalgia como promesa. Y, como bien supo Gramsci, eso también es política.
La industria del narcotráfico enseña con sangre: la violencia como forma de resolver conflictos. Esta también es parte de la crisis de acumulación. La religión conservadora enseña con dogma, con dogma como sustituto de la razón pública. Se estigmatiza el conocimiento científico, se asedia a las universidades y las humanidades desparecen poco a poco. La pandemia enseñó que el Estado puede morir por abandono y que el antipolítico puede convertirse en profeta. En ese caldo venenoso, la extrema derecha construyó subjetividades con eficacia quirúrgica, articulando lo material con lo simbólico, lo estructural con lo emocional. Mientras tanto, nosotros, atrapados en nuestra estetización de la política, hemos olvidado que la ideología no es solo un relato sino una práctica histórica anclada en las condiciones concretas de vida.
El avance de la derecha extrema no es un accidente. Es el resultado de haber leído correctamente las transformaciones del capitalismo: la falsa «desfosilización» como nueva acumulación, la digitalidad como nueva frontera de control, la ecología como excusa para nuevos extractivismos. Su utopía ya no solo es el orden y la tradición, sino la libertad privatizada, la tecnología como redención y la propiedad como horizonte moral.
Pero frente a todo esto tenemos un antídoto. Debemos volver a Marx. Volver a pensar la subjetividad como resultado de la estructura, no como simple emoción flotante. Volver a leer el capital no solo como crítica al mercado, sino como diagnóstico de las formas de vida que produce. Porque solo desde ahí puede construirse una nueva pedagogía política, que articule cambios materiales con horizontes ideológicos, que dispute el sentido común desde el suelo y no desde la pantalla. Volver a pensar lo analógico en tanto cuerpo a cuerpo y en tanto tiempo no usurpado.
La lucha cultural sin crítica de la economía política no es más que performance progresista. Si no se transforma la base, la superestructura se burla. Gramsci, sin Marx, es un meme. Y la izquierda, sin Marx, es una marca sin producto.
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René Ramírez. Profesor de la Universidad Nacional de las Artes (Argentina) e Investigador invitado de la Universidad Estatal de Milagro (Ecuador) y del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).