Sin perjuicio de seguir recordando los logros económicos y sociales del Frente Amplio y las obras concretadas en estos tres ciclos en que la izquierda fue elegida para ser gobierno, quiero destacar que estoy muy complacido -y lo digo con mucho orgullo- de que tengamos en Uruguay a un presidente tan consecuente con sus compromisos, tan sereno, tan apegado a las instituciones y a las leyes, tan respetuoso de las opiniones y creencias diversas y, sobre todo, tan humilde y tan sobrio. Con todas estas características que lo convierten en una verdadero estadista, no me puedo explicar las conductas de aquellos que tratan de menospreciarlo y agraviarlo, máxime que se trata del único presidente que fue electo dos veces en elecciones indiscutiblemente limpias, obteniendo en las dos oportunidades mayoría parlamentaria. Todo esto además de ser el hombre con quien comenzó el más largo ciclo de crecimiento económico con equidad en la historia de Uruguay desde el batllismo de don Pepe Batlle. Tampoco entiendo que personas tan variopintas como el diputado Pablo Iturralde, el profesor Ruben Correa Freitas y el filósofo Pablo da Silveira (ninguno de los cuales pasará a la historia, ni siquiera en el nomenclátor urbano) lo acusen de violar la Constitución de la República por visitar un comité de base del Frente Amplio para saludar a sus adherentes a fin de año. Sobre todo, porque tan enjundiosas personas omiten siquiera detener la mirada en quienes han violado en serio la Constitución, el Pacto de San José de Costa Rica y la Declaración de Derechos del Hombre. Si desean hacerlo, tienen una gran oportunidad en la persona del expresidente Julio María Sanguinetti, quién molesto por las reiteradas violaciones al espíritu republicano de Tabaré Vázquez se autoincrimina en algunos escritos divulgados imprudentemente, con su firma, en la edición del semanario Búsqueda del 28 de diciembre, sin que se aclarara que era una broma del día de los inocentes. En dichas notas de archivo, algunas de ellas publicadas en la década del setenta del siglo pasado, la fatuidad del autor le juega la mala pasada de autoacusarse de ser cómplice, encubridor y, de hecho, coautor de actos de tortura y crímenes de Estado imprescriptibles. Pero todos sabemos que el pez por la boca muere. Confirmo que no hay nada más patético que un anciano fatuo. Búsqueda informa que Sanguinetti violó la Constitución El Dr. Julio María Sanguinetti es un intelectual orgánico del Partido Colorado, un político muy inteligente y tenaz, un gran periodista, un destacado parlamentario, elegido en dos ocasiones presidente de la República. Además, fue dos veces ministro de dos gobiernos autoritarios que paradojalmente serán recordados como dos gobiernos para el olvido: el de Jorge Pacheco Areco y el de Juan María Bordaberry. Su pasaje por el Parlamento como diputado no será nunca muy recordado. Era muy joven cuando en el año 63 fue electo diputado por Canelones. Sólo tenía 27 años. No fue nunca un diputado excepcional y no se recuerdan de él grandes discursos ni memorables leyes. En 1967 fue electo nuevamente y en 1969 Jorge Pacheco lo nombró ministro. El ascenso del autoritarismo no lo encontró en el Parlamento ni en las tribunas callejeras, sino en el Poder Ejecutivo. No combatió al bordaberrismo, sino que fue activo participante de sus políticas y autor de su tristemente recordada Ley de Educación. Integró el Ejecutivo que envió al Parlamento el proyecto de Ley de Seguridad del Estado y el Estado de Guerra Interno, que fue votado por parlamentarios blancos y colorados. Acaso de su frustrada gestión parlamentaria venga el odio, patente en los libros La agonía de la democracia y La reconquista, que el expresidente muestra contra el Parlamento uruguayo derrocado en 1973; contra su disolución el pueblo uruguayo protagonizó una histórica huelga que Sanguinetti ha minimizado una y otra