Hacete socio para acceder a este contenido

Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.

ASOCIARME

“Un mundo sin dolor es el mundo de la publicidad”

Por Marianella Morena.

Suscribite

Caras y Caretas Diario

En tu email todos los días

En una entrevista a la creadora escénica Angélica Liddell, encuentro algunas respuestas o, más que eso, una mirada sobre el misterio humano, sin condena, sin juicio, sobre la imperfección que nos caracteriza, a la que presionamos tanto, y por la que tanto odiamos a otros, cuando somos incapaces de mirar nuestra estupidez y precariedad emocional.

“P: ¿Un mundo sin dolor es un mundo de mierda?

R: Sería un mundo de imbéciles, simplemente. El dolor tiene que ver con el amor, la piedad, la muerte y la trascendencia. Tiene que ver con los momentos fundamentales del hombre, es algo que nos construye, nos define y nos funda. Un mundo sin dolor es el mundo de la publicidad. Imagínese una vida en la que todo fuera anuncios publicitarios, sin Eurípides, sin Shakespeare, sin Schopenhauer”.

No sé por dónde empezar a escribir. Eso está claro; tampoco qué seleccionar o qué elegir para ver desde dónde construir o intentar hacer algo parecido a una opinión y no un reciclaje: recorto y pego. Algo propio, parecido a lo puro y a lo honesto, si es que todavía sobrevive en algunos de nosotros algo parecido a eso. Uno escribe desde uno, para mirar lo que sucede al lado, no debe retirarse muchos metros para que el escándalo estalle, no debe suceder nada arbitrario, exótico para que uno rápidamente quede aturdido, sin una palabra adecuada porque fue robada, expropiada y hasta violada. Uno debe andar más cuidadoso con el silencio, protegerlo. Saber que es necesario, importante, imprescindible. El silencio, ese lugar extraño, casi fronterizo.

Vivo en Montevideo, aunque en los últimos años viajo mucho a causa del teatro. A diario voy a Canelones, lo que me permite una movilidad geográfica que a veces contribuye para esa cosa que se dice tanto: tomar distancia. No sé si es tan así, aunque poéticamente queda muy bien expresado. Funciona como funcionan las modalidades del lenguaje y sus estrategias constantes de seducción, las trampas que nos envuelven y nos embriagan emocionalmente. ¿Es real lo que sentimos o es parte de una nueva producción de sentido?

No sé si alguien detiene el motor y se pregunta. Quizá sea más fácil cambiar de canal, de novia, de novio, de restorán, de dieta, de libro; cambiar se ha vuelto el eslogan más barato de los últimos tiempos. ¿Cambiar para qué?

Esa es una buena pregunta.

Entonces voy por el principio, intento hablar sobre lo que me provoca, me hiere o me resulta injusto. La palabra-espada, la palabra para combatir en la pantalla-papel, lo que por ahí se diluye con la música, el chat, las redes y los quilombos de cada uno en su propia temporalidad rutinaria. No. No tengo nada para decir, nada nuevo, nada que merezca ser leído. Entonces, hago el ejercicio: tomo distancia.

Intento mirar la cosa con perspectiva y es ahí que doy con la entrevista a Liddell y sólo la nube de la piedad es la que sobrevive por más tiempo.

Pido piedad.

Para mí, para vos, para todos.

No tengo un rapto místico, ni voy a retirarme a un monasterio a rezar por el resto de mis días ni a negar los avances legales que hemos alcanzado, pero el desdibujamiento que recibimos es igual al deterioro de cuerpos que se derriten por el acoso, por el atropello, por el bombardeo.

Esa imagen sobrevive.

Si Dalí pintó relojes derretidos para hablar del tiempo, para relatar plásticamente lo relativo del tiempo en un juego maravilloso de interpretación personal, yo pienso en el límite de los cuerpos bombardeados por información desmedida sin piedad.

Una metralleta verbal, sin objetivos claros. Escribimos cada vez más. Opinamos todos en el gran editorial que nos incluye y excluye. Competimos por la palabra última, la que define, pone rótulo y título, pero a cualquier costo. ¿Nos importa el dolor ajeno?

Sí, claro, pero no sabemos lidiar con eso y el deseo de trascender que nos ha impuesto lo contemporáneo hace que la producción se concrete sin importar nada, aunque también podríamos decir: “no está mal”.

No, el asunto es cómo y para qué.

Un manto de piedad no significa un retroceso, sino piedad, por favor, piedad para entendernos, para empezar un diálogo que nos conduzca a un sitio parecido al real. Nos equivocamos y lo seguiremos haciendo: somos animalitos torpes con desesperación por ser amados y enormemente egoístas. Pero necesitamos que nos perdonen, de la misma forma que hablaron alguna vez los elegidos, los dioses, los héroes. De la misma forma que hemos detenido la locura para limpiar las heridas, llorar a los muertos y abrazarnos para que alguien dé alivio aunque sea prestado.

Piedad.

Para ponernos de acuerdo en algo. Para ser.

Quizá he tomado demasiada distancia de lo ideal, y me acerco a diario a lo real, aunque sea dentro de la ficción y su desarrollo. Ensayar es eso, escribir también. Y vivir… no sé muy bien dónde colocarlo.

Dejá tu comentario

Forma parte de los que luchamos por la libertad de información.

Hacete socio de Caras y Caretas y ayudanos a seguir mostrando lo que nadie te muestra.

HACETE SOCIO