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La vejez

Por Tomás de Mattos.

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Caras y Caretas Diario

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Se me antoja, ahora que la empecé a vivir, que la vejez es como dejar de jugar el partido y pasar a sentarte en el banco de suplentes. Tus compañeros ya no te miran como un jugador más. Parecen haberse olvidado de vos. Ya no te pasan la pelota. Te eximen de responsabilidades. Y el cuerpo ya no responde. Si te mandaras un pique, te acalambrarías. Sobrevivir ha pasado a ser tu principal tarea. Pero no es insoportable; todo está, no en acostumbrarse o acomodarse, sino en descubrirle las ventajas y aprender a explotarlas. No en resignarse sino en buscarle la vuelta. Si hallás otras tareas, que estén a tu alcance, jubilarte no es empezar a ser viejo.

En un muy reciente reportaje, Mujica admitió que si tuviera quince años menos no tendría el menor problema en ser de nuevo candidato a la presidencia. Pero dice estar en una edad que lo somete al mandato de durar dos años más, y que las tensiones que apareja la dirigencia política activa le podrían arrebatar esos dos años, como estuvieron a punto de hacerlo durante la primera presidencia de Tabaré, cuando contrajo una enfermedad inmunológica. A continuación, se jactó de no tenerle miedo a la vejez.

Le tengo envidia. El miedo a la vejez, mientras no caí en ella, me incomodó durante la mayor parte de mi vida. También supongo que, como todos los peligros, se los vive como tales, durante su inminencia, y que, cuando los afrontamos efectivamente nos trastornan mucho menos. Dejan de alterarnos. En una palabra, Mujica no le tiene miedo a la vejez porque ya la tiene encima. Es, por lo menos, lo que me pasa a mí cuando, cumplidos los 68 años, ya no le tengo miedo. La recibo todos los días con agrado. O ella me recibe a mí. “Bienvenido, vos ya sabés lo que se puede seguir dándote”.

En nuestros primeros años de vida, cuando adquirimos la conciencia de que los humanos somos mortales, esas dos amenazas, la muerte y la vejez, son dos sombrías nubes que se instalan en el cada vez más cercano horizonte de nuestro futuro. Que una de ellas nos cubrirá un día, es una certeza: la muerte es nuestro final seguro. En cambio, que lleguemos a ser viejos es una cuestión de azar: podemos morir siendo jóvenes; sumirnos en la muerte, sin haber sido viejos.

La conciencia de la mortalidad no deja de producir algún beneficio. Después de todo, los monjes cartujos que se privaban de toda palabra y que, en cada cruce, se permitían saludarse diciéndose “¡Hermano! ¡Morir habemos!”, para luego responderse “¡Ya lo sabemos!”, no eran tan injustificadamente lúgubres. Se estaban machacando, para fortalecer en cualquier vicisitud de eventual claudicación la idea de que es imprescindible el distanciamiento de los bienes temporales y perecederos de la vida. Nos duela o no nos duela, no conviene pugnar por lo que no servirá en nuestro ataúd.

Ya he asentado en estas columnas lo que insistía en repetir mi padre, médico y estupendo gozador de la vida, acerca de que la edad clave de la vejez está en la década de los sesenta años. En algún momento de esta década, más temprano que tarde, empezamos a ser viejos y debemos aprender a serlo. Se lo enseñaron sus pacientes y los ajenos.

En el ejercicio de su profesión fue advirtiendo que las muertes sobrevenían más frecuentemente en edades inferiores a la que marcaba la estadística como expectativa de vida. Se dio cuenta de que ésta era un promedio al que elevaban los decesos en edades superiores. En otros términos, si la expectativa para un grupo frisaba los 72 años, los decesos eran más frecuentes en la década anterior de los 60, y las muertes verificadas en edades superiores a 72 llevaban hasta allí a ese guarismo promedial. Después, analizando las causas de los fallecimientos en edades por debajo de la expectativa, vio con nitidez que se debían a sobrecargas de unas posibilidades vitales ya disminuidas. Se incurría en el mantenimiento de los hábitos de la vida joven cuando ya se había producido un menoscabo irreversible de la capacidad física. Era como si alguien perdiera un empleo y, sufriendo una merma permanente de sus ingresos, mantuviera, sin adaptarse, su nivel de gastos. Muy pronto caería en una crisis grave.