vez, igual que la lucha de los civiles dentro y fuera del país contra la dictadura. Él siempre afirma que del régimen cívico militar salimos gracias a las conspiraciones del Partido Colorado con los militares. Olvida que también tuvimos golpe de Estado y dictadura con sus secuelas de crímenes, torturas e impunidad gracias a las conspiraciones de militares y civiles blancos y colorados, especialmente colorados. Sanguinetti fue ministro de Industria y Comercio de Jorge Pacheco Areco entre el 15 de setiembre de 1969 y el 2 de abril de 1971, en pleno auge de la violencia autoritaria del ex cuasi dictador que gobernaba con Medidas Prontas de Seguridad. Acto seguido, después de las elecciones fraudulentas de 1971, fue ministro de Educación y Cultura de Juan María Bordaberry -luego dictador- entre el 1º de marzo de 1972 y el 27 de octubre del mismo año, cuando se vio obligado a renunciar ante el arresto, por las Fuerzas Conjuntas, del líder de la Lista 15, Jorge Batlle, al que estas acusaban de varios ilícitos económicos, entre ellos la famosa “devaluación de la infidencia”, prolijamente documentada en el libro Cómo se agrava la crisis nacional, del exdirector del Banco Central Julio Herrera Vargas. Veamos bien: integró el Poder Ejecutivo con rango de ministro en el pachequismo y en un período crucial del bordaberrismo “constitucional”: entre el 1º de marzo y el 27 de octubre de 1972. En dicho lapso se dieron innumerables episodios de tortura, los asesinatos del 14 de abril y el asesinato de los siete militantes comunistas de la Seccional 20, el trágico 16 de abril de 1972. Sabemos que los militares, conscientes de la responsabilidad que asumían con sus crímenes, y de forma de quedar cubiertos, consultaban siempre al “mando superior”, es decir, al comandante en jefe (el presidente de la República) antes de proceder a fusilamientos como los de la Seccional 20. Por eso Juan María Bordaberry murió en calidad de procesado por 14 crímenes de lesa humanidad, que no prescriben. No voy a ser tan animal de comparar a Sanguinetti con Gavazzo. No. Sanguinetti no era ni fue un fascista, ni fue autor, ni siquiera intelectual de los crímenes de la dictadura. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Lo que me pregunto es ¿Si sabían los ministros, integrantes del Poder Ejecutivo, que se estaba torturando y matando en esos momentos? ¿No tenían obligación de informarse? Al saberlo y permitirlo sin sancionar a los culpables,¿eran omisos o cómplices? ¿No es que todo funcionario público tiene la obligación de denunciar la comisión de delitos? ¿Podrían haber haber sido juzgados por violación a la Constitución y crímenes de lesa humanidad los integrantes del Consejo de Ministros (Poder Ejecutivo) de Juan María Bordaberry, como lo fueron el propio dictador y el canciller Juan Carlos Blanco? A la primera pregunta, Sanguinetti, según Búsqueda, contesta inequívocamente que sí. El presidente Bordaberry y sus ministros tenían información oficial de que se estaba torturando por parte de los militares subordinados y también tenían conocimiento de los crímenes que estos cometían, por no meternos en honduras como el “escuadrón de la muerte”, que es otra historia. Sanguinetti acepta haber estado informado y haber pertenecido a un gobierno que o bien orientaba la escalada militar, o bien toleraba sus desbordes, o bien los justificaba en una escalada militar en que el enemigo del gobierno y de los militares era la guerrilla tupamara. Eso sí, nunca denunció nada, al igual que sus colegas, porque no lo creía necesario, porque tenía miedo, porque creía que sus denuncias no impedirían el accionar militar, o porque estaba de acuerdo con lo que los militares estaban haciendo. Quienes sí venían denunciando torturas, aunque Sanguinetti no los nombre en su libro, eran Zelmar Michelini, Juan Pablo Terra, Rodney Arismendi, Enrique Erro, Wilson Ferreira Aldunate, Enrique Rodríguez, Carlos Julio Pereyra. Las venían denunciando formalmente en el Parlamento desde 1971, como puede leerse en la prensa de la época y en Cuadernos de Marcha. También lo hacía el general Liber Seregni, cuando, aleccionándonos sobre la lógica de la guerra, clamaba en las tribunas por “¡Paz para los cambios y cambio para la paz!”