El tercer año del gobierno del presidente Tabaré Vázquez empezó con una cadena nacional de 40 minutos. La oposición quiso opacar la intervención del presidente con un caceroleo popular, pero el aislamiento social de la oposición es mucho más profundo que el aislamiento del oficialismo. La iniciativa de Tabaré de hacer una exposición bastante larga y por cadena representaba algunos riesgos, sobre todo en un momento en que la imagen pública del gobierno no es maravillosa y no se puede garantizar la mayoría parlamentaria. Pero fue clara. Manejó cifras concretas e inobjetables y, por sobre todo, dio la oportunidad para que los otros mostraran su debilidad. Han pasado 12 años de gobiernos del Frente Amplio, con todas sus idas y vueltas, y no logran hacer un número decente para golpear cacerolas. La oposición es débil porque no propone, no convoca y no convence, incluso pese al esfuerzo denodado de los medios y a todos los errores y fracasos que haya cometido y pueda cometer el Frente Amplio.
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Nada de esto significa que toda la sociedad apruebe el rumbo del gobierno. Hay mucho desencanto y mucha frustración. Pero eso no es lo mismo que afirmar que esa multitud que ya no se entusiasma se oponga o, lo que sería más rupturista, se haya sumado a la oposición. Por el momento esos partidos no crecen y enfrentan una crisis de credibilidad que, en el caso del Partido Colorado, parece terminal. Lo hemos escrito ya: es una colectividad en camino irreversible de extinción. Es un remanente del pasado. Un sello con historia pero sin perspectiva. Es la eternidad posterior al cuarto de hora. Para Uruguay es bueno que esto lo hayan entendido dirigentes de la importancia de Fernando Amado, quizá ayudado por su juventud. Pero da la sensación de que falta mucho para que surja una expresión de la disconformidad social que tenga una verdadera sintonía con esa porción de la gente.
La derecha no suma. Lo acompaña una parte del pueblo que, entre todas sus formaciones, alcanza 40% de la población. Por ahí orbita, pero no despega de ese guarismo y no tiene facilidad para juntar los votos con la disciplina indispensable que exige un balotaje. Esa parte del pueblo la vota pero no la milita y tampoco le cree mucho. En general, se trata de un sector de la ciudadanía que más bien rechaza a la izquierda y lo que ella representa, pero no siente nada por los opositores. No iría a actos ni repartiría volantes, muchas veces ni siquiera pegaría un pegotín en la luneta del auto. Un caceroleo es un sueño para los líderes tradicionales y los grandes medios, pero después lo tienen que buscar con lupa y hay que mandar las cámaras y los micrófonos a las mismas esquinas de Pocitos y algunos otros barrios acomodados donde los mismos vecinos manifiestan su rechazo a un proyecto político que han combatido por tres generaciones.
Esos tipos están lejos del pueblo, y vaciamientos como el protagonizado por el dirigente colorado de Maldonado Francisco Sanabria los alejan todavía más. Sanabria, diputado suplente pero único heredero de un verdadero caudillo del Partido Colorado en ese departamento, también era uno de sus principales aportantes, y aunque es razonable despegar a Germán Cardoso o a Pedro Bordaberry de actos criminales que deben ser individualizados, resulta increíble la debilidad del partido para sancionar, expulsar, destituir o al menos denunciar a un hombre que le hace un daño tremendo a una colectividad ya bastante destruida. Les quita mucha autoridad para hablar de política, porque es completamente ridículo que los colorados pongan el grito en el cielo por la compra de un avión multipropósito que quedará como patrimonio del Estado y que cuesta menos de un millón de dólares, cuando un dirigente de ellos deja un agujero de 15 millones de dólares. El diario del lunes nos muestra a Germán Cardoso interpelando al ministro del Interior, Eduardo Bonomi, por la inseguridad y a su suplente fugándose tras haber cometido estafas por montos equivalentes a lo que lograría rapiñar medio millón de punguistas juntos en la calle.
Este panorama de escaso entusiasmo de los frenteamplistas y una oposición que no genera simpatía por fuera de sus cautivos deja a muchísimos miles de uruguayos al costado de un sistema de representación, al borde de un desencanto general con el sistema político, cuando no portadores de una mirada desdeñosa de la política en sí misma, como actividad humana. Y es ahí que aparecen los personajes que se jactan de su ajenidad, de cierta constitución apolítica o antipolítica, como si fuera una virtud no pertenecer, no venir de una orgánica, no tener experiencia alguna en el ámbito público, venir del mundo empresarial o de otro lugar donde todo sería más puro y menos contaminado por los tejes y manejes del poder.
Esos paracaidistas son los peores y están haciendo estragos en el mundo. Suelen ser de una derecha descarnada, despreciativa y cínica. De una catadura moral distinta. Como muestra baste un botón: comparemos la cadena de Tabaré, en la que mostró datos reales, posiciones claras y los objetivos para el año, con el spot en el que se veía a Edgardo Novick mintiendo a cara de perro al afirmar que el gobierno se queda con 68% del salario de la gente, haciendo una cuenta delirante en la cara de la gente, como si todos fuéramos estúpidos; algo parecido a esos comentaristas deportivos capaces de pasarte cinco veces el replay de un penal grande como el estadio y a la vez decirte y repetirte que “claramente”, “por supuesto” y toda una sarta de sinónimos, no hubo penal ni falta y hasta le tendrían que sacar amarilla al fouleado, por simulación.
Ni el caceroleo frustrado pese al manijazo de los medios, ni la debilidad de blancos y colorados, ni la impresentable actitud de Novick puede ser suficiente para que la izquierda se congratule o se descanse. Faltan tres años enteros, pero hay que concretar lo proyectado en el programa. El gobierno parece quieto, sin la suficiente fortaleza o el resto ofensivo necesario para ofrecerle a la gente algo más que una continuidad sin sobresaltos pero que sabe a poco, tal vez suficiente para ganar una elección más, pero todavía muy lejos de su cometido histórico.