“Juguemos a ser Lewis Carroll”
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La niña se ha quedado sola, mirando el agua. El océano es grande, el desierto también. Parece una pequeña sirena que carece de maldad, desnuda como un bebé recién parido, está en silencio, no aprendió a llorar. La miro desde lejos, mientras veo la sombra de mis pies perderse en las dunas, siento su corazón que late apresuradamente, su agonía lenta, su miedo indescriptible. La acompaña un perro que se me antoja azul, como en aquellos cuentos de García Márquez.
Su cabello quebradizo evidencia una alimentación deficiente, su mirada de sol incompleto no logra matar la muerte. Quizás por descuido ha dejado sus pequeños senos al descubierto, la ropa se desliza y ella está casi dormida, acunando una melancolía sin límites, que enmascara una sonrisa aun más triste que aquella que veo en los parques de diversiones que aparecen en los sueños con sus calesitas solitarias que nunca se detienen. Encima de los caballos húmedos, empapados de bruma, en madrugada no va nadie, salvo algún niño fantasmal que ha perdido el rostro y ya no cree en el poder de la magia ni en los duendes.
La niña tiene 12 o 13 años, no ha sido abandonada por sus padres, ninguno de ellos existe, aunque en algún lugar mastiquen manzanas sigilosas estropeadas y hostiles, aunque duerman el penoso sueño de agua nieve alcoholizados en el refugio del desauxilio más temible. Nadie sabe ni cómo ni cuándo fue que empezó todo. En la Biblia dice que una mujer llamada Eva-vida le abrió los ojos a un hombre, una mujer serpiente que expulsó a todos del paraíso. Quizás empezó todo ahí para desencadenar inevitable tribulación perpetua. No lo sabemos.
Un día comenzó; se me ocurre comparar el infierno con una sala de clases vacía, los pupitres deshechos, cubiertos por viejas calcomanías, donde no hay maestro alguno y los alumnos han salido disparados por las ventanas ante el ruido aterrador de una bomba que rodaba amenazante por el piso. Al no existir educación, todas las puertas se han cerrado de golpe, ya no puede entrar persona alguna, alguien desliza su cara ensangrentada por el vidrio y ya no puede jugar.
La brecha crece, se ahonda, veo a la niña solitaria con el perro azul, rodeada por el silencio de las estrellas y la complicidad de muchos. Hay otras personas que pasan y no la ven, ella con sus pequeños pechos desnudos muriendo, casi ciega, tan ciega como todos los que pasan velozmente cerca, con sus pelotas coloridas y las remeras decoradas con banderas oliendo a sal.
En algún lugar hay hombres, la niña que repta se esconde de rodillas, va a cambiar por boletos para viajar al zoológico los despedazados vestidos del desamor, mecánicamente, con un olvido fatal de sí misma, perdida en el puño del mundo, tan siniestrada como las víctimas del frío excesivo o de la guerra en un continente gigante.
Una red de hombres, con la eterna cabeza que domina la cueva decorada por siluetas informes que algún cavernícola diagramó sin poner el más mínimo esfuerzo, va en busca de las niñas solitarias de la playa con los perros de felpa que ahora camina famélicos. Parece que están bien vestidas las sirenas silenciosas –nunca malditas–, con los andrajos coloridos de la peor desesperanza. Quieren cargar sus celulares para las selfies que se tomarán sobre techos similares a precipicios en las cabañas más aisladas, donde los turistas tampoco logran ver los pies pequeños alejados abruptamente de la infancia.
No han tenido infancia, no saben cómo suenan las cajas de música de las muñecas de porcelana, las que dulcemente tiemblan con sus paraguas amarillos en otras habitaciones donde algunas madres con un poco de acceso a la cultura y con el alma en las arterias han procurado para sus hijas y se las dan en las manos como regalo de Reyes. Las niñas de la playa no saben nada de los cisnes de fieltro de Neruda aunque andan en el walking around de sus noches eternas. Tampoco pueden medir la talla de los monstruos que agazapados esperan detrás de árboles, semejantes a momias de piedra. No pueden salir a volar por encima de las esculturas de arena ni correr tratando de cazar las pocas mariposas que nos quedan.
Están todas solas, han salido de los barcos de la historia con los esclavos heridos que emigraron, no importa si eran negros o rubios, cargan las mismas cadenas, están quebradas en la mueca de una sonrisa que transmite la necesidad de justicia que no llega.
¿Cuantos años han pasado? Muchos. Siglos ya.
Hay mujeres en los balcones, mujeres que las condenan. “Miren a las niñas de la playa. Todas desnudas, se arrodillan para azotar a los trabajadores ilustres que no tienen ninguna culpa de la crueldad de la nunca infancia, miren cómo van, como ejércitos, a imponerse ante la vulnerabilidad de los hombres víctimas de esas bellas criaturas seductoras. Tienen que encerrarlas detrás de barrotes blindados infranqueables, vanidosas caperucitas que van a matar lobos en el bosque de nuestra decencia violentada”.
¿Qué ha pasado aquí que no logramos ver a las niñas grises caminando sonámbulas por un camino de tormentas feroces?
Sólo vemos a los hombres que arañan las cuevas con caricaturas grotescas y entre ellos deslizan mensajes para proteger a otros que se les parecen, mientras algunos, obedientes a determinadas órdenes que provienen de ámbitos no tan ordenados, van a ir a ponerlos presos por un rato.
La cadena es grave, tiene eslabones firmes, uno trata de romperla, conformada por un ADN inquebrantable y poderoso. No logramos encontrar, envueltos en la impotencia, el camino para desatar los nudos que encierran figuras desérticas de pequeñas niñas sin sueños, habitadas por pájaros que conocen el olor de la sangre posterior a caer en la trampa y ya no pueden escapar hacia ninguna parte.
Miro a la niña que se aleja hacia el muelle, veo sus pies heridos, no tiene nombre, está prematuramente helada. Los invitados a la peor fiesta las cubren de vestidos angelicales para que los cuerpos de las niñas estallen como en las cenas de los comensales que asisten al triste despojo de imposible nácar de las hijas de los mendigos del pueblo.
¿Cómo ser responsable de algo si no se tiene conciencia de la libertad, si no se puede usar una herramienta que se desconoce, si no se ha tenido acceso a nada? ¿Cómo culpabilizar a las niñas de la playa?
Nos rodean incomprensibles monstruos que nunca se detienen, los envían a lugares no tan remotos y regresan, otros quedan fuera, no están solos, hay ejércitos de hombres y mujeres señalando y gritando palabras indigestas y mortales dirigidas a las niñas de la playa.
Me acerco a mi hija menor. En pocos meses cumplirá trece años. Lleva el nombre de la primera feminista, es dulce, inteligente, suele creer en la bondad humana, se ve involucrada algunas veces en situaciones que no entiende y no soporta, pero tiene quien la ayude a ponerse de pie para caminar por la inmensa playa de la vida.
Veo cómo se aleja la otra niña con el perro azul, que ahora cojea, está sin piel, tirita. La niña caerá de rodillas cerca de los hombres de piedra para ser sepultada por un brazo inclemente y en poco tiempo nadie se acordará de ella.