. ¿Cómo sabemos que Sanguinetti sabía de las torturas y los crímenes? Es que Sanguinetti, cuando se exilió brevemente en Buenos Aires después del 27 de junio de 1973, escribió para el diario La Opinión, dirigido por el legendario Jacobo Timerman, una serie de diez artículos bajo el título común de ‘Crónica íntima de un golpe de Estado’, que fueron hace ya varios años comentados por Eleuterio Fernández Huidobro en Mate amargo. Pues bien, en las páginas escritas y firmadas por Sanguinetti puede leerse que él tuvo activa participación en el conflicto (“Estado de guerra interno” lo bautizaron los militares). Siempre estuvo del lado del Partido Colorado y también junto a los militares, y vaya si “agitó” para ser ministro de Educación y Cultura, según sus propias palabras. En el capítulo titulado ‘El espectro de la guerra’, cuenta con orgullo que fue el orador en el cementerio durante el entierro de los militares muertos por las balas de los tupamaros el 14 de abril: el profesor Armando Acosta y Lara, subsecretario del Interior y exdirector interventor de Enseñanza Secundaria, el capitán de fragata Ernesto Motto, el subcomisario Óscar Delega y el agente policial Juan Carlos Leites, posteriormente acusados por el MLN de integrar el llamado “escuadrón de la muerte”. Dice Sanguinetti: “La respuesta era igualmente feroz. Miles de soldados y policías se habían lanzado a las calles de Montevideo contra la organización guerrillera que había cometido -luego se comprobaría- uno de sus más graves errores”. Entiéndase bien, fue el orador oficial en el sepelio de los asesinos ajusticiados integrantes del Escuadrón de la muerte. Para que conste En el siguiente subcapítulo, titulado ‘Ocho tupamaros muertos’, narra cómo habló en el cementerio y se dejó llevar por la pasión: “Allí dije un discurso. Llevaba algo escrito, pero por la mitad abandoné los papeles y hablé improvisadamente. La gente estalló en una ovación que resonó extrañamente en el ambiente solemne y recogido del viejo cementerio que cientos de oficiales poblaban con sus uniformes. Comenzaba allí un largo proceso. Aún no ha terminado”. ¡Ojo al piojo! Es muy interesante esta última frase: para Sanguinetti, como para Claudio Paolillo, la guerra aún no ha terminado. A tener muy en cuenta. Sanguinetti siempre habló para los militares; su estrategia de acumulación los incluía. También lo hizo en el funeral de Pacheco Areco y en el del general Hugo Medina. Su público fue siempre el mismo y su discurso, con los años, fue virando del centro a la derecha, de un batllismo liberal a un pachequismo neoliberal y macarthista. Del 15 de abril de 1972 salta para atrás y señala que el 9 de setiembre de 1971 Pacheco Areco encargó la lucha antiguerrillera a los militares. Señala cómo la violencia fue creciendo y llega a la justificación de lo injustificable. Los fusilamientos de la 20 según Sanguinetti Dice Sanguinetti: “En la mañana del 16 de abril de 1972 [siendo él ministro de Educación y Cultura, N. de R.], a sólo dos días de la trágica jornada con la que iniciamos este relato, se allanó un local del Partido Comunista en la avenida Agraciada y se intimó a sus ocupantes al desalojo de la finca”. “En momentos en que se producía su salida, un disparo sobre un oficial del Ejército que comandaba el operativo lo hiere de extrema gravedad en la cabeza. En el tiroteo que se originó de inmediato al repelerse el disparo, murieron siete personas afiliadas al mencionado partido”. Así dice el parte oficial. Los muertos eran todos obreros, gente