Él decía que sabiendo afrontar la vejez, encarándola como una nueva etapa de la vida, se llegaba fácil a los noventa años. Todo consistía en superar las crisis físicas de los 60. Durante los 70, había que bracear un poco; en los 80, casi se trataba de hacer la plancha, hasta que en los 90 se nos desbarata nuestro sistema inmunológico y, más temprano que tarde, un vientito cualquiera nos apaga de un soplido la vela.

En su vida personal, se ocupó de que se cumplieran sus vaticinios. No negó su diabetes; abandonó su desaprensivo “exceso de glicemia en sangre” y dejó de negarle su nombre verdadero, para ajustarse a una dieta que hubiera merecido el calificativo de estricta si no hubiera mediado alguna esporádica “compensación” de fin de semana. Pudo así cumplir los 94 años. Incluso su sistema inmunológico no defeccionó. Fue su sistema circulatorio el que falló, con una debilidad generalizada de los capilares, suscitando hemorragias en todo su cuerpo.

Agradezco a mi padre que me haya demostrado e inculcado que la vejez es nada más que una nueva y retributiva etapa de la vida que hay que aprender a vivir. A sus presas, que no terminan de ser despreciables, se debe aprender a cazarlas. Y, sobre todo, le agradezco su convicción de que a la vejez, si se termina aprendiendo a vivirla, se la disfruta, no se la sufre.

Pero lo imprescindible es saber que media, ojalá que lo más rápido y lúcido posible, un proceso de aprendizaje, como ante cualquier otra etapa de la vida. Un aprendizaje que consiste en la construcción de una actitud existencial; una actitud que, en su concepción, nada tiene que ver con la resignación ni con la mera resistencia, sino con una muy activa resiliencia.

No es resignación, porque no se trata de una mansa aceptación de las limitaciones que impone. Tampoco es mera resistencia, porque no se trata sólo de soportar, defensivamente, a regañadientes, esas limitaciones, y seguir existiendo pese a ellas. Se trata de una auténtica resiliencia, es decir, de una capacidad de superar esas limitaciones, hallando nuevas instancias de satisfacción. Un ejemplo, tomado del fútbol: un partido de visitante. No se trata de ensayar sólo una actitud de resistencia; meramente defensiva, de clausura del acceso al propio arco y al área y de cierre del mediocampo, sino de buscar, sin descuidar esas precauciones, la continua generación de contragolpes lo más exitosos posibles. La vejez hay que vivirla con entereza: neutralizarle sus agresiones pero también arrebatarle y retenerle sus recompensas.

Una de las grandes ventajas que incluye la vejez es el cese de las actividades habituales y la posibilidad de encarar las que hubiéramos querido si las necesidades existenciales no nos hubieran impuesto una profesión u oficio. Es la posibilidad de encarar nuevas actividades o de convertir en principales las que hasta ese momento sólo podíamos atender como secundarias. Es decir, poder dedicarles el tiempo que antes no pudimos darles, pero no necesariamente todo el que insumían las hasta entonces principales. Porque ahí está también está, y más si la consideramos un disfrute, otro de los mayores encantos de la vejez: la posibilidad de un ocio libre y con sentido, para mimar sin remordimientos a nuestros gustos o para vivir mejor en familia.

Es claro que nos apretará los pies de modo diferente y que implica vivir los riesgos de vivir en sociedad. Pero ya encontraremos tiempos de sacarnos los zapatos o recordaremos que esos riesgos los enfrentaríamos de igual modo si fuéramos más jóvenes. Resulta, en cambio, imprescindible residir en un país que sea sensible a las necesidades de los viejos y que evite que la vejez sea sinónimo de agonía.

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