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López Obrador: el truco de los fuertes fue arrollado por la lucidez de los débiles

Por Federico Fasano Mertens.

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América Latina está de fiesta. La primera revolución política de nuestro continente, la que se inició hace 108 años con Francisco Madero, Emiliano Zapata y Pancho Villa, la que tuvo revancha con Lázaro Cárdenas en 1936 con la reforma agraria y la nacionalización del petróleo, retornó del ostracismo donde fue desterrada por la reacción termidoriana que se impuso en la década de los 40. La guillotina de las urnas de la Patria Grande, activada por 30 millones de mexicanos, conducido por un taumaturgo de la historia, paralizó la digestión del centenario proyecto conservador. López Obrador ha triunfado.  L’ancien régime ha cesado. La felicidad es una idea nueva, afirmaba Saint Just en los albores de la Revolución francesa que derrotó al feudalismo y a la monarquía. ¿Es posible dar la espalda al pesimismo ante esta tormenta de la historia, ante esta fiesta impensable en la que el truco de los fuertes fue arrollado por la lucidez de los débiles? Me atrevo a decir que es inevitable. Hoy comienza la aventura de la transformación en la nación más poblada de nuestra América, la pobre. ¡Qué cosecha señores, qué vendimia! La gran catarsis latinoamericana pendiente, atontada por el golpe de Estado contra Lula y Dilma, contra Lugo, contra Zelaya, por el ascenso de la derecha en Argentina, Chile, Colombia y Perú, por los desaciertos de las izquierdas en Ecuador y Nicaragua, vuelve a refrescarse en el manantial de los sueños. El centenario proyecto conservador puede volver a ser interrumpido, puede ser devuelto a su inmenso anacronismo, como lo fue durante la década pasada. He retornado de México, escuchando los últimos debates públicos de Andrés Manuel, y he hablado con muchos dirigentes uruguayos sobre ese proceso tan especial, y creo que aún no nos hemos dado cuenta del golpe de timón que se ha dado en nuestro continente, de la implosión del edificio de la injusticia y la corrupción en la comarca más grande de nuestra región, en las fronteras mismas del imperio. Con excepción de Uruguay, Bolivia, Cuba y Venezuela, las izquierdas se replegaron en todo el continente. Estaban de rodillas. Le corresponde a este impulso tonificante ponerlas de pie. Federico Engels, en su magnífico prólogo al libro de Carlos Marx La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850, sostenía que “la ironía de la historia universal lo pone todo patas arriba”. Como anillo al dedo se ajusta esta reflexión del revolucionario alemán a la encrucijada mexicana. En México fue la rebelión del sentido común, de un sentido común enfadado y harto de una democracia prebendaria y corrupta, conducido por un zoon politikon que supo interpretar la especial coyuntura de su nación, con un olfato, un pragmatismo, una terquedad, una valentía y una honradez fuera de toda duda, la que aplicó el cross a la mandíbula de un régimen inviable e incurable. Sabido es que los más grandes caudillos son taumaturgos de la historia: convierten las derrotas desoladoras en victorias deslumbrantes. Para ello, Andrés Manuel, que hoy se apresta a iniciar, con el apoyo de 53% de los sufragios, la dirección moral y política de la sociedad mexicana, debió soportar los tres crímenes electorales que le secuestraron en las últimas dos décadas, el triunfo, primero a Cuauhtémoc Cárdenas y después, por partida doble, a su propia candidatura. Las miserias de los miserables no pudieron quebrantar su voluntad. Y cuando sintió la debilidad de su propio partido, el PRD, hoy convertido en sudario de la derecha panista, se quedó sin partido, quemó las naves y fundó un movimiento sin red de protección, al que nadie le daba un año de vida. No recuerdo otro ejemplo (salvo el de Perón en 1945) en que un nuevo partido, con sólo seis años de vida, gane sin fraude y sin recursos materiales, con todas las fuerzas económicas, mediáticas y políticas en contra, en forma tan abrumadora, obteniendo la mayoría absoluta en ambas cámaras y en 80% de los estados en disputa, como lo hizo don Andrés Manuel López Obrador, el abracadabra del solar mexicano. Abracadabra, vocablo hebreo que se le aplica con justicia al personaje: no te desanimes, “envía tu fuego hasta el final”. AMLO no se amilanó nunca, ni ante el poder mediático, que se le opuso desde el primer momento, ni ante la traición del PRD -al que antes de enterrarlo habría que hacerle una autopsia para descubrir la causa de su desventura- ni ante la calumnia  de la que fue objeto por difamadores seriales. Ya lo había anunciado el escritor irlandés Jonathan Swift en 1715: “Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, lo reconoceréis por el signo de que todos los tontos se unen contra él”. Y no estoy exagerando. Si alguien es capaz de derrotar tras tantas décadas de infortunio un sistema patrimonialista sostenido por una red de complicidades, que protegió durante un siglo intereses creados que desdibujaron la frontera entre el uso del patrimonio público y el privado, que venció incluso hasta la posibilidad del fraude enquistado en el sistema electoral, construyendo una mayoría impensable hace sólo dos años, no de otra manera puede ser calificada su hazaña. Me hace acordar a Gandhi frente a la corte que lo arrojó a las mazmorras británicas: “Si me dejáis libre, volveré a comenzar”. Me une una simpatía especial con AMLO porque ha sido el único candidato en las últimas dos décadas que descubrió el jugo gástrico del sistema centrado en el poder telemático, incorporando a su programa político el proyecto de democratización de la prensa, la radio y la televisión de México, que tuve el honor como exiliado político y director de Planeación de la Presidencia de la República (un plan de 10.000 fojas y una ley de 550 artículos) de elaborar en 1980, bajo la conducción valiente y honesta del director general de Comunicación Social, don Luis Javier Solana Morales. Dicen que no es marxista y dudan que sea de izquierda. Sus banderas a favor del Partido de los pobres, a los que juró proteger con su vida y su acción, su concepción del Estado como escudo de los débiles y no como la hegemonía acorazada de los fuertes, es la garantía de su ideología de izquierda. La izquierda, como la define Sartori, es hacer el bien a los demás, como la derecha es hacer el bien a uno mismo. La izquierda es la política que apela a la ética y rechaza la injusticia. Y vaya si AMLO no es un ejemplo de esas conductas. Estoy seguro de que la tradición emancipatoria de la izquierda latinoamericana se encuentra en buenas manos. Y cuidado con el radicalismo verbal que lo pone en duda. Ante el océano de demandas legítimas que se instalarán en la escena, tendrá que elegir entre el verbalismo ultrista que no conduce a nada y la acción política moderada que realice cosas radicales. La izquierda latinoamericana ha podido cumplir en el poder, no por la fuerza de sus ideas, sino cuando logró constituir una clase dirigente mejor que la anterior. Y en ese intento lo acompañan la flor y nata del progresismo mexicano. Habrá que estar atento porque la loba en celo aún no ha abortado. Tiene medio año más de poder. Intentará por todos los medios no dejarle el camino fácil al renacimiento cultural del país que porta López Obrador en sus alforjas. Sólo la vigilia del pueblo podrá impedirlo. Gobernar es hacer creer. La inmensa mayoría de los mexicanos cree en el nuevo Lázaro. Cree en que la patria productiva e inclusiva que propone terminará derrotando a la patria financiera y especuladora que matrizó el rostro del país durante casi 80 años. La ética del compromiso y la estética de la unidad del pueblo serán sus armas y su escudo. Bienvenidos entonces a la fiesta de la refundación de la gran nación mexicana.

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