madura, viejos comunistas en su mayoría. Ningún joven partidario de la nueva modalidad del combate armado. El oficial herido, el capitán Wilfredo Busconi, año y medio después sobrevive en su lecho del Hospital Militar en estado vegetativo. Envejecieron en la vigilia su madre y su padre, un viejo coronel, compañero de mi abuelo en los tiempos heroicos de la última caballería montada, la que terminó poco después de la guerra de 1904. “El episodio ocurrió en las sombras de la madrugada y nunca más habrá una versión exhaustiva del mismo. Nadie sabe a ciencia cierta cómo comenzó. En cualquier caso, la trágica matanza se inscribe en un clima de tensión, de guerra desatada en que los nervios, desgastados por los patrullajes, ya no responden. La pasión se excita ante la sola perspectiva de encontrar un enemigo que sólo aparece por sorpresa”. Así termina el entonces ministro Sanguinetti su relato de una masacre cuyos culpables casi aparecen amparados por la inimputabilidad. Dice que nadie sabe cómo ocurrió, pero también desliza que hubo siete muertos inocentes. ¿Qué hizo el ministro al día siguiente en la Presidencia? ¿Pidió informes? ¿Amenazó con renunciar? ¿Concurrió, como lo hizo el arzobispo de Montevideo, monseñor Carlos Partelli, al sepelio de los mártires infamemente asesinados a sangre fría? ¿Renunció? ¿Reclamó, como se ha puesto de moda hoy día, una investigación judicial a la “justicia de crimen organizado”? Nada de eso. Sanguinetti metió violín en bolsa, se tragó su discurso socialdemócrata con el cual aún sigue lucrando en los simposios internacionales y siguió siendo ministro de un gobierno cívico militar, corrupto, oligárquico, torturador y asesino, presidido por un latifundista, falangista y colorado. Y tan campante. Mientras tanto, en su despreciado Parlamento, la bancada del Frente Amplio, en las voces de Zelmar Michelini, Rodney Arismendi y Jaime Pérez, y los movimientos Por la Patria y Nacional de Rocha, que respondían a Wilson Ferreira Aldunate y Carlos Julio Pereyra, condenaron enérgicamente el hecho, exigieron una investigación completa y la separación del cargo y juzgamiento de los eventuales responsables de lo que constituía un terrible ser una matanza. Está en las actas del Parlamento. Repito mi pregunta: ¿los ministros de Juan María Bordaberry, además de Juan Carlos Blanco, violaron o no la Constitución ante crímenes que no han prescripto? ¿Fueron coautores? ¿Autores intelectuales? ¿Cómplices? ¿Gozaban de alguna inmunidad especial? ¿Eran inimputables? El ministro “facilitador” El siguiente subcapítulo se llama ‘Cristi, un hombre fuerte’ y dice: “La promoción de los generales Esteban Cristi y Eduardo y Rodolfo Zubía [a las regiones militares I, II y III, N. de R.], considerados los máximos exponentes del llamado grupo ‘gorila’ del Ejército, aparecía como la agudización de una campaña anticomunista que, luego de la muerte de los siete dirigentes de la avenida Agraciada, prometía una San Bartolomé”. ¿Qué hizo el ministro de Educación y Cultura, Julio Sanguinetti, ante esto? Dice Sanguinetti: “Visité al senador Michelini en la casa de su madre en el Centro, al diputado Rodney Arismendi -primer secretario del Partido Comunista- en su residencia de Malvín, a los dirigentes demócrata cristianos Juan Pablo Terra y Américo Plá Rodríguez. A todos expliqué que las medidas tenían razones estrictamente militares, que era preciso corregir métodos y que los nuevos comandantes eran una garantía profesional”. Así procedió Sanguinetti, según sus propias palabras, tranquilizando y desarmando a las futuras víctimas ante el ascenso de los lobos. ¿Qué clase de inocente rol nos quiere hacer creer Sanguinetti que cumplía? ¿Por qué fue a convencer a Michelini, Terra y Arismendi que Cristi y Zubía no eran tan peligrosos? ¿Qué ganaba? ¿Tiempo? ¿Estaban enterados los mandos militares de las funciones de Sanguinetti de operador de Inteligencia? ¿Quién se beneficiaba con esa gestión? ¿ De quién era embajador de Bordaberry o de los gorilas, que se encaramaban en el poder? ¿Qué respondieron Terra, Arismendi y Michelini? ¿Agradecieron su gestión? ¿Se trataba de una emboscada? ¿Qué clase de garantías profesionales ofrecían tres de los generales más fascistas de la Junta de Oficiales Generales y tal vez los más gorilas? El siguiente subcapítulo se llama ‘Nacen las torturas’. Está situado en 1972, pero sabemos que venían desde 1971. Lo importante es lo que sigue: “Recuerdo que una noche, invitado por el presidente Bordaberry, fuimos a una reunión informativa en la sede del Estado Mayor Conjunto, un viejo palacete estilo francés comprado par ese destino. En el comedor improvisado para conferencias, se nos brinda información exhaustiva sobre la guerra en curso. Su objetivo, escrito en un gran cartelón en gruesos caracteres, era “mantener activa la conciencia democrática del pueblo uruguayo [lo pusieron los mismos que dieron el golpe de Estado e impusieron una dictadura, como para creerles, N. de R.]”. Se les brindó información de todo tipo que detalla Sanguinetti, y consigna que ante una pregunta del ministro de Defensa, general Enrique Magnani, el director del Servicio de Información de Defensa, coronel Ramón Trabal le respondió: “En esta guerra, mi general, estamos obligados a hacer muchas cosas que no nos gustan. Nos agradaría escribir comunicados más elegantes, pero hemos comprobado que popularmente impactan más estos otros, que hablan de mafia criminal y otras palabras así. No están dirigidos al nivel alto de la población, procuran llegar a las grandes masas”. Y concluye Sanguinetti este capítulo fundacional y confesional: “El Ejército, en su lucha, había encontrado a sus jefes [jefes que él no impugnó, sino que promocionó como ‘garantías’, N. de R.]. Nuevos métodos [se refiere a la tortura y al crimen, N. de R.] aparecían. Y en la realidad de los cuarteles, productos de la pasión, de la sangre, del desafuero de los instintos, nacían las torturas más primarias al calor de la improvisación de la pasión bélica. Un tinaco de agua y la cabeza metida adentro hasta casi ahogar serán el “submarino”, mezcla de horror e ingenuidad que hasta hoy sobrevivirá”. Así termina este capítulo el “historiador” Julio María Sanguinetti, defensor in extremis de los militares, que luego se extenderá en la explicación que da del levantamiento militar, poniendo como héroes a quienes no lo fueron. Sanguinetti no se fue del viejo palacete del Estado Mayor conjunto al exilio ni convocó a los medios de comunicación para denunciar lo que estaba ocurriendo. No fue al Parlamento a informar a sus legisladores los tormentos que se practicaban en los cuarteles ni lo escribió en Correo de los Viernes. Sanguinetti no le avisó a Michelini que lo podían matar ni a Arismendi que se estaba preparando una operación para encarcelarlo y destruir al Partido Comunista. Para ser muy comprensivos, por lo menos, Sanguinetti se cagó como un pato. Y se calló la boca, y conspiró para sobrevivir él, en los siguientes diez años en que a otros les secuestraban a sus hijos, los colgaban, los enterraban vivos, los ejecutaban de un balazo como a Julio Castro, los asesinaban, los metían presos y los obligaban a irse de su país. Por ahora quedémonos en el tema de que violó indiscutiblemente la Constitución en este país, donde acusan al dos veces legítimo presidente Tabaré Vázquez por haber ido a saludar a fin de año en un comité de base. Violadores de la Constitución son los altos funcionarios públicos complacientes, encubridores y, por tanto, al menos moralmente, coautores de la persecución política, la tortura y los fusilamientos que precedieron a la dictadura. Del encubrimiento, por decir lo menos, del “escuadrón de la muerte”. Todos delitos imprescriptibles. Reitero las grandes preguntas de esta parte: ¿Sabían los ministros, integrantes del Poder Ejecutivo, que se estaba torturando y matando en esos momentos? Sí, sabían todo oficialmente. Al saberlo y permitirlo sin sancionar a los culpables, ¿eran omisos o cómplices? ¿No es que todo funcionario público tiene la obligación de denunciar la comisión de delitos? ¿Tendrían que haber sido juzgados por violación de la Constitución y crímenes de lesa humanidad los integrantes del Consejo de Ministros (Poder Ejecutivo) de Juan María Bordaberry, como lo fueron el propio dictador y el canciller Juan Carlos Blanco? ¿Sanguinetti tendría motivos para estar compartiendo el calabozo con su colega de gabinete, el entonces ministro de Relaciones Exteriores Juan Carlos Blanco, artífice documental (retiro de pasaportes y envío de expedientes oficiales con su firma a Argentina en abril de 1976, diciendo que Zelmar Michelini, Wilson Ferreira Aldunate, Enrique Erro y Héctor Gutiérrez Ruiz eran tupamaros, lo cual equivalía a una condena de muerte) de los asesinatos de Buenos Aires en 1976? Y colorín colorado, como bien dice Sanguinetti, “aún no ha terminado”.
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Sanguinetti: primero siempre
Entre 1971 y 2004, hay un lapso de 33 años. Ese fue el tiempo en que la derecha demoró el triunfo de la izquierda en Uruguay. El dilema era entre la libertad y el despotismo, entre el pueblo y la oligarquía. Los gobiernos de Pacheco y Bordaberry, integrados por el Partido Colorado y la fracción herrerista del Partido Nacional, pretendían hacer pagar el peso de la crisis a los más humildes y realizar una gran transferencia de recursos a la oligarquía, el capital financiero y los sectores más poderosos del campo. La resistencia era cada vez más masiva y la unidad del frente social -fundamentalmente obreros y estudiantes- se expresaba cada vez más en la unidad política que, bajo el liderazgo del general Liber Seregni, se constituía en una gran fuerza que se llamó Frente Amplio. En las primeras elecciones en las que se presentó el Frente Amplio, en el año 1971, la fuerza mostró un inmenso arraigo en la juventud, la cultura y los sectores más dinámicos de la sociedad, obteniendo un número de votos que evidenciaba un crecimiento importante de la izquierda y el comienzo de la ruptura del bipartidismo. De ahí en más la derecha se propuso detener el avance de la izquierda e impedir su triunfo. El golpe de Estado fue la expresión más feroz de la contrarrevolución. Los sectores más reaccionarios de los blancos y colorados participaron con mayor o menor protagonismo en la gestación del golpe. Pero la dictadura no fue sólo militar, fue civil y militar. Cuando lo uruguayos nos salimos de la dictadura fue con un pacto en que Sanguinetti llevó la mejor parte y los militares conservaron una significativa porción del poder. Seregni y Wilson Ferreira fueron proscriptos en las elecciones de 1984 en que ganó, como era previsible, el caballo del comisario. Sanguinetti aseguró la impunidad cumpliendo con extremos que ni siquiera se habían pactado en la negociación del Club Naval. Luego traicionó los acuerdos programáticos alcanzados con las otras fuerzas democráticas, impuso una economía neoliberal y, cumplidos los cinco años de su mandato, entregó el gobierno a Luis Lacalle Herrera para que continuara las políticas que los dos partidos tradicionales habían acordado. Los cambios constitucionales, la obligatoriedad del voto, el balotaje, la represión, la eliminación de los Consejos de Salarios en el gobierno blanco, el intento de privatizar las empresas públicas, la reforma de la seguridad social, los impedimentos a que se investigaran los crímenes de la dictadura, un segundo gobierno de Sanguinetti y otro gobierno de Jorge Batlle lograron postergar el triunfo de la izquierda. Sanguinetti siempre tuvo un rol protagónico, al menos en los últimos 50 años.